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Abrió la puerta, percibiendo con agrado el calor y la grata mezcla de olores que él asociaba con el apartamento: a lavanda, a cera, a aromas de la cocina; era un ambiente que, de un modo que no acertaba a explicar, sugería una cordura que neutralizaba la diaria dosis de locura que conllevaba su trabajo.

– ¿Eres tú, Guido? -gritó Paola desde la sala. Le hubiera gustado saber a quién más podía esperar su mujer a las dos de la mañana, pero se reservó la pregunta.

– Sí -contestó quitándose los zapatos y el abrigo, y empezando a reconocer en ese momento lo cansado que estaba.

– ¿Quieres una tisana? -Ella salió al recibidor y le dio un beso en la mejilla.

Él asintió, sin tratar de ocultarle el cansancio. La siguió hasta la cocina y se sentó mientras su mujer ponía el agua a hervir. Paola sacó de un armario una bolsa de hierbas, la olió y preguntó:

– ¿Verbena?

– Bueno -respondió él. Estaba tan cansado que le era indiferente.

Ella echó un puñado de hojas secas en la tetera de terracota que había sido de la abuela de su marido, se acercó a éste por detrás y le dio un beso en la coronilla, donde empezaba a clarearle el pelo.

– ¿Qué sucede?

– En La Fenice han envenenado al director de orquesta.

– ¿A Wellauer?

– Sí.

Ella le puso las manos en los hombros y se los oprimió ligeramente de un modo reconfortante. No hacía falta hablar; los dos sabían el guirigay que armaría la prensa, que reclamaría con creciente perentoriedad que se descubriera al culpable. Tanto él como Paola hubieran podido recitar ya los editoriales que aparecerían por la mañana y que se escribían en este momento.

Del cacharro que estaba en el fuego salió un chorro de vapor y Paola cruzó hacia el fogón y echó el agua en la mellada tetera. Como siempre, la sola presencia de su mujer era un bálsamo para el espíritu del comisario; le agradaba observar la serena eficacia con que ella se movía y hacía las cosas. Paola tenía la tez clara y el pelo cobrizo que se ve en muchos retratos de las venecianas del siglo XVII. No era una belleza según los cánones; tenía la nariz un poco larga y el mentón más que un poco enérgico. Pero a él le gustaban las dos cosas.

– ¿Alguna idea? -preguntó ella, llevando a la mesa la tetera y dos tazas. Se sentó frente a él, sirvió la aromática tisana, fue otra vez al armario y volvió con un gran tarro de miel.

– Aún es pronto -dijo él, echando una cucharada de miel en la taza. Removió el líquido y siguió hablando al ritmo que marcaba el tintineo de la cucharilla-. Tenemos a una esposa joven, a una soprano que ha mentido al decir que no había visto a solas al maestro esta noche y a un director gay que discutió con la víctima poco antes de su muerte.

– ¿Por qué no vendes el guión? Parece una serie de la tele.

– Y tenemos a un genio envenenado -agregó él.

– Sí; además eso. -Paola tomó un sorbo de tisana y sopló para enfriarla-. ¿Cómo de joven, la esposa?

– Podría ser su hija. Treinta años de diferencia, diría yo.

– OK -dijo ella, utilizando uno de los americanismos a los que tan aficionada era-. Yo digo que ha sido la esposa.

A pesar de que le había pedido más de una vez que no lo hiciera, ella se obstinaba en elegir a un sospechoso al principio de cada investigación en la que él trabajaba, y siempre se equivocaba, porque siempre optaba por la elección más obvia. Una vez, sin poder contener la irritación, Brunetti le preguntó por qué insistía en hacer eso y ella le explicó que, después de haber escrito su tesina sobre Henry James, se consideraba con derecho a optar por la obviedad en la vida real, ya que en sus novelas nunca la había encontrado. Brunetti no había podido conseguir que dejara de elegir a su sospechoso y, menos, que lo eligiera con un poco de sutileza.

– Lo que significa -dijo él, sin dejar de remover con la cucharilla- que resultará que ha sido alguien del coro.

– O el mayordomo.

– Hum -convino él, y bebió tisana. Permanecieron en amigable silencio hasta que se terminaron la tisana. Él puso las tazas en el fregadero y la tetera, en la encimera, en zona segura.

CAPÍTULO VI

A la mañana siguiente de que fuera hallado el cadáver del director de orquesta, Brunetti llegó a su despacho un poco antes de las nueve y descubrió que había ocurrido un hecho casi tan extraordinario como el de la víspera: su superior inmediato, el vicequestore Giuseppe Patta, ya se encontraba en su despacho y hacía casi media hora que estaba llamando a Brunetti. Así le fue comunicado, primero, por el portero, en la misma entrada del edificio, después, por un agente, en la escalera y, por último, por su secretario y los otros dos comisarios de la ciudad. Brunetti, sin apresurarse, repasó el correo, preguntó a centralita si había llamadas para él y, finalmente, bajó el tramo de escalera que conducía al despacho de su superior. El cavaliere Giuseppe Patta había sido enviado a Venecia hacía tres años, dentro de un plan concebido para inyectar sangre nueva en el sistema de investigación criminal. En este caso, la sangre era siciliana, y había resultado incompatible con la veneciana. Patta usaba boquilla de ónice y, a veces, bastón con puño de plata. Aunque, desde el primer día, Brunetti había mirado la boquilla con perplejidad y el bastón con regocijo, trató de no formarse una opinión hasta haber trabajado con el hombre el tiempo suficiente para decidir si la afectación que denotaba el uso de tales accesorios estaba justificada. Brunetti tardó menos de un mes en sacar la conclusión de que, si bien los accesorios armonizaban con la estampa del hombre, nada justificaba la afectación. La jornada de trabajo del vicequestore incluía un sosegado café cada mañana en la terraza del Gritti en verano y en el Florian's en invierno y un almuerzo en la piscina del Cipriani o en Harry's Bar. Por norma general, a eso de las cuatro, Patta decidía que «mañana será otro día». Un día muy corto, ciertamente. Brunetti había descubierto también que, para dirigirse a Patta, había que usar el título de «vicequestore» o el más augusto todavía de «cavaliere», a pesar de que no estaba muy claro su derecho a ninguno de los dos. Y decir siempre lei, nada de tu, fórmula familiar propia de subalternos.

Patta prefería que no se le molestara con los detalles más crudos de asesinatos y demás sórdidos sucesos. Una de las pocas cosas que podían impulsarle a mesarse las bellas ondas de las sienes era que los periódicos insinuaran que la policía era negligente en el desempeño de sus funciones. No importaba si se trataba de un niño que había conseguido romper un cordón policial para dar una flor a un dignatario extranjero, o de africanos a los que se había visto vender droga en la calle. Toda sugerencia de que la policía no ejercía el control absoluto de los habitantes de la ciudad provocaba en Patta paroxismos de una indignación que manifestaba a sus tres comisarios por medio de largos memorándums, según los cuales las faltas por omisión de la policía eran infinitamente más execrables que los crímenes cometidos por la población delincuente. Recogiendo una sugerencia de los periódicos, Patta había declarado varias «alertas contra el crimen», para las que elegía un delito como elegiría un suculento postre del bufete del restaurante, y anunciaba en los periódicos que, en el curso de la semana, el delito en cuestión sería erradicado o, cuando menos, reducido a la mínima expresión. Brunetti, cuando leía algo acerca de la última «alerta contra el crimen» -porque, generalmente, esta información sólo le llegaba a través de la prensa-, no podía menos que pensar en la escena de la película Casablanca en la que el jefe de policía ordenaba que se detuviera a «los sospechosos de costumbre». Se declaraba la «alerta», unos cuantos adolescentes eran sentenciados a un mes de cárcel y las cosas volvían a la normalidad, hasta que una campaña de prensa provocaba otra «alerta».

Brunetti había pensado más de una vez que en Venecia el índice de criminalidad era bajo -uno de los más bajos de Europa y, desde luego, el más bajo de Italia- porque los delincuentes, la mayoría, ladrones, sencillamente, no sabían cómo salir de la ciudad. Sólo alguien que viviera en la ciudad podía orientarse en la maraña de calles estrechas y saber cuál de ellas no tenía salida y cuál desembocaba en un canal. Y los venecianos eran gente de orden, si más no, porque su tradición y su historia les habían infundido un gran respeto por la propiedad privada y la convicción de la imperiosa necesidad de salvaguardarla. De modo que había poca criminalidad y cuando se producía un acto de violencia o, excepcionalmente, un asesinato, el culpable era descubierto rápidamente y con facilidad: el marido, el vecino, el socio. Por norma general, lo único que había que hacer era detener a los sospechosos de costumbre.