– ¿Cuánto tiempo hacía que el sargento Foster trabajaba para usted? -preguntó.
Wolf echó el cuerpo hacia atrás, miró el retrato, como si su mujer fuera a darle la respuesta y dijo:
– Cuatro años. Desde que llegó.
– Ya. ¿Y cuánto tiempo lleva aquí el sargento Dostie?
– Unos cuatro años.
– ¿Qué clase de persona era el sargento Foster? -preguntó Brunetti, llevando nuevamente la conversación hacia el muerto.
Esta vez, antes de contestar, el sargento Wolf interrogó a sus hijos.
– Un militar excelente. Por su hoja de servicios puede verlo. Se mantenía apartado de los demás, pero quizá era porque estaba estudiando y se tomaba muy en serio sus estudios. -Wolf hizo una pausa, como si buscara algo más profundo que decir-: Era una persona muy correcta.
– ¿Le era a usted simpático? -preguntó Brunetti a bocajarro.
La sorpresa de Wolf fue evidente.
– Bien, creo que sí. En fin, no éramos amigos íntimos, pero lo consideraba un buen sujeto.
– ¿Cuáles eran exactamente sus funciones? -preguntó Brunetti sacando la libreta del bolsillo.
– Verá… -empezó el sargento Wolf, enlazando los dedos en la nuca y arrellenándose en el sillón-…tenía que supervisar las viviendas, comprobar que los dueños cumplían las normas, ya sabe, suficiente agua caliente, suficiente calefacción en invierno, etcétera. Y vigilar que los inquilinos no causaran daños a las fincas que nosotros tenemos arrendadas. Si un propietario nos llama para denunciar que el inquilino está creando un peligro sanitario, nosotros tenemos que ir a investigarlo.
– ¿Qué clase de peligro sanitario? -preguntó Brunetti, sinceramente intrigado.
– Pues, los hay de muchas clases. No sacar la basura o dejarla muy cerca de la casa. No recoger los excrementos de los animales. Hay mucho de esto. Tenemos autorización, no, mejor dicho, tenemos derecho a entrar en sus casas.
– ¿Aunque ellos se opongan?
– Sobre todo si se oponen -dijo Wolf con una risita-. Es señal de que encontraremos un buen zafarrancho.
– ¿Y qué hacen entonces?
– Revisamos la casa, para comprobar si hay peligro para la salud.
– ¿Ocurre esto con frecuencia?
Wolf fue a contestar y se detuvo, y Brunetti comprendió que estaba sopesando lo que podía contar a un italiano y cómo reaccionaría su visitante a estos desaguisados de los norteamericanos.
– De vez en cuando -dijo lacónicamente.
– ¿Y qué hacen entonces?
– Informamos a sus superiores y se les da un plazo para que lo limpien.
– ¿Y si no lo limpian?
– Se les aplica el Artículo Quince.
Brunetti dibujó otra sonrisa plácida.
– ¿El Artículo Quince?
– Es una especie de amonestación oficial. Se hace constar en el expediente y puede causar disgustos.
– ¿Por ejemplo?
– Multas, degradación y hasta la expulsión del ejército.
– ¿Por no limpiar la casa? -preguntó Brunetti, sin poder disimular la sorpresa.
– Mr. Brunetti, si viera algunas de esas casas, desearía usted expulsarlos del país. -Se interrumpió un momento y volvió al tema principal-. Foster también tenía que inspeccionar las cocinas de nuestras embajadas, especialmente si alguien enfermaba o, peor aún, si enfermaban varias personas. Hace un año, tuvimos un brote de hepatitis en Belgrado, y él tuvo que ir a revisar las instalaciones.
– ¿Algo más?
– No, nada importante.
Brunetti sonrió.
– En este momento no puedo estar seguro de lo que es importante y lo que no lo es, y me gustaría tener una idea clara de cuáles eran las obligaciones del sargento Foster.
El sargento Wolf le devolvió la sonrisa.
– Naturalmente. Comprendo. También debía procurar que los niños de los colegios recibieran las vacunas correspondientes. Sarampión, varicela… en fin, ya sabe. Y disponer la recogida de las radiografías y otros desechos que no deben mezclarse con los desperdicios domésticos. También se encargaba de recoger y divulgar información sobre sanidad e higiene. -Levantó la mirada y concluyó-: Y eso es todo, me parece.
– ¿Radiografías, ha dicho? -preguntó Brunetti.
– Sí; de la clínica dental y algunas de este hospital. Hay que recogerlas aparte. No podemos tirarlas a la basura.
– ¿Quién las recoge?
– Tenemos un contrato con un transportista italiano que pasa una vez al mes y se las lleva. Mike tenía que asegurarse de que se llevaban los contenedores. -Wolf sonrió-. Me parece que no hay más que decir.
Brunetti sonrió a su vez y se levantó.
– Muchas gracias, sargento Wolf. Me ha sido de gran ayuda.
– Espero que le sirva de algo mi información. Todos apreciábamos a Mike y deseamos que detenga usted al que lo mató.
– Sí. Por supuesto -dijo Brunetti tendiendo la mano-. No quiero estorbarle más, sargento.
El norteamericano se levantó para estrechar la mano de Brunetti con un apretón enérgico y confiado.
– Me alegro de haber podido ayudarle, comisario. Si tiene más preguntas, estoy a su disposición.
– Muchas gracias, sargento. Quizá las tenga.
Una vez en el pasillo, Brunetti volvió a la oficina de Higiene y llamó a la puerta con los nudillos. Esperó unos segundos y, al no oír nada, empujó la puerta. La Mezquita Azul y el Coliseo seguían en el tablero. Las Pirámides, tal como suponía, habían desaparecido.
CAPÍTULO XI
Cuando volvió al vestíbulo, Brunetti preguntó a la primera persona que pasó por su lado, una joven negra con uniforme de enfermera, dónde podía encontrar a la doctora Peters. La mujer le dijo que ella iba al Pabellón B, donde trabajaba la doctora, y le acompañaría.
El comisario, caminando ahora en sentido opuesto, cruzó otras puertas dobles. El personal que transitaba por este pasillo llevaba bata blanca o verde, de quirófano, y no el uniforme militar verde oscuro. Pasó frente a un rótulo que indicaba una sala de recuperación. Más allá, a su derecha, oyó el llanto de los recién nacidos. Miró a la enfermera, que explicó sonriendo y moviendo la cabeza de arriba abajo:
– Tres, nacidos esta semana.
A Brunetti le pareció un contrasentido que nacieran niños en una instalación militar, en medio de cañones, uniformes y actividades relacionadas con fines bélicos. Pero recordó que allí había visto una biblioteca, una capilla, una piscina y una heladería, de modo que no debía sorprenderle que hubiera también una maternidad. En realidad, muy poco de lo que había encontrado allí parecía tener que ver con la guerra, o la muerte, ni siquiera con el ejército. Se preguntó si los ciudadanos norteamericanos sabrían lo que se hacía con su dinero. ¿Eran, conscientes de la prodigalidad con que se gastaba? Como buen italiano, Brunetti daba por descontado que su propio Gobierno sólo se preocupaba de tirar el dinero, generalmente, en dirección a los amigos de los gobernantes, pero no se le había ocurrido que el de Estados Unidos pudiera hacer otro tanto con igual diligencia.
– Éste es el despacho de la doctora Peters. Me parece que ahora está visitando, pero no tardará. -La muchacha le sonrió y se alejó dejándole allí, sin molestarse en preguntarle quién era ni qué quería.
El despacho se parecía a todos los despachos médicos que Brunetti había visto. Una pared estaba cubierta de gruesos libros de título no menos grueso. En un rincón había una báscula provista de vara para medir la estatura. Brunetti subió a la báscula y deslizó el cursor por la barra hasta que se estabilizó en 193. Hizo la reducción dividiendo mentalmente la cantidad por 2,2 y el resultado le hizo suspirar. Luego se midió, 5 pies y 10 pulgadas, pero siempre había sido incapaz de hacer esta conversión sin papel y lápiz. Además, no le disgustaba tanto la estatura como el peso.
Carteles en la pared: las consabidas fotos del Carnevale de Fulvio Roiter; una reproducción de los mosaicos de San Vitale de Ravena y una foto ampliada de unas montañas con perfil de aguda sierra que podían ser los Dolomitas. La pared de la derecha, como en tantos despachos de médico, estaba cubierta de diplomas, como si los médicos tuvieran miedo de que no se les tomara en serio si no empapelaban el despacho con las pruebas tangibles de su capacitación. «Emory University». Esto no le decía nada. «Phi Beta Kappa». Esto, tampoco. «Summa Cum Laude». Vaya, esto sí estaba claro.