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Brunetti salió de su despacho y bajó el tramo de escaleras que conducían a las salas en las que trabajaban los agentes de uniforme. Al entrar vio a Luciani en su puesto, sin huellas de su baño de madrugada. La sola idea de tener que sumergirse en el agua de los canales daba escalofríos a Brunetti, pero no por el frío, sino por la suciedad. A menudo comentaba jocosamente que preferiría no sobrevivir a la experiencia de caer en un canal. Sin embargo, de niño había nadado en las aguas del Gran Canal, y algunos viejos decían que, en su juventud, se utilizaba el agua salada de los canales y de la laguna para cocinar, porque la sal era cara, tenía unos impuestos muy altos y los venecianos eran gente pobre: en aquella época se desconocía el turismo.

Vianello, que estaba hablando por teléfono cuando Brunetti entró en la oficina, llamó a su superior con una seña.

– Sí, tío, ya lo sé -decía-. Pero, ¿y su hijo? No, el que el año pasado tuvo problemas en Mestrino.

Mientras escuchaba la respuesta de su tío, el sargento saludó a Brunetti moviendo la cabeza de arriba abajo y levantó la mano para indicarle que esperase a que acabara de hablar. Brunetti se sentó y escuchó el resto de la conversación.

– ¿Cuándo fue la última vez que trabajó? ¿En Breda? Vamos, tío, tú sabes que es incapaz de conservar un empleo tanto tiempo. -Vianello escuchó en silencio un buen rato y añadió-: No, no, si sabes algo de él, por ejemplo, que de repente tiene mucho dinero, dímelo. Sí, tío, sí, y da un beso de mi parte a la tía Luisa. -Siguió esa serie de bisílabos «ciaos» sin los que los venecianos parecen incapaces de terminar una conversación.

Después de colgar el teléfono, Vianello dijo a Brunetti:

– Era mi tío Carlo. Vive cerca de Fondamenta Nuove, detrás de Santi Giovanni e Paolo. Le he preguntado por la gente del barrio, quién vende droga y quién la consume. Él sólo conoce a un tal Vittorio Argenti. -Brunetti asintió, para indicar que recordaba el nombre-. Le hemos tenido aquí una docena de veces, pero mi tío dice que hará unos seis meses que encontró un empleo en Breda, y ahora caigo en que desde esa época no hemos vuelto a verle. Lo comprobaré en el archivo, pero supongo que, si lo hubiéramos detenido, me acordaría. Mi tío conoce a la familia y dice que todos están convencidos de que Vittorio ha cambiado. -Vianello encendió un cigarrillo y apagó la cerilla de un soplo-. Por lo que dice mi tío, da la impresión de que también él está convencido.

– Aparte de Argenti, ¿nadie más trafica con drogas en el barrio?

– Al parecer, él era el más importante. Nunca se ha traficado mucho en ese barrio. Conozco a Noe, el basurero, y que yo sepa nunca se ha quejado de encontrar jeringuillas en la calle por la mañana. No es como en San Maurizio -agregó, refiriéndose a una zona de la ciudad en la que proliferaba el consumo de droga.

– ¿Qué dice Rossi? ¿Ha encontrado algo?

– Poco más o menos lo mismo, señor. Es un vecindario tranquilo. Algún que otro robo o atraco; respecto a las drogas, poco, y de violencia, nada -y agregó-: Hasta ahora.

– ¿Y la gente de aquellas casas? ¿Han oído o han visto algo?

– No, señor. Hemos hablado con todas las personas que esta mañana estaban en el campo, y ninguna oyó ni vio nada sospechoso. Y los de las casas, tampoco. -Se adelantó a la siguiente pregunta de Brunetti-: Lo mismo dice Puccetti, comisario.

– ¿Dónde está Rossi?

Sin vacilar, Vianello respondió:

– Ha salido a tomar café. Estará aquí dentro de unos minutos, por si quiere usted hablar con él.

– ¿Qué dicen los buzos?

– Han estado buscando más de una hora, pero no han encontrado nada que se pareciera a un arma. La basura de siempre: botellas, tazas, hasta un frigorífico y un destornillador, pero nada que se parezca a un cuchillo.

– ¿Y Bonsuan? ¿Alguien le ha preguntado por la marea?

– No, señor. Todavía no. No sabemos la hora de la muerte.

– A eso de las doce de la noche -informó Brunetti.

Vianello abrió un libro registro que tenía encima de la mesa y recorrió con un grueso dedo una columna de nombres.

– En este momento va camino de la estación. Escolta a dos prisioneros al tren de Milán. ¿Le digo cuando llegue que suba a verle?

Brunetti asintió y en aquel momento les interrumpió el regreso de Rossi. Su informe era parecido al de Vianello: ni los que estaban aquella mañana en el campo ni los de las casas contiguas habían visto ni oído nada extraño.

En cualquier otra ciudad de Italia, que nadie viera ni oyera nada no sería sino señal de desconfianza hacia la policía y mala disposición para colaborar con ella. Aquí, por el contrario, donde, en general, la gente respetaba la ley y la mayoría de los policías eran venecianos, ello significaba, sencillamente, que no habían visto ni oído nada. Si en el barrio se traficara con droga, antes o después se sabría. Alguien tendría un primo, un novio o una suegra que llamaría por teléfono a un amigo que tenía un primo, una novia o una suegra que trabajaba para la policía, y el comisario se enteraría. Mientras, tendría que dar por bueno que en el barrio había poco o ningún tráfico de drogas y que no era un sitio al que la gente iba a consumir o comprar droga, y menos un extranjero. Lo cual parecía descartar el móvil de la droga, por lo menos si el crimen estaba relacionado de algún modo con este vecindario.

– Digan a Bonsuan cuando vuelva que suba a verme, por favor -dijo Brunetti, y volvió a su despacho utilizando la escalera de la parte de atrás del edificio, a fin de evitar pasar cerca del despacho de Patta. Cuanto más pudiera demorar hablar con su superior, mejor.

Una vez en su despacho, se acordó por fin de llamar a Paola. Había olvidado avisarla de que no iría a almorzar, pero hacía años que estas cosas habían dejado de sorprenderla o de preocuparla. A la hora del almuerzo, en lugar de conversar, leía un libro, a no ser que estuvieran los niños. En el fondo, él empezaba a sospechar que su mujer disfrutaba con aquellos almuerzos tranquilos a solas con los autores cuya obra enseñaba en la universidad, porque nunca protestaba si él se retrasaba o no se presentaba.

Ella contestó a la tercera señal. «Pronto

– Ciao, Paola, soy yo.

– Me lo figuraba. ¿Cómo van las cosas? -Ella nunca le preguntaba directamente por su trabajo ni por lo que le impedía ir a almorzar a casa. No era por falta de interés, sino porque prefería esperar a que él se lo explicara. Al fin se enteraba de todos modos.

– Perdona que no haya ido a almorzar, pero he tenido que hacer varias llamadas.

– No importa. He almorzado con William Faulkner. Es un hombre muy interesante. -Con los años, habían llegado a considerar a sus visitantes de la hora del almuerzo auténticos invitados, y bromeaban acerca de los modales en la mesa del doctor Johnson (horripilantes), la conversación de Melville (picante) y lo que bebía Jane Austen (algo asombroso).

– Pero a cenar iré. Sólo tengo que hablar con un par de personas y esperar una llamada de Vicenza. -Como ella no decía nada, él especificó-: De la base militar norteamericana.

– Ah, ¿ésas tenemos? -dijo ella, dando a entender con su pregunta que ya estaba enterada del crimen y de la probable identidad de la víctima. El camarero se lo decía al cartero, que lo comentaba con la señora del segundo, que llamaba a su hermana y así toda la ciudad se enteraba de lo ocurrido mucho antes de que los periódicos publicaran ni una palabra o el telediario diera la noticia.

– Sí -dijo él.

– ¿A qué hora piensas llegar?

– Antes de las siete.

– Está bien. Ahora cuelgo, no sea que llegue esa llamada que esperas. -Él quería a Paola por muchas razones, y una de ellas era que ahora podía estar seguro de que éste era el verdadero motivo por el que ella cortaba la conversación. No había mensajes secretos ni agenda oculta en lo que decía.