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Hacía dos años, Fosco salía de su despacho una tarde a las cinco para ir a tomar una copa con unos amigos cuando, desde un coche aparcado enfrente, alguien disparó con una metralleta apuntándole cuidadosamente a las rodillas y destrozándoselas. Ahora Fosco había convertido su casa en despacho, y, con una rodilla rígida y treinta grados de juego en la otra, tenía que andar con muletas. No se había arrestado a nadie por el atentado.

– Fosco -contestó el periodista, como de costumbre.

– Ciao, Riccardo. Soy Guido Brunetti.

– Ciao, Guido. Cuánto tiempo sin saber de ti. ¿Aún investigas adonde fue a parar el dinero que tenía que salvar Venecia?

Ésta era una vieja broma entre ellos: la facilidad con que los millones de dólares -nadie llegó a saber exactamente cuántos- recaudados por la UNESCO para «salvar» Venecia habían desaparecido en los despachos y los hondos bolsillos de los «proyectistas» que se habían apresurado a presentar planes y programas de restauración tras la devastadora inundación de 1966. Había una fundación con una nutrida plantilla de personal, un gran archivo de planos y hasta un calendario de galas y bailes para recaudar fondos, pero no había dinero, y las mareas seguían ensañándose con la ciudad. La cuestión, que tenía ramificaciones que apuntaban a la ONU, la Unión Europea, instituciones financieras y Gobiernos varios, había resultado excesivamente complicada incluso para Fosco, que nunca había escrito sobre ella, por miedo a que sus lectores dijeran que se había pasado a la novela. Brunetti, por su parte, tenía la hipótesis de que, dado que la mayoría de los involucrados en los proyectos eran venecianos, en el fondo, el dinero había servido realmente para salvar la ciudad, aunque de modo distinto al previsto en un principio.

– No, Riccardo; se trata de un paisano tuyo, un milanés, un tal Viscardi. Ni siquiera sé su nombre de pila. Se dedica al armamento y acaba de gastarse una fortuna en la restauración de un palazzo de por aquí.

– Augusto -repuso Fosco al instante, y repitió el nombre, haciendo resaltar su disonancia-: Augusto Viscardi.

– No has tenido que pensar mucho -comentó Brunetti.

– Ah, no. El nombre del signor Viscardi se oye aquí muy a menudo.

– ¿Y qué se dice de él?

– Las fábricas de municiones están en Monza. Posee cuatro. Al parecer, tenía grandes contratos con Irak y otros países del Oriente Próximo. Es más, dicen que incluso durante la guerra siguió haciendo suministros, a través del Yemen, según creo. -Fosco se interrumpió un momento y agregó-: Pero también hay quien dice que durante la guerra tuvo problemas.

– ¿Qué clase de problemas? -preguntó Brunetti.

– Nada grave, por lo menos eso me han dicho. Ninguna de esas fábricas, y no me refiero sólo a las suyas, tuvo que cerrar. Se asegura que todo el sector siguió trabajando a pleno rendimiento. Siempre habrá compradores para sus productos.

– Pero, ¿no sabes qué clase de problemas tuvo?

– No estoy seguro. Necesitaría hacer unas cuantas llamadas. Corrían rumores de que sufrió un fuerte revés. El fabricante, antes de hacer la entrega, suele asegurarse de que la mercancía está pagada, de que la transferencia ya ha llegado a algún lugar seguro, como Panamá o Licchtenstein; pero Viscardi llevaba mucho tiempo haciendo negocios con Irak, creo que incluso fue allí varias veces y se entrevistó con el gran jefe, y no tomó precauciones, porque estaba convencido de haber adquirido el derecho a que le dieran trato preferente.

– ¿Y no se lo dieron?

– No se lo dieron. Gran parte de la mercancía fue volada durante el viaje. Y unos piratas se apoderaron de toda la carga de un barco en el Golfo. Deja que haga unas cuantas llamadas, Guido. Te diré algo antes de una hora.

– ¿Algún asunto personal?

– Nada que yo sepa, pero ya preguntaré.

– Gracias, Riccardo.

– ¿Puedes decirme de qué se trata?

Brunetti no vio inconveniente.

– Anoche entraron en su casa unos ladrones y él los sorprendió. No ha podido identificar a los tres hombres, pero enseguida supo qué cuadros se habían llevado.

– Muy propio de Viscardi -dijo Fosco.

– ¿Tan estúpido es?

– No; de estúpido no tiene nada. Pero es arrogante y audaz. Son las cualidades que le han ayudado a hacer fortuna. -La entonación de Fosco cambió-. Perdona, Guido, me llaman por otra línea. Luego te llamo.

– Gracias, Riccardo -aceptó el comisario, pero antes de que pudiera agregar: «Te lo agradezco mucho» se cortó la comunicación.

Brunetti sabía que el secreto del éxito policial no radica en las deducciones brillantes ni en la manipulación psicológica de los sospechosos, sino en el simple principio de que el ser humano tiende a suponer que su nivel de inteligencia es el normal y en esta premisa basa sus actos. Por eso es fácil pescar a los tontos: su noción de lo que es hábil e ingenioso es tan lastimosa que los delata. Lo malo es que también hay criminales más inteligentes de lo normal y, por consiguiente, más difíciles de atrapar.

Durante la hora siguiente, Brunetti llamó a Rossi a la oficina general para preguntarle el nombre del agente de seguros que había solicitado visitar el escenario del robo. Cuando, por fin, consiguió localizarlo, el hombre aseguró a Brunetti que los cuadros eran auténticos y que, efectivamente, habían sido robados. Encima de la mesa tenía copia de los certificados de autenticidad. ¿El valor actual de los tres cuadros? Bien, estaban asegurados por un total de cinco mil millones de liras, pero su valor real podía haber aumentado durante el año último, en que había subido la cotización de los impresionistas. No; no había habido antes otro robo. También se habían llevado joyas, pero su valor era insignificante, comparado con el de los cuadros: unos cientos de millones de liras. Brunetti pensó en lo placentero que debía de ser un mundo en el que unos cientos de millones de liras se consideraban una nimiedad.

Cuando el comisario acabó de hablar con el agente, Rossi ya había vuelto del hospital y le informaba de que el signor Viscardi se había sorprendido sensiblemente al ver la foto de Ruffolo. Pero enseguida se había dominado y declarado que aquel hombre no se parecía en nada a los dos que había visto, porque, ahora que había tenido tiempo para reflexionar, estaba seguro de que eran sólo dos.

– ¿Usted qué opina? -preguntó Brunetti.

– Que miente. Miente, por lo menos en lo de que no conoce a Ruffolo, y quizá también en otras cosas. No se hubiera llevado una sorpresa mayor si llego a enseñarle una foto de su propia madre.

– A propósito de madres, tendré que ir a hablar con la de Ruffolo -comentó Brunetti.

– ¿Pido un chaleco antibalas al almacén? -preguntó Rossi riendo.

– No hace falta, Rossi. La viuda Ruffolo y yo somos amigos. Después de que en el juicio yo declarara en descargo de su hijo, ella decidió perdonar y olvidar. Ahora, cuando me ve por la calle, hasta sonríe. -No dijo que había ido a visitarla varias veces durante los dos últimos años. Al parecer, era el único de la ciudad.

– Qué suerte. ¿Y también le habla?

– Sí.

– ¿En siciliano?

– No creo que ella sepa otra lengua.

– ¿Y usted la entiende?

– Entiendo aproximadamente la mitad de lo que dice -contestó Brunetti, y agregó, en honor a la verdad-: si habla muy despacio.

Aunque no podía decirse que la signora Ruffolo se hubiera integrado en la vida de Venecia, había entrado en los anales de la policía de la ciudad: la mujer capaz de agredir a un comisario para proteger a su hijo.