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– Nada, nada, nada… ¿Te lo puedes creer? -dijo la mujer, casi gimiendo-. Él presumía de tener toda su vida dentro de su ordenador. Supuse que allí encontraría documentos escaneados, cartas, no sé, cualquier cosa que le hubiese servido para su chantaje. Pero tanto Teodorico, a quien le envié por correo electrónico muchísimos documentos de su disco duro, como yo, que no he parado de revisarlo desde que me hice con él, no hemos encontrado nada en el aparato. Nada. He llegado a conjeturar que simplemente Fabio intuía la verdad, y aunque carecía de pruebas, me la restregó por la cara y yo me lo creí a pie juntillas por eso, porque decía la verdad, y la verdad asusta.

Se quedó callada un momento.

– Es gracioso. Sin embargo… -añadió al cabo, en voz muy baja-, la ponencia que nos envió para este encuentro, sobre la figura literaria de mi marido, es excelente. De todo punto excelente. Me consta que no la escribió él, mandó que la redactaran tres de sus becarios, a los que les llevó seis meses concluirla, pero es un trabajo admirable, y le estoy muy agradecida.

– Siguiendo con lo del chantaje… ¿No cree que quizás tenga esas pruebas que usted teme en su casa, guardadas en un cajón? O en su despacho.

La dama volvió a negar, esta vez con menor ímpetu.

– No, no me parece posible. Ahora no me lo parece. Antes sí, antes estaba convencida de que era así, pero, en cualquier caso, una vez desaparecido él, ya no importa. Cualquiera que pudiese encontrar algo comprometedor para nosotros entre sus papeles ni siquiera sabría de qué se trata. Y aunque lo supiera…, ¿qué?, ¿para quién es importante, excepto para mí? Y para Fabio, que ya está en un lugar donde nada importa demasiado.

– ¿No tiene familia que vaya a hacerse cargo de sus pertenencias? No sé, parientes cercanos, o lejanos… Alguien será su heredero.

– No, no tenía familia, que yo sepa. Era hijo único, y no tuvo descendencia. Jamás se casó. -La señora hizo memoria-. No sé si tenía algún tío que vivía en el extranjero, en Canadá o por ahí. Pero quizás su tío, que a estas alturas sería muy mayor, ya haya muerto. No sé nada al respecto. Ignoro si Fabio ha dejado testamento. Pronto lo sabremos. Además, normalmente siempre andaba emparejado, pero ahora no tenía una mujer a su lado. La soledad no le estaba sentando bien, y sospecho que por eso bebía más que de costumbre. En el último año, las veces que me encontré con Fabio, noté que empezaba a perder un poco el norte. Él, que siempre había sido una apisonadora, estaba distraído, atontado, y bebía mucho, como te digo. A veces, mientras estaba hablando conmigo, sonreía estúpidamente y cerraba los ojos unos segundos. Yo era muy consciente de que se quedaba dormido. ¡Se quedaba dormido mientras hablaba y ni siquiera se daba cuenta! No era tan viejo como para que le ocurriera eso, y yo pensaba que era mal síntoma. Nunca le dije nada. Prefería hablar con él lo menos posible.

– Doña Agustina -dijo Nacho-, ¿le puedo pedir un favor? ¿Me dejaría echarle un vistazo al ordenador de Fabio? Tengo un amigo que… Bueno, no sé. Se me ha ocurrido que quizás podamos encontrar algo.

– De todas formas, querido Ignacio, me consta, porque así me lo dijo Fabio en vida en varias ocasiones, que el disco duro de su ordenador está duplicado en el de su despacho de la facultad, además de las copias de seguridad que tenía en su casa. Era muy maniático con eso. La policía ya los habrá revisado cuidadosamente.

– Bueno, pero nunca se sabe…

Cuando vio aparecer a Jacinta en el comedor, a Nacho se le esclareció el gesto y sintió un vuelco en el corazón. Pequeño, sí, pero profundo, como si alguien le hubiera lanzado dentro una piedrecita. Sonrió a la mujer y se levantó para acercarse a ella.

Estaba a punto de llegar a su lado cuando cayó en la cuenta de que Jacinta no le había devuelto la sonrisa, ni siquiera un ademán que evidenciara que lo había visto. Aun así, no se arredró y se dijo que quizás estaba cansada después de lo de la noche anterior (más tarde, pensándolo con calma, se reprochó haber caído en esa trampa tan masculina y tan idiota de creer que las mujeres se dejan agotar por los hombres, como si el mundo no contara con fuerzas más poderosas capaces, ellas sí, de consumir sus ánimos).

– Hola, preciosidad -le susurró casi al oído.

Jacinta no le respondió, pero lo escrutó de arriba abajo y Nacho se vio envuelto de pronto en un clima frío, seco y ventoso, más propio del círculo polar ártico, a 66,5 grados de latitud norte.

Se quedó tan trastornado que estuvo a punto de caerse después de tropezar con una mesita de té. «La vida subsiste a duras penas en la Antártida -pensó como un tonto despistado-, y eso solamente en las zonas más templadas de la costa.» Le dio por recordar que, si se fundiera todo el hielo de la Antártida, el nivel de los mares del mundo se elevaría sesenta metros.

Pero… ¿qué le ocurría a aquella mujer? Ni siquiera se había fijado en él. Miró a un lado y a otro, pero sus compañeros habían comenzado a desayunar y apenas le prestaron atención. Quizás había pasado a otra dimensión sin darse cuenta, volviéndose invisible. O tal vez nunca había existido en realidad. «No somos más que espacio vacío -reconoció con pesar-, tal vez por eso ella no puede verme.»

Permaneció parado un momento en medio de la habitación, admirando el ir y venir de los comensales, y de Carlos y Alina, que revoloteaban alrededor de la mesa tristemente, como almas en pena sin los papeles de residencia al día.

Jacinta se sentó entre Torres Sagarra y Rilke Sánchez, de modo que perdió la oportunidad de acomodarse él mismo a su lado y estar a su vera mientras desayunaban. Decidió aproximarse a ella y pedirle que lo acompañara para hablar con él.

Así lo hizo.

Jacinta apretó los labios, se levantó y lo siguió en silencio hasta el pasillo.

En cuanto estuvieron solos, Nacho fue a abrazarla, pero ella lo detuvo en seco, interponiendo un brazo estirado que parecía una barrera de guardarraíles tan afilados como una hoz.

– No me toques, por favor -le pidió Jacinta.

– ¡¿Queeé?! -Nacho no conseguía salir de su asombro.

«¿No me toques?» ¿Qué diablos quería decir con eso? Ella, a la que había tocado la noche anterior con la naturalidad de quien explora su propio cuerpo, porque así se lo había rogado la propia Jacinta, ¿le pedía ahora que no la tocara? ¿Qué estaba pasando?

¿Acaso había hecho algo mal? Valoró esa posibilidad, pero aunque no quería ser arrogante consigo mismo, se le antojaba harto improbable, porque estaba relativamente seguro de ser capaz de satisfacer sexualmente a una mujer. Había aprendido con un libro, sí, pero el tiempo le había brindado más de una oportunidad de poner en práctica la teoría, y hasta la fecha no había recibido quejas ni querellas amorosas al respecto de ninguna de las mujeres con las que había salido. El libro se titulaba Cómo hacer bien el amor a una mujer, de Régine Dumay. Se lo regaló, en 1986, su tía Pau, camuflado entre otros muchos (manuales de meteorología y poesía modernista, creía recordar), justo cuando empezaba a tener las mismas dudas que ahora aquejaban al joven Rodrigo. Hasta había pensado que podría utilizarlo todavía para tomar unos apuntes y responder a las preguntas del chico. Lo conservaba como oro en paño. En su momento, a Nacho ni se le había pasado por la cabeza hablar de sus aprensiones amorosas con su tía, pero ella debió de intuir algo, y… No, no podía ser que Jacinta se sintiera contrariada con él por tu torpeza amatoria. Aunque con las mujeres nunca se sabía.

¿Qué les pasaba a las mujeres? Sobre todo a las occidentales. Nacho tenía la impresión de que carecían de sentimientos. ¡Y pensar que no hacía tanto, tras conocer los testimonios de Cecilia y Cristina, pensó que quizás las féminas eran las víctimas propiciatorias de los desalmados de su mismo sexo! Pues no, nada de eso.

¿Es que se estaban volviendo despiadadas, como los hombres? ¿No encontraban otro modelo mejor que seguir que el de los machos sañudos y promiscuos de su especie? ¿Qué hacía él mal para que todas concluyesen rompiéndole el corazón? La última había sido una ayudante de producción que trabajaba en la tele con él. Era alta y pelirroja, y llevaba el pelo enredado con rastas artificiales que, cuando estaban juntos, se le metían por la nariz y por la boca y le hacían estornudar. Ella lo dejó plantado un día, sin la menor explicación. Le partió en pedacitos su pobre corazón enamorado y fue regando las migas por los platós con el mismo entusiasmo que un Pulgarcito catódico. Y ahora Jacinta, Jacinta… Nacho había pensado que… Creía…