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Miño Castelo y Mauricio Blanc también subieron al coche en el mismo viaje. Ambos le dieron sus tarjetas a Nacho, que ya tenía una buena colección de ellas, y le hicieron promesas (vanas, como suele suceder en estos casos) de seguir en contacto y de «leerlo con atención».

Rocío se fue algo más tarde. Había pedido un taxi que la recogió en la misma puerta de la casa una vez que los demás se hubieron marchado. Nacho y Fernando la ayudaron con la maleta y un par de bolsas con los regalos que había comprado en Toledo.

– Son para mi madre -le costaba trabajo esbozar una media sonrisa-. Voy a visitarla cada dos semanas al sanatorio.

Nacho asintió. Se notaba que la joven estaba desolada. Su cara se había debilitado y enniñecido; parecía una cría de diez años perdida en el aparcamiento de un supermercado.

Le dio un sonoro beso a Fernando, sin que el hombre supiera de dónde había sacado las energías para achucharlo de esa manera.

– Hasta pronto, gruñón -le dijo-. Gracias por hacerme reír.

– Cuídate, cielo -le contestó él.

Ya se había despedido también de doña Agustina, con un cálido abrazo adornado de suspiros y «diosmíos», de modo que fue hacia Nacho y le tendió solemnemente la mano.

– Hasta otra, amigo.

– Ya nos veremos -respondió él.

– No te quepa ninguna duda.

Caminó hacia el taxi y, antes de abrir la portezuela, se volvió.

– Ah, Nacho…

– ¿Sí?

– ¿Sabes? Es una lástima, pero mis heridas no son tan limpias como las tuyas. Te envidio por eso.

Cuando todos se hubieron marchado, Fernando y Nacho, los únicos que habían decidido aceptar la invitación de doña Agustina para dormir por lo menos esa noche en el cigarral, convinieron en que no estaría mal dar un paseo por los alrededores. Hacía fresco, pero no se veían nubes en el cielo, y el aire tenía un color cristalino.

– Tendré que cambiar mi billete -se quejó Fernando-, porque mi avión no sale hasta dentro de tres días. ¿Qué voy a hacer yo solo en esta casa si tú te vas mañana? Me da escalofríos pensar que tengo que dormir aquí con doña Agustina y su gato como única compañía.

– Vente mañana conmigo. Yo he traído el coche. No es un cochazo como esos que hemos visto, pero… Incluso el taxi era una berlina de lujo. Quizás ha llegado para mí el momento de cambiar de carro.

– Con el cheque que te habrá dado doña Agustina por estos tres días mal contados de poesía y crimen bien podrías estirarte un poco y comprarte uno nuevo -sugirió Fernando.

– Pues, mira, a lo mejor.

– Pero… Vale, me iría contigo, pero es que no me apetece nada estar en Madrid esperando a que salga mi avión. No. Tendría que llamar a algunos amigos, y en realidad no me tienta mucho. Llevo décadas esquivando a personas a las que, por cierto, estimo y todo. Pero es que… recordar, ¿sabes? No me gusta mucho. Cuando ves a alguna gente no puedes evitar recordar, y yo no soy una maldita casete dispuesta a rebobinar a la primera de cambio. Y si no lo haces tú, eso de recordar, ya se encargan ellos. Nah. Joder, que no.

El meteorólogo le dio una patada a una piedra y luego se agachó a recoger otro canto del suelo. Pensó en Jacinta y se le plisó el estómago al evocar el olor de su piel. Se sentía de lo más deprimido.

– Vente conmigo.

– Te he dicho que no me apetece estar en Madrid, que…

– No, si lo que digo es que te vengas conmigo a casa. En realidad, ya lo sabes, es la casa de mi tía Pau, pero a ella no le importará que pases con nosotros un par de noches, o las que quieras. Hay sitio de sobra. Puedo llamarla y preguntarle.

– ¿Sí? -Fernando lo miró, por una vez enternecido-. ¿Me invitarías a tu casa, con tu vieja tía y tu centro de conspiraciones mundiales, allí, al descubierto, en el ordenador de tu habitación?

– Mi centro neurálgico está en la biblioteca de mi tía. Es grande. Cada uno tenemos nuestra mesa y no nos molestamos. Apenas coincidimos.

– Oooh.

– ¿Qué dices?

– Hecho.

Esa misma noche, Fernando y Nacho decidieron ir a cenar a Toledo y dar una vuelta por la ciudad, siempre misteriosa y acogedora.

Conversaron largamente. Fernando era un charlatán infatigable, pero Nacho estaba aprendiendo a apreciar su humor negro e impertinente y a divertirse con sus accesos de indignación contra el mundo en general, y contra quien tuviera a mano en particular. De los dos, Nacho parecía el hombre maduro. Fernando, el adolescente.

Se tomaron una copa en una discoteca que tenía mucho ambiente a pesar del día de la semana. Estaba situada en los bajos del paseo del Miradero. Aguantaron un rato hasta que a Fernando le empezó a doler la cabeza con la música y decidieron buscar un bar tranquilo en la calle Alfileritos. Allí, una camarera rubia de bote, vestida con muy poca ropa, que no debía de tener más de veinte años y llevaba tanta chatarra colgada en forma de piercings por el cuerpo que parecía uno de esos tableros donde se cuelgan las llaves, le lanzó una mirada melancólica a Fernando y le preguntó qué iba a ser.

– ¿Que qué va a ser? Pues mira, preciosa. Yo quiero un poco de uisge beatha. De agua de vida.

– No tenemos de eso -contestó la chica sin inmutarse. -¿Cómo es posible?

– No lo sé, se nos habrá acabado.

– Entonces ponme un whisky. Un Glenlivet, pero que no tenga menos de quince años -dijo Fernando.

– Esa marca no la trabajamos.

– ¿Queeé? ¿De verdad? ¿Lo dices en serio? Oye, te lo advierto, no juegues con mis sentimientos…

– ¿Y usted qué tomará? -le preguntó la camarera a Nacho, ignorando a Fernando.

– Un cubata de ron de garrafa con Coca-Cola de grifo y mucho hielo.

– Marchando.

Les dio la espalda y se perdió entre el resto de las mesas del local, contoneando las caderas como una auténtica modelo.

Cuando volvieron al cigarral, en un taxi que tuvieron que pedir por teléfono, Nacho estaba mareado y había vomitado dos veces antes de abandonar el local, aunque amenazaba con volver a intentarlo. Fernando tuvo que sacarlo de allí a rastras, cargándoselo al hombro.

– Nunca te fijes en las mujeres, y no te enamoresh ¡jamás! de una mujer -le repetía el meteorólogo a Fernando, empecinado-. Bajo su aspecto y sus nombresh de florecillash, son auténticosh cardosh. Hay grandesh diferencias entre ellas y nosotrosh… Nosotros nos volvemos locosh por ellas, y ellas… ellas están locash, simplemente.

TRES MESES DESPUÉS

… si de mis ansias el amor supiste,

tú, que las quejas de mi voz llevaste,

oye, no temas, y a mi ninfa dile,

dile que muero.

ESTEBAN MANUEL DE VILLEGAS

VIAJE AL VALLE DE LA MUERTE

Mediaba julio, y Nacho Arán ya había decidido dónde pasaría sus vacaciones. Al final resolvió que no compraría un coche nuevo. El suyo todavía tiraba bien, lo llevaba a diario al trabajo, y prefería emplear un sustancioso pellizco del dinero que le habían pagado por la conferencia y la estancia en el Cigarral de la Cava, o todo, si era necesario, en darse el lujo de viajar a lo grande por una vez, y no en plan mochilero como era su costumbre (impuesta por su extenuada economía de asalariado).

Tenía pensado ir a Nueva York. Finalmente había aceptado la invitación de Fernando Sierra y lo visitaría en su casa. Después, ambos habían planeado cruzar Estados Unidos hasta la costa Oeste en un coche alquilado. Fernando iba a enseñarle un poco del país. Lo recorrerían desde la Gran Manzana al parque de Yellowstone, en Wyoming. Quería explorar también otros importantes parques de los States, como decía Fernando: Yosemite, Gran Canyon, Bryce Canyon… Bordear el río Colorado y atravesar California, entrando en Las Vegas por el Valle de la Muerte pisando el acelerador, y luego seguir hasta San Francisco y Monterrey. Serían unas vacaciones inolvidables. Ése era uno de sus viajes soñados, y estaba convencido de que Fernando se portaría bien y procedería como un notable cicerone.