Выбрать главу

Nacho ya no sabía qué pensar. No le gustaba ver a aquella anciana con aire extraviado y esa enorme tristeza que parecía que alguien le había introducido con un calzador dentro del alma. Pensaba en su tía Pau, y en el respeto que le inspiraban las señoras mayores. Para él eran las guardianas de la especie, viejos ángeles custodios de la sensatez en un mundo desesperado.

Doña Agustina sólo tenía que reprenderlo por su atrevimiento, decirle que el ordenador era de su propiedad, y punto. Él casi aceptaría que así era. Ni siquiera le pediría que se lo enseñara. Pero doña Agustina no dijo nada. Continuó mirándose las manos, arrugadas y acartonadas como unas viejas zapatillas de ballet. Sus uñas lucían una buena manicura que empezaba a perder sus efectos.

De pronto Nacho se dio cuenta de que la señora estaba llorando. Había inclinado la cabeza y hacía girar su anillo de boda sobre el dedo anular con una obstinación infantil, como si deseara desenroscarse el dedo del resto de la mano y el anillo fuese la clave.

Nacho estaba tan azorado que apenas se atrevía a respirar para evitar ahogarse.

– Yo no quería… -balbuceó-. Lo siento.

Doña Agustina levantó por fin la mirada y sus ojos hirvieron como dos trocitos de invierno ártico.

– Yo no lo maté. No maté a Fabio Arjona. Mírame, Ignacio, ¿quieres? Soy una vieja. No tengo fuerza física ni para acabar con un borracho como él. Y no, tampoco envié a nadie a que hiciera ese trabajo por mí, si es lo que estás pensando. Apenas tengo el vigor necesario para organizar eventos como éste. Maldita sea la hora… -Se secó disimuladamente las lágrimas con un pañuelo que llevaba en la manga, detalle que a Nacho le pareció adorable y anticuado.

Asintió modosamente.

– Pero sí le robó su ordenador…

La señora cabeceó, asintiendo. De repente irguió la cabeza y el ambiente dejó de ser plácido entre los dos. El meteorólogo tuvo la clara percepción de que ahora eran igual que dos niños extraños y desconfiados que se observaran en mitad de un patio sucio de colegio. El momento de empatía se había desvanecido en la nada.

– Cuando descubrí su cadáver, entré corriendo en la casa para llamar a la policía y dar aviso al resto de las personas reunidas aquí, pero lo pensé mejor. No había nadie a la vista, y yo no sabía lo que hacía, me sentía nerviosa, mareada y enardecida por el miedo, de modo que fui hasta su habitación y la registré de arriba abajo antes de llamar a la policía. Tardé un cuarto de hora. No encontré nada, excepto un par de botellas de whisky, unos libros sin importancia, y su ordenador… Lo abrí y estaba encendido, en reposo. No necesitaba introducir ninguna contraseña para acceder a él, así que… lo metí dentro de su funda, me lo eché al hombro y salí de allí. Fui a mi dormitorio y llamé a la policía. Cuando registraron la casa debieron de pensar que era mío, porque ni siquiera me preguntaron por él cuando lo descubrieron en mi habitación. Abierto, tal y como tú lo viste el día que llegaste aquí, con ese salvapantallas repitiéndose sin cesar.

– ¿Qué estaba buscando usted?

– No lo sabía con exactitud.

Nacho la escrutó con gesto de incredulidad.

– ¿No lo sabía? Y entonces…, ¿por qué tuvo la ocurrencia de hurgar en sus cosas, en las pertenencias de un hombre recién asesinado?

Doña Agustina volvió a inclinar la cabeza y fijó la mirada en el gato, que dormitaba a sus pies.

– Fabio llevaba casi dos décadas chantajeándome.

Nacho enarcó una ceja.

– Si me permite la pregunta… ¿Con qué objeto? Quiero decir…, ¿cuál era el motivo, o la excusa, para hacerle chantaje?

– El pasado de mi difunto marido, que en gloria esté. Ése era su chantaje. Durante lustros me amenazó con hacer públicos documentos que probaban, según él, la amistad de mi marido con el conde Ciano, el yerno de Mussolini, que terminó siendo ejecutado por orden de su suegro, como sabrás. Y la connivencia de Alberto, de mi marido, con el fascismo italiano cuando Hitler intentaba convencer a Franco de que se uniese a su guerra, de que entrara en la Segunda Guerra Mundial luchando a su lado. Fabio me había dicho que tenía testimonios que demostraban que mi marido había participado en la conferencia que tuvo lugar en Bordighera, el 12 de febrero de 1941, entre Mussolini y Franco, que estaban acompañados por sus respectivos ministros de Exteriores, Ciano y Serrano Súñer. Fabio me dijo que mi marido estaba entre el séquito que los acompañaba.

– Vaya…

Doña Agustina asintió con aire rendido.

– En ese encuentro, Mussolini hizo de intermediario de Hitler, que no lograba arrancarle un sí a Franco, e incluso pensaba que el general español le estaba tomando el pelo, siempre dándole largas. Mussolini negoció la entrada de España en la guerra mundial, pero con cierta desidia. Mussolini no era Hitler, y en cualquier caso, no convenció a Franco, que no había tenido jamás ninguna intención de unirse a la guerra. -Doña Agustina suspiró con la emoción de una penitente-. Es cierto que Alberto fue amigo del conde Ciano, que era casi de su misma edad, un tipo exuberante, un niño mimado, contradictorio y apasionado, como dijo de él Serrano Súñer. En vida, Alberto me enseñó las fotos y las cartas que probaban esa amistad íntima y fraterna. -Miró a Nacho con gesto desafiante-. Esas pruebas ya no existen. A la muerte de Alberto las quemé todas, una por una, en la chimenea de esta misma casa, ayudada por mi secretario, el buen Teodorico. Los dos convinimos en que era lo mejor. Yo llevo…, cielo santo, llevo toda mi vida luchando por el legado de mi marido, porque su figura esté donde se merece; no me siento muy propensa a consentir que nadie lo denigre o mancille su nombre denunciándolo públicamente como fascista. Yo conocía bien a Alberto: era un hombre bueno. No lo puedo tolerar. Creo, creo… que tú también eres un buen hombre, y que me guardarás la confesión, pero en caso de que sintieras la tentación algún día de reproducir lo que ahora mismo te estoy diciendo, en unas circunstancias tan difíciles como las actuales para todos, te aseguro que no sólo negaré que sea cierto lo que dices, sino que te perseguiré hasta el último rincón del infierno judicial que alberga la burocracia de este país, y te lo haré pagar. Te haré pagar que hayas traicionado la confianza que estoy depositando en ti, obligada por mi situación, y te haré pagar al contado la mendacidad y la insidia respecto a la memoria de mi marido.

Nacho tuvo un sobresalto que le hizo dar un brinco en la silla.

– Señora, no es necesaria la amenaza -rezongó con un estremecimiento. No dudaba de que la mujer cumpliría su palabra-. Aún no me he decidido a ejercer el oficio de delator, ni el de chantajista, por muy sustanciosas que sean las ganancias.

Doña Agustina rió de buena gana. Estaba recobrando su presteza, y un lustre de color remotamente parecido al cereza, aunque exangüe, empezaba a teñirle el rostro. El meteorólogo imaginó que, en cierto modo, se sentía aliviada después de hablar con él y compartir su secreto.

– Las ganancias, sí… Fueron muchas, para Fabio. La fundación que presido le ha pagado generosamente su silencio durante todos estos años -dijo meneando nerviosamente la cabeza, igual que si estuviera desconcertada después de atravesar a ciegas un largo túnel-. Cualquier excusa era buena para enviarle un cheque. Los necesitaba a menudo, y yo se los mandaba puntualmente. Dios mío… Nadie, excepto mi fiel Teodorico, sabe cuánto he sufrido con este asunto, y lo mucho que me alegro de que haya acabado.

– ¿Encontró algo en su ordenador?

Doña Agustina negó con vehemencia con la cabeza; parecía que le estuvieran azotando la cara.