Выбрать главу

– Siéntate, siéntate -indicó Brunetti acercando otra silla para sí. Era evidente que la madre del muchacho lo había educado bien, porque no tomó asiento hasta que los dos hombres se hubieron sentado, y entonces se quedó muy erguido en la silla, con las manos en los costados del asiento.

Empezó a hablar en el áspero dialecto de las islas exteriores, que ningún italiano no nacido en Venecia entendería. Brunetti se preguntaba si sabría siquiera el italiano. Pero pronto olvidó su curiosidad lingüística, porque el muchacho decía:

– Ruffolo ha vuelto a llamar a mi amigo, y mi amigo me ha llamado a mí, y como yo había dicho aquí al sargento que si volvía a saber de mi amigo se lo diría, he venido a decírselo.

– ¿Qué dice tu amigo?

– Ruffolo quiere hablar. Está asustado. -Se interrumpió y miró a los dos hombres entornando los ojos, para ver si se habían dado cuenta del desliz, pero como ellos no parecían haberlo advertido, prosiguió-. Quiero decir que mi amigo dice que Ruffolo parecía asustado, pero lo único que este amigo mío me ha dicho es que Peppino quiere hablar con alguien, pero que un sargento no le parece bastante. Quiere hablar con alguien de más arriba.

– ¿Te ha dicho tu amigo por qué quiere hablar Ruffolo?

– No, señor. Pero me parece que es porque su madre se lo ha pedido.

– ¿Tú conoces a Ruffolo?

El chico se encogió de hombros.

– ¿Qué puede haberle asustado?

Esta vez el gesto de los hombros probablemente quería decir que el chico no lo sabía.

– Ruffolo se cree muy listo. Siempre está pavoneándose de la gente que conoció cuando estaba a la sombra y de lo importantes que son sus amigos. Cuando me llamó -prosiguió el chico, olvidándose ya del amigo imaginario- me dijo que quería entregarse, pero que tenía cosas que ofrecer que les interesarían. Que podrían hacer un buen trato.

– ¿No sabes qué cosas son? -preguntó Brunetti.

– No; pero dice que son tres, y que usted ya lo entenderá.

Brunetti lo entendió. Guardi, Monet y Gauguin.

– ¿Y dónde quiere encontrarse con esa persona?

Como si se diera cuenta de pronto de que el amigo imaginario ya no estaba allí para servir de amortiguador entre él y la autoridad, el muchacho miró en derredor; pero el amigo había desaparecido sin dejar rastro.

– ¿Saben la pasarela que hay delante del Arsenale? -preguntó.

Brunetti y Vianello asintieron. Se refería a una franja de cemento, de medio kilómetro, que iba desde los astilleros, situados dentro del Arsenale, hasta la parada del vaporetto de Celestia, a unos dos metros por encima de las aguas de la laguna.

– Ha dicho que estaría allí, en la playa que hay junto al puente, en el lado del Arsenale. Mañana, a medianoche. -Brunetti y Vianello intercambiaron una mirada por encima del cabizbajo muchacho, y Vianello silabeó silenciosamente: «Hollywood.»

– ¿Y con quién quiere hablar allí?

– Con alguien importante. Dice que por eso el sábado no se presentó. No quiere hablar con un simple sargento. -Vianello no pareció molestarse por la alusión.

Brunetti se permitió fantasear un momento, e imaginó a Patta, con su boquilla de ónice, su bastón de paseo y, para defenderse de la niebla nocturna, su gabardina Burberry's con el cuello subido, esperando en la pasarela del Arsenale, mientras las campanas de San Marco daban las doce con su voz profunda. Y, puesto a fantasear, Brunetti imaginó que el que acudía a la cita no era Ruffolo, que hablaba italiano, sino este mocetón de Burano. La imagen se borró mientras los vientos de la laguna se llevaban una cacofonía confusa, en la que se mezclaban el cerrado dialecto del muchacho y el acento siciliano de Patta que le hacía comerse la mitad de las palabras.

– ¿Será bastante importante un comisario? -preguntó Brunetti.

El muchacho levantó la cabeza, sin saber cómo interpretar estas palabras.

– Sí, señor -dijo, decidiendo tomar en serio la propuesta.

– ¿Mañana a medianoche?

– Sí, señor.

– ¿Ha dicho Ruffolo…, ha dicho Ruffolo a tu amigo si llevaría consigo esas cosas?

– No, señor; no ha dicho nada de eso. Sólo que estaría a medianoche en la pasarela, cerca del puente. Al lado de la playa pequeña. -En realidad, según recordaba Brunetti, no era una playa, sino un lugar en el que las mareas habían acumulado junto a uno de los muros del Arsenale arena y grava en cantidad suficiente como para que las botellas de plástico y los zapatos viejos pudieran varar y quedar cubiertos por algas viscosas.

– Si tu amigo vuelve a hablar con Ruffolo, que le diga que allí estaré.

El muchacho, satisfecho de haber cumplido la misión que traía, se levantó, saludó a los dos hombres con envarados movimientos de cabeza y se fue.

– Probablemente va en busca de un teléfono para decir a Ruffolo que hay trato -se burló Vianello.

– Ojalá. No me apetece pasarme una hora en el puente para que luego no se presente.

– ¿Quiere que vaya con usted, comisario? -propuso Vianello.

– Ya me gustaría -dijo Brunetti, consciente de que no tenía fibra de héroe, pero agregó, con sentido práctico-: Aunque me parece que no es buena idea. Tendrá amigos apostados a cada extremo de la pasarela, y no hay un sitio en el que usted pudiera pasar inadvertido. Además, Ruffolo no es un traidor y nunca ha sido violento.

– Podría preguntar por allí si me permiten estar en alguna casa.

– No me parece conveniente. Lo más probable es que él también haya pensado en eso, y tendrá amigos merodeando, ojo avizor. -Brunetti trató de representarse mentalmente los alrededores de la parada de Celestia, pero lo único que recordaba eran bloques de viviendas subvencionadas, una barriada casi sin tiendas ni bares. De no ser por la laguna, nada hubiera indicado que se encontraba en Venecia: todos los apartamentos eran nuevos y adocenados. Lo mismo hubiera podido estar en Mestre o Marghera.

– ¿Y los otros dos? -preguntó Vianello, refiriéndose a los otros dos hombres que habían tomado parte en el robo.

– Supongo que también querrán beneficiarse del trato de Ruffolo. Si no, será señal de que el chico es ahora mucho más listo que hace dos años y ha conseguido hacerse con los cuadros.

– Quizá los otros dos tengan las joyas -apuntó Vianello.

– Es posible. Pero lo más probable es que Ruffolo hable por los tres.

– No lo entiendo -dijo Vianello-. El robo les salió bien: tienen los cuadros y las joyas. ¿Qué ganan con devolverlo todo?

– Quizá les sea difícil vender los cuadros.

– Vamos, comisario, usted conoce el mercado tanto como yo. Si se busca bien, se encuentra comprador para cualquier mercancía, por peligrosa que sea. Yo podría vender hasta la Pietá, si consiguiera sacarla de San Pedro.

Tenía razón Vianello. Era muy extraño. Ruffolo no era de los que se enmiendan, y para los cuadros siempre existía un mercado, cualquiera que fuera su procedencia. Recordó que habría luna llena, y pensó que su silueta oscura, recortada sobre el muro pálido del Arsenale, ofrecería un buen blanco. Desechó la idea por ridícula.

– En fin, iré a ver qué nos ofrece Ruffolo -dijo para sí, y le pareció que hablaba como un personaje de película británica de acción, de pequeño calibre intelectual.

– Si cambia de opinión, avíseme. Mañana estaré en casa. No tiene más que llamarme.

– Gracias, Vianello. Pero no creo que pase nada. De todos modos, se lo agradezco.

Vianello agitó una mano y volvió a enfrascarse en los papeles que tenía encima de la mesa.

Puesto que tenía que ser héroe de medianoche, aunque faltara todavía todo un día para la cita, Brunetti consideró que ya podía dar por terminada su jornada de trabajo. En casa, Paola le dijo que aquella tarde había hablado con sus padres. Estaban bien y se divertían en lo que su madre se empeñaba en llamar Ischia. El único mensaje de su padre para Brunetti era que había empezado a ocuparse de su asunto y que creía que a finales de semana quedaría resuelto. Aunque Brunetti estaba convencido de que este asunto nunca quedaría resuelto del todo, dio las gracias a Paola por la información y le pidió que, la próxima vez que hablara con sus padres, los saludara de su parte.