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Cuando ella fue a protestar, él dijo tan sólo:

– La única persona que tendría que sufrir si se dijera la verdad sería la única inocente.

Este razonamiento la redujo al silencio.

– ¿Qué debo hacer?

Él no sabía cómo aconsejarla, porque nunca había ayudado a un criminal a inventar una coartada ni a ocultar pruebas de un delito.

– Lo importante es lo que me dijo usted acerca de su sordera. A partir de ahí, las cosas vendrán rodadas. -Ella le miraba atónita y él le habló como a una niña torpe que se negara a entender una lección-: Usted me contó esto la segunda vez que hablamos, la mañana en que vine a visitarla. Me dijo que su marido tenía graves trastornos en el oído y que había consultado a su amigo Erich. -Ella fue a protestar otra vez, y él la hubiera sacudido de buena gana, por obtusa-. También le dijo que había ido a consultar a otro médico. Todo esto estará en el informe de nuestra entrevista.

– ¿Por qué hace usted esto? -preguntó ella al fin.

Él desestimó la pregunta con un ademán.

– ¿Por qué hace usted esto? -repitió.

– Porque usted no lo mató.

– ¿Y lo que le hice?

– No se la puede castigar por ello sin castigar todavía más a su hija.

Ella hizo una mueca de dolor ante esta verdad.

– ¿Qué más tengo que hacer? -preguntó, ya obediente.

– Aún no estoy seguro. Sólo recuerde que hablamos de esto la primera mañana que vine a verla.

Ella fue a decir algo y se contuvo.

– ¿Qué?

– Nada, nada.

Él se levantó bruscamente. Estaba incómodo, aquí sentado, maquinando.

– Eso es todo entonces. Supongo que tendrá que declarar en la investigación.

– ¿Estará usted?

– Sí. Para entonces ya habré presentado mi informe y dado mi opinión.

– ¿Y cuál será su opinión?

– Será la verdad, signora.

– Yo ya no sé cuál es la verdad -dijo ella. Ahora su voz era firme.

– Diré al procuratore que de mi investigación se desprende que su marido se suicidó al descubrir que iba a quedarse sordo. Y así fue.

– Así fue -repitió ella como un eco.

La dejó sentada en la habitación en la que había puesto a su marido la última inyección.

CAPÍTULO XXV

A las ocho de la mañana siguiente, cumpliendo las órdenes recibidas, Brunetti depositaba su informe encima de la mesa del vicequestore Patta, donde permaneció hasta que éste llegó a su despacho, poco después de las once. Cuando, tras contestar tres llamadas telefónicas particulares y repasar el periódico financiero, el vicequestore se decidió a leer el informe, lo encontró a la vez interesante y revelador:

Los resultados de mi investigación me permiten sacar la conclusión de que el maestro Helmut Wellauer se quitó la vida a causa de su creciente sordera.

1. Durante los últimos meses, había perdido más del sesenta por ciento de oído. (Véase transcripción de las conversaciones mantenidas con los doctores Steinbrunner y Treponti e informes médicos que se acompañan.)

2. Esta pérdida de oído le incapacitaba para desarrollar su actividad de director de orquesta. (Véase transcripción de las conversaciones con el profesor Rezzonico y el signare Traverso.)

3. El maestro sufría depresión. (Véase transcripción de las conversaciones con la signora Wellauer y la signorina Breddes.)

4. El maestro tenía acceso al veneno utilizado. (Véase transcripción de las conversaciones con la signora Wellauer y el doctor Steinbrunner. Existe correspondencia personal, a remitir desde Alemania.)

En vista del aplastante peso de esta información y de la ausencia de sospechosos que tuvieran motivo y ocasión para cometer el crimen, sólo puedo deducir que el maestro recurrió al suicidio como alternativa a la sordera.

Lo que someto a su atención con mi mayor respeto.

Guido Brunetti,

Comisario de Policía.

– Lo sospeché desde el primer momento, desde luego -dijo Patta a Brunetti, que había acudido al despacho de su superior a petición de éste, para hablar del caso-. Pero no quise decir nada, para no influir en su investigación.

– Una prueba de consideración que le agradezco, señor -dijo Brunetti-. Y una prueba también de sagacidad. -Contemplaba la fachada de la iglesia de San Lorenzo, parte de la cual se veía por encima del hombro de su superior.

– Era inconcebible que una persona amante de la música pudiera hacer algo semejante. -Era evidente que Patta se incluía a sí mismo en tal categoría-. Aquí la es posa dice… -empezó a repasar el informe-…que estaba «visiblemente decaído». -La cita convenció a Brunetti de que Patta había leído realmente el informe, hecho excepcional-. En cuanto a esas dos mujeres, por repugnante que sea su conducta -prosiguió Patta haciendo una pequeña mueca de asco a algo que no aparecía en el informe-, ninguna de ellas parece tener el perfil psicológico de una asesina. -Él sabría lo que había querido decir.

»Y la viuda… imposible, ni aun siendo extranjera. -Entonces, a pesar de que Brunetti no había pedido ninguna aclaración, Patta se la dio-: La mujer que es madre no puede matar con tanta sangre fría. Las madres tienen un instinto que se lo impide. -Sonrió, satisfecho de su perspicacia. También Brunetti sonrió, encantado de lo que oía.

»Hoy almuerzo con el alcalde -dijo Patta, con estudiada naturalidad, relegando el evento a hecho de la vida cotidiana-, y le explicaré el resultado de nuestra investigación. -Al oír el plural, Brunetti pensó que, a la hora del almuerzo, el plural de la investigación habría vuelto al singular, aunque no a la tercera persona.

– ¿Es todo, señor? -preguntó cortésmente.

Patta levantó la mirada del informe, que parecía estar aprendiéndose de memoria.

– Sí, sí. Es todo.

– ¿Y al procuratore, le informará también usted, señor? -preguntó Brunetti, con la esperanza de que Patta insistiera en ocuparse también de este trámite, ya que, viniendo de él, tendría más peso la recomendación de dar por cerrada la investigación que había que someter al magistrado.

– Sí; yo le informaré. -Brunetti observó cómo Patta consideraba la posibilidad de invitar al magistrado a almorzar con el alcalde y luego la desestimaba-. Le informaré cuando vuelva del almuerzo con Su Excelencia. -Brunetti se dijo que así tendría ocasión de representar la escena dos veces.

Brunetti se puso en pie.

– En tal caso, volveré a mi despacho, señor.

– Sí, sí -murmuró Patta distraídamente, mientras seguía leyendo-. Ah, comisario -dijo dirigiéndose a la espalda de su subordinado.

– Sí, señor. -Brunetti se volvió sonriendo, mientras mentalmente hacía consigo mismo la apuesta del día. -Gracias por su ayuda.

– No hay de qué darlas, señor -respondió, pensando que bastaría con una docena de rosas.

Siete meses después, llegó a la questura un sobre dirigido a Brunetti. Le llamaron la atención los sellos, dos rectángulos color violeta con una delicada filigrana caligráfica en el costado. Al pie de cada uno se leía: «People's Republic of China.» No conocía a nadie allí.

El sobre no traía remitente. El comisario lo rasgó y de su interior cayó una foto Polaroid de una corona de pedrería. No había referencia de la escala, pero, si estaba hecha para que la llevara un ser humano, las piedras que rodeaban la gema central debían de tener el tamaño de huevos de paloma. ¿Rubíes? No sabía de ninguna otra piedra que se pareciera tanto a la sangre. La piedra central, cuadrada y de gran tamaño, sólo podía ser un diamante.

Dio la vuelta a la foto y en el reverso leyó: «Ésta es parte de la belleza a la que he regresado.» Firmaba: «B. Lynch.» No había nada más dentro del sobre.