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Formaban una pareja de esas de las que uno saldría huyendo en caso de encontrárselos en un callejón oscuro, y a la que nunca se le ocurriría solicitar auxilio. «Dos tipos duros, madre mía», pensó Nacho, y se mordió los labios.

Habían venido acompañando a Rocío, que presentaba un aspecto como ido, encogida bajo una chaqueta con estampados grises de camuflaje que a todas luces alguien le había prestado y que le quedaba demasiado grande. La chica temblaba igual que un conejo acorralado por una alimaña. No había dejado de repetir que se sentía bien, que todo estaba bien, pero nadie se lo había creído. Ni siquiera los policías, uno de los cuales le prestaba su brazo como apoyo, y de vez en cuando le lanzaban miradas furtivas.

El inspector Gámez Osorio les arrojó una mirada penetrante que a Nacho le produjo un escalofrío en la espalda. Estaban reunidos en el salón, todos con aire grave y formal. Apenas se oía en ocasiones una tos o el crujir de una silla.

– Pueden irse -les dijo el policía-. Todos ustedes. Si los necesitamos, ya sabemos dónde localizarlos. Este caso está resuelto. Quizás alguno de ustedes tenga que declarar si se celebra un juicio, aunque es posible que el juez sobresea la causa.

Un murmullo de sorpresa recorrió la estancia. Fernando se pegó a Nacho.

– Pero yo tengo que volver a mi casa, a Nueva York -le dijo-, ¿también me podrán encontrar allí fácilmente?

– No te preocupes -lo calmó Nacho, y le pidió que guardara silencio.

Acababa de sentir un inequívoco estremecimiento de decepción que hizo que se le cayera al suelo un bolígrafo Bic que había estado mordiendo durante las últimas dos horas. ¡El Club Baskerville había perdido la oportunidad de resolver un caso de lo más jugoso! La policía se les había adelantado. Casi podía ver la cara de chasco de la tía Pau y de Rodrigo cuando les diera la noticia.

– Pero… no comprendo -doña Agustina habló con su pulido acento de gran dama-. ¿Dice usted que han resuelto el caso? No sabíamos nada. Pensé que tardarían ustedes mucho más tiempo en obtener algún resultado.

El policía se volvió lentamente hacia donde se encontraba sentada la dueña del cigarral.

– Normalmente, señora, estas cosas van más lentas, en efecto. Hay que hacer pruebas biológicas que tardan semanas, la autopsia, estudios forenses, las comprobaciones de ADN de los restos en el escenario del crimen, de alrededor de la herida incisa y del arma… Pero alguien allá arriba… -el inspector señaló al techo como dando a entender que el propio Dios (¿el Dios de Mauricio?) o algún otro capitoste se encontraba embozado en el cielo raso- ha decidido que este caso corría mucha, muchísima prisa.

Su actitud de disgusto traslucía que no aprobaba el diferente trato dado a las víctimas importantes y al resto de los pobres desgraciados.

– Pero ¿quién lo hizo? ¿Quién, ah, terminó con la vida de, este, del señor Fabio? -preguntó Rilke Sánchez.

– Sí, ¿quién mató a Arjona? ¿Quién fue? -inquirió Pedro Charrón, sin duda urgido por el avasallador deseo de conocer el nombre de la persona que había terminado un trabajo que a él ni siquiera le dejaron empezar en su día.

El inspector se atusó la barbilla, punteada de una barba incipiente, y reflexionó antes de responder.

– El caso está todavía bajo secreto de sumario, y aunque los detalles no saldrán a la luz, no tardará en hacerse público el desenlace de la investigación -dijo-. Las marcas biológicas no dejan lugar a dudas. Tuvimos que mandar el material a un laboratorio de Zurich para tener los resultados en un tiempo récord. Algo que no solemos hacer… jamás, pero como les decía, nos han forzado para que nos diésemos prisa… Lo cierto es que la gente del laboratorio suizo encontró restos del ADN del señor Richard Vico Montalbán en el cuerpo de don Fabio Arjona y en el arma que sirvió para acabar con su vida.

Rocío, que llevaba unos minutos llorando sordamente, ahogó un grito llevándose una mano a la garganta, si bien todo en ella sugería que ya le habían dado la noticia, quizás en el camino de vuelta al cigarral.

– Vico se hizo un corte en el antebrazo izquierdo. Uno de los forenses cree que hubo un forcejeo, que aunque no duró mucho sirvió para que el homicida se rasguñase a sí mismo. Trató de limpiar el arma, pero no fue muy concienzudo, porque incluso la dejó incrustada en el cuerpo; probablemente tenía prisa por abandonar el escenario del crimen. Lo suyo fue una auténtica chapuza, si no se ofenden por la expresión. -Respiró hondo y continuó hablando-. Para examinar las muestras se utilizó lo que los expertos llaman «técnica de bajo número de copias», capaz de detectar indicios de fluidos corporales, sangre o saliva, por pequeños que sean. Aunque, en realidad, no hacía mucha falta, porque el cuerpo del difunto Arjona estaba literalmente plagado de huellas biológicas y restos del ADN de Vico. Arjona había bebido, mucho, según consta en los análisis forenses. Y Vico llevaba al menos un año consumiendo con regularidad heroína y sulfato de anfetamina en polvo, según los primeros resultados de la autopsia.

Nacho, que oía al inspector entre líneas, se hacía una clara idea de lo que estaba insinuando bajo aquella apariencia grave y periciaclass="underline" un borracho y un yonqui se encuentran en la hora bruja, ¿qué se puede esperar?

– Pero no lo entiendo… -Cristina Oller levantó la mano para pedir permiso para hablar-. De todos los que estamos aquí, si exceptuamos a Nacho y al servicio doméstico, quizás Richard Vico fuese el único que no tenía cuentas pendientes con Fabio. Richard vivió siempre en otra esfera, era un músico, una figura mítica del pop, su vida había transcurrido lejos de los tentáculos de mi ex. Del señor Arjona, quiero decir. No veo por qué razón iba a pelearse con Fabio hasta el punto de llegar a apuñalarlo. No sé cuál pudo ser el motivo.

– Nosotros tampoco lo sabemos, señora. Es verdad que hay zonas dudosas en ese punto, pero es evidente que Richard Vico asesinó a Fabio Arjona. Los homicidios no siempre ocultan un motivo -dijo como de mala gana-. A veces la gente se enzarza en una discusión que sube de tono y… si hay un arma por medio y los… ánimos están caldeados… -cuando hablaba de ánimos, el inspector probablemente pensaba en el caballo y el whisky, corriendo enloquecidos por las venas de los dos hombres ahora muertos-. Mucha gente pasa su vida deseando acabar con la de otra persona, y no por eso da el paso y comete un asesinato. Las fantasías son libres, incluso cuando son tan terribles. Mientras que otros, que jamás habrían soñado con matar a nadie, caen en una mala hora presas de un arrebato y se llevan por delante a quien sea.

– ¿Y Richard, entonces…, se suicidó? -preguntó tímidamente Jacinta. Nacho miró para otro lado y royó un poco más el capuchón del bolígrafo.

– No tenemos ningún motivo para sospechar que no fuese así. Dejó una nota de despedida, creemos que dirigida a la señorita Rocío Conrado, aquí presente, con la que mantenía una relación… -echó un vistazo a Rocío, que asintió de mala gana, dándole su aprobación para que continuara hablando-, algún tipo de relación sentimental, platónica o no.

Rocío arrugó los labios, asqueada.

– Era su letra. Y se metió un pico que hubiese servido para llevar al otro barrio a una docena de hombres más recios que él. Según sus informes, los forenses están convencidos de que él mismo se perforó la vena, que nadie lo hizo por él. Llevaba buena parte de su vida pinchándose. Era un yonqui experimentado. Sabía calcular las dosis. Pero padecía sida en un estadio bastante avanzado y, si bien con la medicación actual la enfermedad le habría permitido vivir veinte años más, una dolencia así no es fácil de sobrellevar según qué día. Y acababa de cometer un homicidio, posiblemente no lo soportó. Aunque parezca mentira, hay hombres que tienen conciencia. También pudo sentirse acorralado, debió darse cuenta de que no había hecho las cosas bien, de que lo había dejado todo regado de evidencias. No era ningún idiota, ningún ignorante. Sabía lo que había hecho y cómo lo había hecho.