Al acercarse Brunetti y Paola a la mesa, los dos hombres, que vestían traje oscuro de calidad idéntica aunque de distinto color, se levantaron. El padre de Paola besó a su hija en la mejilla y dio la mano a Brunetti, mientras el doctor Pastore se inclinaba a besar la mano de Paola y luego daba a Brunetti un abrazo y un beso en cada mejilla. A Brunetti, que nunca se sentía plenamente cómodo en presencia de este hombre, no dejaban de violentarle estas efusiones.
Una de las cosas que le echaban a perder esta cena anual, rito asumido en virtud de su matrimonio con Paola, era que al llegar se encontraban con que el doctor Pastore ya había elegido el menú. Naturalmente, el doctor se mostraba solícito, repetía que confiaba en que no les importaría que se hubiera tomado la libertad de encargar la cena, que ahora era temporada de esto o lo otro, que las trufas estaban en su mejor momento o que ya había setas tempranas. Y siempre tenía razón y la cena era deliciosa, pero a Brunetti le irritaba no poder pedir lo que le apetecía, aunque no fuera tan bueno como lo que le servían. Y, año tras año, se recriminaba su estupidez y su cabezonería, pero no podía reprimir aquella punzada de desagrado cuando, al llegar, descubría que la cena ya estaba pedida. ¿Cuestión de amor propio masculino? Seguramente, nada más que eso. Las consideraciones de índole gastronómica no tenían absolutamente nada que ver.
Se intercambiaron los cumplidos de rigor y se distribuyeron los sitios. Brunetti acabó sentado de espaldas a la ventana, con el doctor Pastore a su izquierda y el padre de Paola enfrente.
– Me alegro mucho de volver a verte, Guido -dijo el doctor Pastore-. Orazio y yo estábamos hablando de ti.
– Espero que mal -rió Paola, pero inmediatamente se volvió hacia su madre, que palpaba la tela de su vestido, señal de que era nuevo, y hacia la signora Pastore, que había retenido la mano de Paola.
El doctor fijó en Brunetti una mirada cortés e inquisitiva.
– Estábamos hablando de ese norteamericano. Tú llevas el caso, ¿verdad?
– Así es, en efecto.
– ¿Por qué habían de querer matar a un norteamericano? Era soldado, ¿no? ¿Para robarle? ¿Por venganza? ¿Por celos? -Al doctor, como buen italiano, no se le ocurría ningún otro móvil.
– Quizá -dijo Brunetti, respondiendo a las cinco preguntas con una sola palabra. Luego enmudeció ante la llegada de dos camareros con sendas bandejas de antipasto a base de marisco que fueron presentando a cada comensal. El doctor, más interesado en el crimen que en la cena, esperó pacientemente a que todos se sirvieran y se ponderara la calidad de los alimentos y volvió a la carga.
– ¿Tienes alguna idea?
– Ninguna en concreto -respondió Brunetti comiendo una gamba.
– ¿Droga? -preguntó el padre de Paola, haciendo gala de más mundo que su amigo.
Brunetti repitió «Quizá» y comió varias gambas más, que encontró frescas y sabrosas.
A la palabra «droga», la madre de Paola se volvió hacia ellos y preguntó de qué hablaban.
– Del último asesinato de Guido -dijo su marido, como si su yerno, más que el policía encargado de aclarar el caso, fuera el asesino-. Estoy convencido de que resultará un crimen callejero. ¿Cómo los llaman en América? ¿Mugging? -Sorprendentemente, su tono se parecía al de Patta.
Como la signora Pastore no sabía nada del asesinato, su marido tuvo que ponerla al corriente. De vez en cuando, se volvía hacia Brunetti para pedirle pormenores o confirmación de algún detalle. Al comisario no le incomodaba esta conversación, porque, gracias a ella, la cena parecía transcurrir más aprisa de lo habitual. Así pues, mientras hablaban de crimen y horror, consumieron risotto, parrillada de pescado con guarnición de cuatro verduras, ensalada, tiramisú y café.
Mientras los hombres saboreaban su copita de grappa, el doctor Pastore, como todos los años, preguntó a las señoras si les apetecía acompañarle a la sala de juego. Las señoras respondieron que sí, y él, con una jovialidad renovada año tras año, sacó del bolsillo interior de la chaqueta tres bolsitas de gamuza y se las puso delante.
Como todos los años, Paola protestó:
– Zio Ernesto, no tenías que hacerlo -mientras, como de costumbre, se apresuraba a abrir la bolsita, que contenía fichas del casino. Brunetti observó que el surtido era el mismo de siempre, el equivalente a doscientas mil liras para cada una, cantidad suficiente para que se entretuvieran durante la hora o dos que el doctor Pastore solía pasar jugando al blackjack y, generalmente, ganando mucho más de lo que había dado a las señoras para su esparcimiento.
Los tres hombres se levantaron, retiraron las sillas a las mujeres y los seis bajaron a las salas de juego, situadas en el piso inferior.
Como en el ascensor no cabían todos, se hizo entrar a las señoras mientras los caballeros bajaban al salón por la escalera principal. Brunetti se encontró con que a su derecha tenía al conde Orazio, y buscó algo que decir a su suegro.
– ¿Sabía que Richard Wagner murió aquí? -preguntó, sin recordar cómo se había enterado él, ya que Wagner no era santo de su devoción.
– Sí -respondió el conde-. Y bastante tardó.
Afortunadamente, ya estaban en la sala principal, y el conde Orazio se acercó a su esposa, que se había sentado a jugar a la ruleta, despidiéndose de Brunetti con una sonrisa cordial y la sombra de una reverencia.
El primer casino que había visitado Brunetti no era el de su Venecia natal, frecuentado únicamente por jugadores profesionales o cumpulsivos, sino uno de Las Vegas, donde había parado muchos años atrás, mientras recorría Estados Unidos en coche. Como aquélla había sido su primera experiencia de los juegos de azar, él asociaba siempre esta actividad a un derroche de luz, música estridente y los gritos de los que ganaban o perdían. Recordaba un escenario con números de variedades, globos de colores que rebotaban en el techo y un público en camiseta y pantalón vaquero o shorts.
Por ello, aunque venía al casino todos los años, nunca dejaba de sorprenderle este ambiente, mezcla de museo y de iglesia. Eran muy pocos los que sonreían, todos hablaban en susurros y nadie parecía divertirse. En medio de tanta solemnidad, él echaba de menos las espontáneas exclamaciones con que se recibía la buena o la mala fortuna y los gritos de júbilo que saludaban el golpe de suerte.
Esto era totalmente distinto. Hombres y mujeres elegantemente vestidos, sentados a la mesa de la ruleta en respetuoso silencio, depositaban las fichas en el tapete con gesto impasible. Silencio, quietud, el crupier hace girar la rueda con vivo impulso, lanza la bola y todos los ojos contemplan fijamente el torbellino de metal y color, que gira más y más despacio y se para. El rastrillo del crupier barre del tapete las muchas fichas de las apuestas perdedoras y acerca las pocas de los premios a los afortunados. Y vuelta a empezar: el revuelo de las apuestas, el giro de la rueda y las miradas fijas, clavadas en la bolita. El comisario se preguntó por qué tantos de aquellos hombres llevaban anillo en el dedo meñique.
Brunetti, observando el entorno con curiosidad, pasó a otra sala, vagamente consciente de que su grupo se había disgregado. En la sala interior, se acercó a las mesas de blackjack y vio al doctor Pastore sentado a una de ellas, con un mediano montón de fichas colocado ante sí con pulcritud quirúrgica. Mientras Brunetti observaba, el doctor pidió carta, sacó un seis y se plantó. Cuando los demás jugadores hubieron pedido, él descubrió su juego: acompañaban al seis un siete y un ocho. El montón de fichas aumentó. Brunetti se alejó.