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– Dios mío -murmuró doña Agustina, como si rezara-. Dios mío…

– Aun así -el inspector dudó un instante antes de proseguir-, aun así…, hay cosas que no cuadran, es verdad. Es muy cierto que del encuentro entre dos hombres con sus facultades mentales… trastornadas por alguna sustancia tóxica… Bueno, he visto muchos episodios de ese tipo, y soy capaz de creer cualquier cosa, pero… Si no nos hubiesen metido tanta prisa para cerrar este caso, quizás… Pero los de arriba quieren que todo cuadre, y rápido. Cuando uno corre mucho no es capaz de disfrutar del paisaje, y además se le escapan los detalles. Quizás habríamos averiguado qué pasó realmente entre ellos de haber tenido algo más de tiempo. La señorita Rocío Conrado, aquí presente, ha declarado que el señor Vico no le contó nada, y tampoco se confesó con nadie más, según los testimonios del resto de ustedes. No dejó ninguna nota aclaratoria, ni nada que explicara por qué lo hizo, no habló con nadie por teléfono, en el exterior de esta casa, a quien le refiriese lo sucedido. Hemos interrogado una por una a todas las personas con las que habló por teléfono en esos dos días. No fueron muchas. En resumen: no tenemos nada a lo que agarrarnos. Nada -enseñó las palmas de las manos, abiertas hacia arriba-. Continuamos sin saber muchos porqués que arrojarían luz sobre todo este asunto, y por lo que a mí respecta, el caso sigue abierto, aunque la investigación oficial haya concluido.

Se dirigió hacia su compañero y le hizo un ademán. Cuando ambos se disponían a abandonar la habitación, lo pensó mejor.

– Hay otra cosa -dijo.

Los presentes lo miraron, alertas.

– No hemos encontrado un ordenador portátil que -doña Agustina cerró los ojos con fuerza mientras Gámez Osorio hablaba-, según consta en una factura de su departamento en la universidad, compró hace pocos meses Fabio Arjona para su uso personal, con dinero del departamento en cuestión. Un compañero de la víctima en la facultad ha atestiguado que eso no es nada raro, porque en los últimos dos años el difunto catedrático presentó dos denuncias falsas en la comisaría más cercana a su domicilio por el inexistente robo de otros tantos ordenadores que, aseguró, le habían sustraído en el aeropuerto y en la estación de Atocha, respectivamente.

– Todo el mundo en la universidad sabía que Arjona no gastaba ni un chavo de su bolsillo en comprar ordenadores o gadgets electrónicos de cualquier tipo -asintió Torres Sagarra-. No si podía evitarlo y pagar las facturas con el dinero de la universidad.

– Según dijo el compañero de Arjona, la víctima denunciaba un robo falso, regalaba el ordenador supuestamente robado a algún estudiante, por lo general de sexo femenino, a cambio de algún trabajo académico que pudiera firmar con su nombre, y luego le reclamaba a la facultad la compra de otro aparato, de último modelo. Hemos comprobado las denuncias, y fueron presentadas, efectivamente.

– Sí, Fabio siempre fue muy cuidadoso con su economía doméstica -asintió Cristina Oller-. Y estaba a la última en informática.

– Bueno -concluyó el policía-. En su casa de Las Rozas tenía al menos dos portátiles más, un ordenador de sobremesa y varias unidades zip y de disco duro, todos actualizados el mismo día y a la misma hora en que salió de su casa para llegar hasta aquí. Pero me preocupa la desaparición de ese chisme, me gustaría saber qué ha sido de él. Quizás volvió a regalarlo a cambio de algún favor, o quizás no. Aquí no lo encontramos, y si hemos de creerlos, nadie de ustedes lo vio usarlo o comprobó que llegase con uno al cigarral. Pero si…, si de ahora en adelante recuerdan algo más al respecto, les agradeceré que me llamen. A veces, pasados unos días, uno rememora detalles, y…

Los dos policías se despidieron cortésmente y se encaminaron a la salida.

Se hizo un silencio incómodo que duró justo hasta que doña Agustina soltó un suspiro que sonó como un tiro en la quietud de la habitación.

Rocío ni siquiera abrió la boca.

LA DESPEDIDA

… yo sé que te hubiera enternecido

si me vieras, Amor; mas eres ciego.

LUIS CARRILLO Y SOTOMAYOR

Doña Agustina les dijo que podían quedarse cuanto quisieran, pero la mayoría de los invitados optó por marcharse del cigarral aquella misma tarde.

– Lo menos que puedo hacer es ofreceros mi hospitalidad -insistió la mujer en vano.

Nacho se despidió de todos, menos de Jacinta, a quien no pudo hallar por ninguna parte, y a quien igualmente no tenía intención de estrechar la mano. Más tarde supo por Carlos que se había escabullido del cigarral como una forajida, a lomos de una moto de gran cilindrada conducida por un tipo que ni siquiera se quitó el casco para saludarla mientras ella se acomodaba detrás de paquete. Había dejado su equipaje en la casa, y la orden de que lo guardaran hasta el día siguiente, en que mandaría a alguien a recogerlo.

Carlos hizo un par de viajes a la estación de tren de Toledo con el coche de la señora, cargado con algunos de los poetas.

A Pascual Coloma, por el contrario, lo recogió un chofer que conducía un imponente «Be Eme Doble Uve», como señaló Fernando, en cuyo asiento trasero podía atisbarse la rubia y agitada melena de una dama preocupada y atractiva de mediana edad. «Sueca -como bien dedujo Fernando-; parece que las saque del IKEA.»

El venerable Coloma fue dando la mano uno por uno a todos los presentes. A Nacho incluso le dedicó una sonrisa de medio lado mientras musitaba un contenido «adiós». Cuando su coche se perdió tras la verja de entrada, Fernando le confesó a Nacho: «Admiro la profundidad de los discursos monosilábicos de Catalina la Grande, pero me alegra poder decir que estoy orgulloso de no haber caído rendido a sus pies víctima de su retórica.»

Cristina Oller, antes de subir al coche que había de llevarla a la estación, se volvió de repente, a pesar de que ya se había despedido de todo el mundo, y se echó al cuello de Nacho, rodeándolo en un tierno abrazo.

– Gracias por todo, me ha gustado mucho conocerte. Tenemos que vernos. Ya sabes cómo encontrarme -le dijo, y el meteorólogo, vagamente inquieto, asintió sin dudarlo.

Cecilia Fábregas le había dado un cálido apretón de manos, seguido de un beso. Le recomendó que la llamara, y que no olvidara que tenía abierta su casa de Annecy para cuando quisiera retirarse unos días a escribir, o a descansar.

– Lo digo de verdad, ya lo sabes -sonrió. Se la notaba aliviada por largarse de una buena vez del cigarral, había recuperado algo de color en las mejillas, y se había puesto al cuello un precioso collar de cristal de roca.

Torres Sagarra, bromeando, le lanzó un gancho que no llegó a darle en la quijada, por fortuna, y lo abrazó con nervio, sacudiéndolo de paso como a una estera.

– A ver cuándo leo algo nuevo tuyo. Pronto, ¿eh, chico? Pronto.

Carlos puso en marcha el coche y se llevó a Toledo a las tres mujeres.

Algo más tarde, cuando el chofer volvió de la ciudad y preparó de nuevo el vehículo para el siguiente viaje, Pedro Charrón se despidió cortésmente con algunas expresiones trilladas y subió al coche con la agilidad de un mozalbete. A Rilke Sánchez le costó algo más marcharse. Habló mucho más con Nacho y con Fernando en un cuarto de hora de lo que había hablado durante los días que habían permanecido juntos en el cigarral. Le aseguró a Nacho que «allí, en mi pequeño y jodido, ah, país andino, en mi patria, siempre habrá un hueco en una programación cultural, ah, para que usted venga y nos dé una charla sobre el cambio climático, o sobre lo que usted quiera. Sobre poesía no, porque para eso ya estoy yo. Con este nombre, ah, que uno tiene, ¿a qué se supone que me podría dedicar si no?».