– Gracias, doña Agustina, lo estoy esperando con impaciencia -aseguró Nacho. Luego carraspeó y se lanzó-: Mire, estoy tratando de ponerme en contacto con Rocío Conrado. No he vuelto a saber nada de ella y me gustaría estar al tanto de cómo está y todo eso. Me siento fatal porque tendría que haberla llamado antes, pero es que he estado liadísimo con el trabajo y…
– Oh, Rocío, sí. Pobrecilla. Yo la he llamado varias veces. Está mucho mejor, mucho mejor -repitió la mujer con una voz algo menos calurosa.
– Me preguntaba si usted me podría dar su número de teléfono…
– Faltaría más, claro que puedo dártelo. -Se oyeron unos movimientos agitados y un cuchicheo: «Teodorico, búscame el número de la niña Conrado, gracias, querido, muchas gracias»… -. Toma nota, Ignacio, aquí lo tengo.
Le dictó los números con una lentitud exasperante y Nacho los copió en su libreta de notas.
– Es usted muy amable, como siempre, doña Agustina -dijo-. Bueno…
– Oye, Nacho…
– Dígame.
– Aquello de, ya sabes, de lo que hablamos, aquello… ¿Sacasteis algo en claro? Ya sabes… Tú y tu amigo.
– Ah, ya. Se refiere a aquello. Pues no. No había nada de interés allí, ya sabe -imitó a la mujer, y se sintió un poco infantil-. Fue una gran decepción. Por eso no la he llamado para discutir sobre el tema. Y, además, pensé que no sería prudente hablar de esto… ya sabe.
– Sí. Me hago cargo. Bueno, he de decir que casi lo prefiero así. Mucho mejor para todos. A ver si podemos darle carpetazo a esta historia de una vez por todas. -Suspiró con afectación-. Bueno, pues me alegro de haber charlado un ratito contigo. Llámame cuando quieras, Nacho.
– Lo mismo digo, doña Agustina.
– Y dale recuerdos de mi parte a Rocío. -Lo pensó un poco y se le ocurrió algo-. ¿Te enteraste de que, al final, fue ella la que heredó a Fabio Arjona?
– ¿Qué me dice?
– Ah, ¿no lo sabías?
– No tenía ni la más remota idea, ya le digo que no hemos estado en contacto.
– ¿Recuerdas que estuvimos hablando sobre eso precisamente, sobre la herencia de Fabio Arjona? -preguntó la señora-. Tú decías que quizás tendría parientes, aunque fuesen lejanos.
– Sí, lo recuerdo.
– Pues al parecer no los tenía y, como estuvimos comentando, hacía tiempo que no andaba en pareja. Al parecer, hizo testamento hace algo más de un año, y nombró a Rocío heredera universal de sus bienes, que tampoco es que fueran muchos. -Caviló un instante, como si estuviera contando con los dedos-. Bueno, sí, tenía una casa que debe de valer algún dinero, y una buena biblioteca, pero no mucho más. Con todo, algo es algo.
Nacho llamó a Rocío, pero nadie contestó a su llamada. Insistió un par de veces más, con la misma falta de provecho. Dejó pasar una hora y lo intentó de nuevo. Sin respuesta. Concluyó que quizás ya era demasiado tarde y se dijo que la llamaría al día siguiente.
Así lo hizo, pero Rocío no atendió a ninguna de sus llamadas hasta que, a la hora del bocadillo, la llamó desde el teléfono público del bar donde solía almorzar. Casualidad o no, la chica se puso esta vez al teléfono.
– ¿Diga?
– Rocío, soy Nacho Aran, ¿cómo estás?
– Oh, Nacho.
– Llevaba semanas queriendo llamarte, pero me ha costado dar con tu número.
– ¿De dónde lo has sacado? -su voz sonaba vacía y acre-. Podrías haberme escrito un correo electrónico.
– Me apetecía oírte, espero que no te moleste.
La chica se relajó y bajó la guardia lo imprescindible para no parecer maleducada.
– No te preocupes, no me importunas. Dime.
Nacho notaba la resistencia de Rocío, y decidió no perder tiempo y jugarse el todo por el todo. Temía perder su atención, y tampoco estaba muy seguro de lo que pretendía conseguir de ella.
– Verás, quería hablar contigo porque ayer leí en el periódico una noticia que me inquietó.
– ¿Qué noticia? -ahora su voz crujía como pedernal cayendo por un acantilado.
– La muerte de Alejandro Martínez Ursola. No sé si tú sabes quién es, Rocío.
Se hizo un mutismo sobrenatural en la línea. Transcurridos unos instantes, Nacho insistió:
– Rocío, ¿estás ahí?
Como si hiciera un esfuerzo heroico, la mujer respondió al fin:
– Ahora no puedo hablar, si quieres podemos vernos algún día.
Se pusieron de acuerdo para verse al cabo de tres días, en el centro de Madrid. Rocío aseguró que no faltaría a la cita, y Nacho colgó el auricular del teléfono mientras sentía que la cabeza le daba vueltas.
Con la ayuda de los fieles internautas habituales del Club Baskerville, Nacho consiguió averiguar que Martínez Ursola se había suicidado. Sufría un cáncer de páncreas desde hacía algo más de un año, y aunque los médicos no le habían dado mucha esperanza de vida, él decidió no esperar y se inyectó una sobredosis de morfina. En la prensa no había vuelto a aparecer ninguna noticia más sobre el tema (él estuvo muy atento, pero no encontró nada), y la familia lo había enterrado discretamente.
Mientras se encaminaba a su encuentro con Rocío, no comprendía demasiado bien de qué manera encajaba la muerte de aquel hombre con la de Fabio Arjona, o incluso con la actitud de la joven escritora, que se le antojaba turbadora y confusa. Pero le daba en la nariz que Rocío ocultaba algo, y que fuera lo que fuese lo que estaba escondiendo, no le hacía bien.
Dejó el coche en el parking de los Mostenses, detrás de la Gran Vía madrileña, y salió al sol de julio, que lo azotó como una vaharada recién importada del infierno. La plaza estaba sucia, llena de restos orgánicos del mercado (fruta podrida, cartones, porquería informe en sereno proceso de putrefacción), cerrado a esas horas de la tarde, y de los detritos de los viandantes, convencidos de que las aceras eran un gran basurero al aire libre con funciones adjuntas de urinario público. Olía mal, y arrugó la nariz mientras se encaminaba a la Gran Vía y subía hasta Callao, tratando de superar el disgusto que le producía andar por el centro de una ciudad hermosa como Madrid que parecía deteriorarse a marchas forzadas, carente por completo de unas cuantas normas básicas de orden público.
Llegó al bar donde había quedado con Rocío, en la calle Preciados esquina con Sol, un semisótano que a esa hora estaba relativamente tranquilo, fresco y oscuro, y pidió un Martini seco y unos cacahuetes. Nunca sabía qué pedir a esas horas.
La joven se presentó diez minutos después que él. Vestía de negro, según su costumbre, y llevaba unas enormes gafas que le tapaban media cara. Iba escuchando música en un iPod, y al ver a Nacho se quitó los auriculares como si estuviera arrancándose de la cabeza dos mechones de pelo cano.
– ¿Qué tal? -dijo. Se sentó a la mesa que Nacho ocupaba, sin hacer ademán de ir a saludarlo.
Nacho le sonrió con dulzura, o al menos lo intentó; no supo si Rocío apreció el gesto.
– Bien, gracias. ¿Y tú cómo estás?
La chica se encogió de hombros y no dijo nada.
– Te veo muy guapa, como siempre.
– Querías verme…
– Sí, sí. -Nacho sintió un nudo en la garganta. Estaba tan nervioso como si fuese a hacerle una declaración de amor. Y no era el caso.
– Pues ya me has visto -Rocío hizo ademán de ir a levantarse, pero Nacho la detuvo sujetándola suavemente por un brazo.
Ella volvió a sentarse, dócilmente. No se había quitado las gafas, pero el meteorólogo presentía que tras aquellos cristales negros, que rechazaban la luz, los ojos de la joven chispeaban, quizás anegados en un llanto tan tenue como una ligera llovizna del lagrimal.