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Nacho dejó su comida encima de una servilleta de papel y leyó, esta vez sí, detenidamente.

En verdad, la noticia no se refería a Fabio, aunque lo mencionaba, sino que informaba de la muerte de un tal Alejandro Martínez Ursola, un alto cargo de la cultura y figura «relevante, de primera fila» de las últimas décadas de la historia del país, que a la edad de setenta y tres años acababa de fallecer también «en trágicas circunstancias». Llevaba algún tiempo padeciendo una grave enfermedad, según el periódico, estaba retirado de toda actividad pública y había sido íntimo amigo y protector de Fabio Arjona, que -escribía la redactora-, como todos los lectores recordarían, había perecido víctima de un homicidio, o tal vez asesinato, a manos del cantante y poeta Richard Vico, no hacía ni tres meses, pocos días antes de que se conmemorase el Día del Libro, el 23 de abril, fecha del nacimiento y la muerte de William Shakespeare y del entierro de Miguel de Cervantes. La noticia era escueta y, si bien venía acompañada de una foto del finado, no explicaba cuáles eran las «trágicas circunstancias» de su muerte, de la muerte de Martínez Ursola. Nacho se preguntó si el hombre también habría muerto asesinado.

Arrancó la página del periódico con disimulo, aprovechando que el barman estaba de espaldas, y se la metió en el bolsillo. Terminó su almuerzo, se limpió con una servilleta, que dejó tiznada del color del pelo de rata, se levantó y volvió al trabajo.

Una vez en su casa le enseñó el recorte de prensa a su tía y le preguntó si le sonaba la cara de Martínez Ursola. La tía Pau se colocó las gafas y examinó el papel con atención.

– Ni idea, querido. No había visto su cara en toda mi vida. Y además, la fotografía es bastante borrosa. Da la sensación de ser una de esas fotos que consiguen los periodistas de un personaje del que no tienen muchas imágenes disponibles. A éste no lo han fotografiado mucho, estoy convencida.

Nacho asintió. Pero no tardaría en saber lo desorientada que andaba su tía.

– ¿Entonces no te suena su cara?

La tía Pau negó categóricamente.

– Su cara no me suena de nada, pero sé quién es.

– ¡Podrías haber empezado por ahí!

– Tú me has preguntado si me sonaba su cara, y yo te he dicho la verdad. Que no. -La señora dio un respingo, muy ofendida.

– Vaaale. ¿Y quién es? El periódico es muy vago al respecto. Lo llaman señor importante, pero no dan detalles que permitan calibrar su importancia. He buscado en Internet, pero no encuentro nada sobre él, excepto la misma referencia a su muerte que viene impresa en el periódico, copiada en unos cuantos sitios más casi textualmente.

– Voy a la cocina a hacer un té. ¿Quieres?

– ¡Espera, tía! ¡Tía…!

Nacho corrió tras ella y le dio alcance en la cocina, cuya puerta era una antigüedad india que la mujer había comprado en una tienda de la calle Ribera de Curtidores de Madrid. Cada vez que la señora la franqueaba, la tocaba como si la acariciase.

– Martínez Ursola se arrastró desde las alcantarillas de la censura franquista hasta lograr encaramarse al poder en la Transición, primero con la UCD, luego con los socialistas, después en el breve período en que gobernó la derecha en el país, y hacía unos años que había desaparecido del mapa político -explicó la tía Pau mientras sorbía su vaporosa taza de té, una pieza de cerámica adornada con un monigote azul que estaba leyendo mientras sostenía una pancarta en la que podía leerse «Getxo, Liburutegui Zerbitzua».

– ¿Cómo lo sabes?

– Ay, hijo mío, porque soy muy vieja…

– Deja de hacerte la víctima, es un papel que te queda… pequeño.

– Sí, lo que tú digas, pero mira mi escote -se señaló el pecho, tapado hasta el cuello a pesar del calor que ya comenzaba a arreciar-. No puede decirse que sea el de una miss.

– Bueno, no te desvíes del tema.

– El tema… Ah, sí. La firma de Martínez Ursola, censor, era imprescindible en otras épocas para disponer de según qué títulos en las bibliotecas públicas, en las que yo he trabajado toda mi vida útil, laboralmente hablando. Y fue un censor meticuloso. Nada que ver con aquellos ingenuos que aprobaban obras literarias, o de cine y televisión, porque apenas se enteraban de lo que estaban contando los autores. Se las metían dobladas, como dirías tú. Pero Martínez Ursola no era de ésos. A él no se le escapaba ni una.

– Un tipo listo.

– Sí, y cumplidor. Lo que nunca logré explicarme es cómo alguien es capaz de adaptarse al paso de un régimen político a otro y seguir mandando. Porque ese señor fue parte sustancial del poder de este país desde mediados de los años cincuenta, que se dice pronto.

– Mucho tiempo, sí.

– Y de alguna manera se las había arreglado para que nadie lo conociera. La foto que me has enseñado hace un momento es la primera imagen suya que he visto en mi vida. Y llevo tantos años como Martínez Ursola en esto, sólo que yo los he empleado en leer periódicos.

– ¿Qué crees que tenía que ver este hombre con Fabio Arjona?

– No lo sé. La periodista dice que fue su protector. Eso puede significar cualquier cosa, pero conociendo el percal de ambos, seguramente fue una relación interesada.

Nacho decidió llamar a Rocío para preguntarle qué tal andaba, y de paso comprobar si sabía algo sobre Martínez Ursola. La relación, puesta por escrito en la prensa, del recientemente fallecido con Arjona no dejaba de ocupar sus pensamientos de una manera molesta y desasosegante. Tenía que hacer algo, preguntar, hablar… No sabía muy bien qué, pero sentía un pálpito extraño rondándole el pecho.

Se dio cuenta de que no sabía el número de teléfono de Rocío. No habían llegado a intimar lo suficiente, resolvió con pesar, aunque a él le hubiera gustado hacerlo.

Ella no le había dado ninguna tarjeta de presentación, como sí habían hecho la mayoría de los poetas del cigarral; sólo conocía su dirección electrónica, y no creía que ésa fuese una manera rápida de comunicarse con ella. Prefería el teléfono.

Llamaría a doña Agustina y le preguntaría por el número de la chica.

No era demasiado tarde, apenas las ocho de la noche, y ya estaban en verano, aun así, doña Agustina tardó en contestar. Cuando lo hizo su voz sonaba artificialmente alegre, como azuzada por una corriente eléctrica repentina.

– Ignacio Arán, el poeta meteorólogo. ¡Cuánto tiempo, querido joven! Me alegra mucho tener noticias tuyas, ¿te encuentras bien? -preguntó la dama con un ligero deje de inquietud.

Nacho la imaginó rodeada de su fiel secretario, a quien él nunca conoció, y su gato ronroneante y escurridizo, de mirada acusadora.

– Buenas noches, doña Agustina, ¿qué tal se encuentra? ¿Va todo bien por la fundación? -replicó él.

– Bueno, ya sabes, nos costará superar todo esto. Qué mala publicidad, querido, qué mala publicidad… Cuando pude hablar con el ministro, y me costó Dios y ayuda que se pusiera al teléfono para atender mis llamadas, ambos convinimos en que debemos idear alguna otra cosa que borre el mal sabor de boca de este encuentro, que, por otra parte, podría haber sido maravilloso. Tenemos casi listo el libro con las conferencias que tan amablemente preparasteis sobre la figura literaria y humana de mi marido. Hemos conseguido que lo ilustre un artista plástico de primerísima fila, y vamos a incluir fotos de Alberto, desde su infancia hasta los últimos días de su vida, rodeado en la mayoría de las instantáneas de gente ilustre. Está quedando precioso. En cuanto salga de la imprenta os enviaré a casa vuestros ejemplares. Te va a encantar.