Subió por la escalera hasta el cuarto piso, donde tenía el despacho, dando los buenos días a una o dos personas y saludando a otras con un movimiento de cabeza. Miró si había papeles nuevos encima de la mesa. Todavía no había llegado nada, por lo que se consideró libre de dedicar el día a lo que creyera oportuno. Y ello incluía descolgar el teléfono y pedir comunicación con el puesto de carabinieri de la base norteamericana de Vicenza.
Resultó mucho más fácil encontrar este número que el de la base, y a los pocos minutos estaba hablando con el maggior Ambrogiani, que dijo a Brunetti que le había sido confiada la investigación, por parte italiana, del asesinato de Foster. La voz grave de Ambrogiani fluctuaba con una cantilena que indicó a Brunetti que el maggiore era del Veneto, pero no de la misma Venecia.
– ¿La parte italiana? -preguntó Brunetti.
– Sí; los norteamericanos también investigarán el caso.
– ¿Cree que pueda haber problemas de jurisdicción? -preguntó Brunetti.
– Nada de eso -respondió el maggiore-. Ustedes, la policía civil de Venecia, harán la investigación ahí. Pero van a necesitar la autorización o la ayuda de los norteamericanos para lo que tengan que hacer aquí.
– ¿En Vicenza?
Ambrogiani se echó a reír.
– No me refería a Vicenza. Sólo aquí, en la base. En la ciudad de Vicenza propiamente dicha actuamos nosotros, los carabinieri. Pero dentro de la base compete a ellos colaborar con ustedes.
– Oyéndole da la impresión de que tiene usted dudas al respecto, maggiore -dijo Brunetti.
– Duda, ninguna. En absoluto.
– Entonces habré interpretado mal el tono. -Pero estaba seguro de que no era así-. Me gustaría ir a hablar con las personas que le conocían, que trabajaban con él.
– La mayoría son norteamericanos -dijo Ambrogiano, aludiendo implícitamente a posibles dificultades con el idioma.
– Hablo bien el inglés.
– Entonces no tendrá dificultad para hablar con ellos.
– ¿Cuándo podría ir?
– Esta mañana, esta tarde, cuando usted guste, comisario.
Brunetti sacó una guía de ferrocarriles del cajón de abajo y buscó la línea Venecia-Milán. Una hora más tarde salía un tren.
– Puedo tomar el tren de las nueve y veinticinco.
– Está bien. Enviaré un coche a buscarle a la estación.
– Gracias, maggiore.
– Un placer, comisario. Un placer. Espero tener el gusto de saludarle personalmente.
Después de colgar el teléfono, lo primero que hizo Brunetti fue ir al armario situado en la pared del fondo. Lo abrió y se puso a revolver en los objetos amontonados en el suelo: un par de botas, tres bombillas en sus cajas correspondientes, una conexión eléctrica, revistas atrasadas y una cartera de piel marrón. Sacó la cartera y le limpió el polvo con la mano. La llevó a la mesa e introdujo en ella los periódicos y varias carpetas que aún tenía que leer. Luego extrajo del cajón central un sobado libro de Herodoto y lo puso también en la cartera.
El trayecto por la línea de Milán le era conocido: discurría entre una cuadrícula de campos de maíz, lastimosamente renegridos y quemados por la sequía. Brunetti se había sentado a la izquierda del tren, huyendo de los oblicuos rayos del sol de septiembre que aún se dejaba sentir con fuerza, a pesar de que ya quedaba atrás el rigor del verano. En Padua, la segunda parada, se apearon docenas de estudiantes universitarios, portando los nuevos libros como si fueran talismanes que hubieran de llevarles a un futuro mejor y más seguro. Brunetti recordaba aquella sensación de optimismo que se renovaba año tras año cuando iba a la universidad, como si los cuadernos en blanco encerraran la promesa de un año mejor, de un destino más brillante.
En Vicenza, el comisario se apeó y buscó con la mirada un uniforme en el andén. Al no verlo, bajó la escalera, cruzó las vías por el paso subterráneo y subió a la estación. Vio el coche azul oscuro con el distintivo de los carabinieri estacionado en diagonal, con innecesaria arrogancia, delante de la estación, y al conductor que repartía su atención por partes iguales entre un cigarrillo y las páginas rosas del Gazzettino dello Sport.
Brunetti golpeó la ventanilla trasera. El conductor volvió la cabeza lánguidamente, aplastó el cigarrillo y extendió el brazo para quitar el seguro de la puerta. Mientras subía al coche, Brunetti pensaba en lo distintas que eran las cosas aquí, en el Norte. En el Sur de Italia, un carabiniere que oyera un ruido extraño en la parte trasera de su vehículo, al momento estaría en el suelo del coche o tendido en la calle, a su lado, con la pistola en la mano y quizá disparando contra la fuente del ruido. Pero aquí, en la plácida Vicenza, abría el coche sin preguntar, para que subiera el desconocido.
– ¿El inspector Bonnini? -preguntó el conductor.
– Comisario Brunetti.
– ¿De Venecia?
– Sí.
– Buenos días. Lo llevaré a la base.
– ¿Está lejos?
– Cinco minutos. -Con estas palabras, el conductor dejó en el asiento de su lado el periódico que exhibía el último triunfo de Schilacci, para solaz de los hinchas del fútbol, y puso en marcha el coche. Sin molestarse en mirar ni a derecha ni a izquierda, salió de la zona de aparcamiento y se metió en la corriente del tráfico. Rodeando la ciudad, se dirigió hacia el este, de donde había venido Brunetti.
Hacía por lo menos diez años que Brunetti no iba a Vicenza, pero la recordaba como una de las ciudades más bellas de Italia, con un casco antiguo de calles estrechas y tortuosas en las que los palazzi renacentistas y barrocos se sucedían sin respeto por la simetría, cronología ni orden alguno. Pero ahora el coche pasaba junto a un inmenso estadio de fútbol de hormigón, por encima de un alto puente del ferrocarril y entraba en uno de los nuevos viales que proliferaban por toda Italia, en reconocimiento del definitivo triunfo del automóvil.
Sin poner el intermitente, el conductor giró bruscamente hacia la izquierda por una estrecha carretera bordeada, en el lado derecho, por una pared de cemento con una alambrada en lo alto. Al otro lado, Brunetti vio una inmensa antena de comunicaciones en forma de plato. El coche entró en una amplia curva hacia la derecha y entonces el comisario vio ante ellos una verja abierta y, a un lado, a varios guardias armados. Había dos carabinieri que balanceaban sendas metralletas al costado y un soldado norteamericano con uniforme de combate. El conductor aminoró la marcha, saludó con un ademán indolente a las metralletas, que correspondieron al saludo con una oscilación y siguieron al coche en su entrada a la base con la mirada de sus cañones. Brunetti observó que el norteamericano los seguía con los ojos pero no hacía nada por pararlos. Un viraje hacia la derecha, luego otro, y el coche se detuvo delante de un edificio prefabricado de una sola planta.
– Aquí está nuestro cuartel general -señaló el conductor-. Es el despacho del maggior Ambrogiani. La puerta de la derecha.
Brunetti le dio las gracias y entró en el edificio. El suelo parecía de cemento y las paredes estaban cubiertas de tableros con anuncios redactados en inglés e italiano. A su izquierda vio un indicador que rezaba «Policía Militar». Más allá, una puerta y, al lado, una tarjeta en la que se leía «Ambrogiani», así, a secas, sin indicación de grado. Llamó con los nudillos, esperó oír el grito de «Avanti» y entró. Una mesa, dos ventanas, una planta desesperadamente sedienta, un calendario y, detrás de la mesa, un toro de hombre que parecía a punto de reventar el cuello de la camisa. Sus anchos hombros tensaban la tela de la guerrera; hasta las muñecas parecían prisioneras de las mangas. Brunetti vio en sus hombros la torre achaparrada y la estrella de comandante. Al entrar Brunetti, el hombre se levantó, miró el reloj incrustado en su muñeca y dijo: