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Cuando murió su marido casi había logrado transformarlo en un excéntrico anciano, venerable y sabio. Puso en marcha la Fundación Alberto Pons, y consiguió que se hicieran más de una docena de tesis doctorales sobre su obra, que fueron generosamente becadas. Para entonces, Alberto ofrecía la divertida imagen de un poeta mundano, adelantado a su tiempo, moderno y juguetón con la vida y el lenguaje. Un excéntrico digno y estimable. Agustina había sido el guardabarros de Alberto. Y diecisiete años después de su muerte, sin nada mejor que hacer y más dinero del que podría gastar en lo que le quedaba de vida, estaba dispuesta a seguir siéndolo. Aunque, a esas alturas, procuraba no tener que mancharse demasiado.

La idea del encuentro poético se había gestado también en la fundación. El secretario de Agustina -con el que se entendió durante algún tiempo, hacía ya mil años- y ella habían convencido al Ministerio de Cultura para que coligara su nombre al encuentro. Los gastos los pagaba la fundación, por supuesto; lo de menos era tener a una docena escasa de poetas durante una semana en el cigarral, a gastos pagados. Lo más caro era remunerarles por su tiempo. Quince mil euros para cada uno, más de lo que mucha gente ganaba trabajando duramente un largo año de su vida, con el requisito, eso sí, de que todos ellos leyeran una ponencia (a puerta cerrada, y sólo para sus colegas, pues no se permitía la asistencia de público) que versara sobre un aspecto cualquiera de la obra del difunto y egregio Alberto Pons. Una vez finalizado el evento, las conferencias serían publicadas en forma de libro por la fundación, bajo el padrinazgo del Ministerio de Cultura, con una breve introducción de página y media del propio ministro. Agustina no había dudado de las virtudes publicitarias de la idea. Pensaba repetir el encuentro cada dos años, eligiendo siempre a los mejores poetas del panorama nacional (algunos no repetirían, muchos sí). Quería que el nombre de Alberto estuviera asociado a lo más sobresaliente de la poesía del momento, y quería oírles decir a todos aquellos engolados «juntaversos» progres lo maravilloso y genial que había sido su marido. Costaba una fortuna, pero valía la pena: sabía de buena tinta que algunos habrían matado por estar convocados allí ese día.

Bueno… De hecho, alguien había matado de verdad. Y todo anunciaba que quien lo había hecho sí había sido invitado, o no, pero en cualquier caso…

Agustina suspiró y cerró ceremoniosamente los ojos, igual que haría su gato.

– Parece mentira que esto me haya pasado a mí… Dentro de pocas horas tendremos encima a la prensa. Esto saldrá en los telediarios de la noche, ya lo verás. La radio ha avanzado la noticia, aunque por fortuna no tenían todos los datos. Se han limitado a anunciar que Fabio Arjona «ha muerto en trágicas circunstancias». Ni se imaginan lo trágicas que han sido… Esta noche habrá una docena de periodistas a las puertas del jardín, apuntando sus teleobjetivos hacia nuestros sospechosos… traseros. En tu revista de Internet ya está la cosa que arde, yo misma lo he comprobado… -Bajó la voz cuando pronunció la última palabra, mascullándola.

– ¿Cómo dice? -Nacho se incorporó hacia delante y, con el impulso de su cuerpo, el balancín lo acunó de un modo discreto y agradable.

– Nada, hijo, nada. ¿Te ha enseñado Carlos tu habitación?

– No, aún no. He pasado directamente aquí. Ni siquiera he sacado mi maleta del coche. No sabía si… ¿Dónde está todo el mundo? ¿No hay nadie más en la casa?

«Esto está muy tranquilo -pensó-, demasiado, después de haber pasado lo que sea que haya pasado.» Se mordió los labios. La palabra asesinato le resultaba dura de pronunciar. Se le antojaba uno de esos términos por los que hay que pagar honorarios…, lingüísticos y morales.

Durante un rato ninguno de los dos dijo nada. El gato apareció de nuevo en la puerta entreabierta, procedente del jardín. Se echó sobre la alfombra y comenzó a hacer muecas mientras se acicalaba el bigote, húmedo quizás de hozar entre las plantas. Nacho pensó que los gatos son unos verdaderos maniáticos. Y que siempre parecen profundamente satisfechos y contrariados a la vez.

– Hemos pasado toda la noche en vela. Desde que descubrimos el… cadáver hasta ahora mismo. Lo… lo encontré yo, en el jardín, maldita sea. A los pies de mis plantas, encima de mi banco de hierro del siglo XIX. Esto es demasiado, a mi edad. La policía llegó alrededor de las ocho, estaba oscureciendo, y estuvo interrogando uno por uno a todos los habitantes de la casa. -Para apostillar sus palabras, la señora dejó escapar un pequeño bostezo, el precio en metálico de su cansancio-. Pusieron la casa patas arriba, además, registrándola palmo a palmo. Casi todo el mundo tuvo que desplazarse a la comisaría para prestar declaración. Algunos todavía no han regresado; espero que no tarden en hacerlo. Nos han tomado las huellas digitales y muestras de ADN. ¡ADN!, yo ni siquiera sabía que tenía algo así dentro de mi cuerpo, y mucho menos que me pudieran extraer una porción pasándome un bastoncillo de algodón por las encías. Ha sido, sin lugar a dudas, la noche más extraña de mi vida.

Nacho sólo conocía los detalles que había tenido tiempo de leer por Internet antes de salir corriendo de casa. Informaciones confusas y atropelladas que ni siquiera se ponían de acuerdo sobre la hora de la muerte. De camino a Toledo, había podido oír por la radio una referencia al «luctuoso y terrible suceso» (así lo habían denominado) que no arrojaba mucha más luz sobre el asunto.

– Lo único que puedo decir, a estas alturas del día, es que creo que tú no eres el asesino. -Doña Agustina sonrió y en sus ojos claros y acuosos se despertó un fogonazo de oscuridad, como un diminuto quiste en medio de los iris-. Aunque tampoco podría asegurarlo, claro.

– Bueno, yo…

– Todos los demás somos sospechosos, ¿entiendes, Ignacio? La policía nos tiene a todos en el punto de mira. Trece adultos a los que podríamos incluir sin un titubeo entre las personas más respetables y consideradas de este país, sospechosos de haber cometido un crimen atroz. Con arma blanca.

– ¿Incluye ese número al jardinero? -quiso saber Nacho.

– ¿Te refieres a Carlos? No es exactamente el jardinero, aunque también. Es un «chico para todo». Se encarga del mantenimiento de la propiedad. Cuando yo ando por aquí, también viene su mujer a cocinar y a limpiar.

– O sea, catorce adultos, porque Carlos estaba aquí cuando ocurrieron… los hechos, ¿no? -Hizo un mohín de disgusto consigo mismo.

«Los hechos», cielo santo, ¿de dónde sacaría esa tendencia a la semántica complaciente y trillada?, ¿quizás de sus actividades en la Revista de Detectives y Sabuesos? Aunque Nacho se dijo que tal vez era algo que le ocurría en presencia de personas de cierta edad, como su tía Pau y ahora doña Agustina. Sin darse cuenta se volvía formal, relamido y deferente con ellas. Se esforzaba inconsciente y patéticamente por caer en gracia. Afloraba enseguida su complejo de niño bueno que por nada del mundo quiere que le riñan. Sí, tenía un problema con la autoridad. En otros ambientes, sin embargo, sus palabras se vestían de cuero y hacían estriptís, se volvían atrevidas y no tenían en cuenta lo que pensaba la gente.