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A veces le daba por rumiar si no sería una buena idea echarse una novia oriental. Tenía entendido (un compañero suyo, casado con una taiwanesa, se lo había asegurado así) que eran mucho más complacientes que las occidentales. «La decadencia de Occidente, Nacho -le había asegurado su colega- es culpa de las mujeres occidentales, que han acabado con los pilares de nuestra sociedad, con la familia y con el cabeza de familia. Ellas han descabezado la institución familiar con sus ideas sobre la liberación de la mujer; se han hecho esclavas de sí mismas y de su propia necedad al intentar imitar a los machos; después de eso, todo se ha venido abajo.»

Jacinta lo miró a los ojos y él pensó que no podría sostenerle la mirada.

– Lamento que -tartamudeó la mujer-, que hayas pensado que… Lo que pasó anoche… Bueno, en fin. Por mí es como si nunca hubiese ocurrido. Espero que no lo hayas malinterpretado.

– ¿Malinterpretado? -Nacho se preguntaba qué había sido de la dulzura y la gracia de la Jacinta de los días anteriores, de la noche pasada-. ¿Crees que lo que pasó entre nosotros se presta a múltiples interpretaciones? Eres una exégeta de primera, si piensas así.

– Mira, Nacho, ya tengo bastantes líos en mi vida, me viene… -En ese momento Alina salió al pasillo y los miró fugazmente, pero siguió andando con pasos medrosos en dirección a la cocina. Jacinta bajó aún más la voz-. No me viene bien un lío más en mi vida.

– ¿Un lío más? ¿De qué estás hablando? ¿Quieres decir que yo soy para ti un lío más? ¿Es eso lo que estás diciendo? Me hubiera gustado saberlo anoche, antes de…

– Lo siento, Nacho.

El meteorólogo asintió con lentitud. De repente, los ojos de la mujer, que la noche anterior lo habían cautivado con su luz, ahora se le antojaban dos pasadizos entenebrecidos. La decepción lo había dejado sin palabras, ni siquiera con fuerzas suficientes para sentirse enfadado.

– Está bien -logró decir-. Yo también lo siento.

Notaba flojas las piernas, y el estómago ardiendo.

Se dio media vuelta y entró de nuevo en el comedor. Creyó oír a Jacinta llamarlo: «Espera, Nacho, yo…», o algo similar, pero decidió seguir avanzando y no volver la vista atrás.

No pudo probar bocado, aunque se sirvió un zumo y le fue dando tranquilos sorbitos desganados mientras los demás desayunaban. No volvió a posar la vista en Jacinta.

Fernando se mostró gruñón e impertinente, aunque Nacho dedujo que se había dado cuenta de que algo no marchaba bien entre Jacinta y él y que, quizás para distraerlo, parloteaba sin cesar de cualquier tema.

Le confesó entre dientes que empezaba a estar más que harto y quería largarse cuanto antes a su casa. Estaba allí por dinero, y por deferencia hacia doña Agustina, que a lo largo del tiempo se había portado con él de maravilla. No olvidaba la vez que lo becó, hacía mil años, para escribir un libro de poemas, cuando él estaba pasando más hambre que el perro a dieta de un ricachón. Ella se enteró de su situación y lo salvó de la anemia y el fracaso. Justo a tiempo. Y de tener que abandonar Nueva York, algo que no le apetecía «ni un carajo».

Las caras del resto de los presentes también denotaban fatiga y falta de horizonte. Torres Sagarra lucía taciturna una blusa de volantes negros que a cualquier otra le hubiese servido de falda. Su gesto era mohíno. Hasta la elegante cabeza de estatua de Pascual Coloma presentaba una pátina sofocada, como si le hubiesen cagado encima una bandada de palomas.

Pero Jacinta… -Nacho se fijó con todo detalle cuando hablaba con ella-, Jacinta estaba resplandeciente, la muy zorra.

Echó de menos la presencia vibrante de Rocío, sus vestidos de joven e insolente viuda siciliana, y la hosquedad traviesa de su mirada.

– ¿No ha vuelto Rocío del hospital? -le preguntó a Fernando con un hilo de voz.

Antes de que el hombre tuviera tiempo de contestar, doña Agustina, que lo había oído, se le adelantó.

– Hace unos minutos acabo de hablar por teléfono con el hospital -respondió. Había recuperado en gran parte sus modales resolutivos y la seguridad de sus manos, que ya no temblaban-. La traerán sobre las doce del mediodía. Creo que la acompañará la policía. He hablado también con el inspector Gámez Osorio, y… En fin, cuando vengan ya veremos qué cuentan.

– Pero ¿la chica está mejor, más serena? -quiso saber Mauricio Blanc.

– Oh, sí, sí… Se ha calmado, ha pasado la noche durmiendo de un tirón, según me ha dicho la enfermera jefe de la planta donde está ingresada.

– Si Dios quiere, esto no afectará a su salud. Es joven y podrá… -asintió Mauricio.

Fernando se sacudió en su silla con fastidio.

– ¿Dios? ¡Ya estamos! -exclamó irritado.

Mauricio enarcó las cejas; todos los presentes miraron a Fernando con atención.

Cecilia Fábregas se limpió los labios con la servilleta y dejó los cubiertos al lado de su plato, como disponiéndose a disfrutar de la ceremonia de una rabieta más de Fernando.

– Déjame que te diga una cosa, Mauricio… ¡Dios no existe! -rezongó Fernando.

Alina, que le estaba sirviendo una fuente con trozos de naranja en rodajas, la dejó sobre la mesa, junto a una taza de café, y se santiguó dos veces.

– ¡Dios no existe! -insistió Fernando, ceñudo-. Dios es como el Ratoncito Pérez: no existe pero sirve para que los niños crezcan pensando que el mundo es lo contrario de lo que es.

– Si tú lo dices… -le concedió Mauricio, flemático.

Jacinta gruñó que tal vez no deberían hablar de Dios, sino de la Diosa. Y Fernando, que había tirado la servilleta al suelo mientras despotricaba con vehemencia, se agachó a recogerla y aprovechó para asegurarle a Nacho por lo bajo: «Dios mío, cómo detesto ese discurso vaginal…»

Nacho no respondió.

– Este encuentro está siendo tan largo e inquietante como el estriptís de una momia… -se lamentó Miño Castelo.

A su lado, Pedro Charrón y Rilke Sánchez asintieron con frenesí mientras masticaban algo.

– Bueno… -suspiró Cristina Oller-, yo no sé si hay otra vida, querido Fernando. Nadie lo sabe. Pero, en cualquier caso, espero que Fabio… Espero que ahora que Fabio ha muerto… Bien, lo que quiero decir es que confío en que le haya mejorado el carácter.

El inspector Gámez Osorio era un tipo corpulento y no muy alto, que no debía de estar aún en la cuarentena. Tenía el pelo cortado al cero y, visto en según qué ambientes, habría pasado mucho antes por un delincuente de poca monta recién salido del maco que por un madero. No sonreía a menudo, por lo que se podía ver, y a pesar de su aspecto rudo y sus modales desabridos, sus ojos del color de la albahaca embarrada, de un verde cenagoso, refulgían de inteligencia y sutileza. Nacho pensó que no le gustaría tener que vérselas con él mano a mano, a pesar de que lo sobrepasaba en estatura. Se preguntó qué diría aquel hombre si supiera que doña Agustina les había escamoteado una prueba, el ordenador portátil de la víctima, y que él mismo era cómplice de la ocultación, pues ahora mismo el aparato dormía plácidamente en estado de reposo electrónico en el fondo de una baqueteada maleta de mano, en su habitación.

Lo acompañaba un hombre a sus órdenes, con aspecto de magrebí, pero cuyo acento no dejaba la menor duda de su origen local, llamado Juan de Dios López Aguirre, para más pruebas. Claro que a lo mejor era adoptado.