– Buenos días, signor Silvestri -dijo Brunetti afablemente, como si viniera a comentar los resultados de fútbol de aquel fin de semana.
Silvestri descruzó los brazos, miró a Brunetti y lo reconoció inmediatamente.
– Fontanero -dijo escupiendo al suelo.
– Por favor, signor Silvestri -dijo Brunetti pacientemente, acercando una de las sillas y sentándose. Abrió la carpeta, leyó la hoja de encima, la levantó y consultó la de debajo-. Atraco, proxenetismo, y aquí veo que fue arrestado una vez por tráfico de drogas en… a ver… -se interrumpió, volviendo a la primera página para buscar la fecha-…enero del año pasado. Dos acusaciones por haber tomado el dinero ofrecido a una prostituta pueden ocasionarle bastantes problemas, pero imagino que…
– Señor fontanero -interrumpió Silvestri-, acabemos de una vez, ¿vale? Usted me acusa, yo llamo a mi abogado, él viene y me saca de aquí.
Brunetti miró al hombre con aparente indiferencia, y vio que mantenía los brazos pegados al cuerpo y los puños apretados y que la frente le relucía de sudor.
– Por mí, encantado, signor Silvestri. Pero me temo que lo de ahora es mucho más grave que las acusaciones que figuran en su ficha. -Brunetti cerró la carpeta y se golpeó con ella la rodilla-. En realidad, esto escapa a la competencia de la policía de la ciudad.
– ¿Qué quiere decir? -Brunetti observó que el hombre trataba de relajarse, que abría las manos y las apoyaba en las rodillas.
– Quiero decir que, desde hace tiempo, el bar que usted frecuenta con sus… con sus colegas está bajo vigilancia, y que han intervenido el teléfono.
– ¿Lo han intervenido? ¿Quiénes? -preguntó Silvestri.
– La SISMI -respondió Brunetti-. Concretamente, la unidad antiterrorista.
– ¿Antiterrorista? -repitió Silvestri estúpidamente.
– Sí. Al parecer, el bar era utilizado por algunas de las personas implicadas en el atentado contra el museo de Florencia -explicó Brunetti, improvisando sobre la marcha-. En realidad, no debería decirle esto, pero estando usted complicado en el caso, no veo por qué no hemos de poder hablar de ello.
– ¿Florencia? -Silvestri no podía sino repetir lo que oía.
– Sí, por lo poco que yo sé, el teléfono de ese bar ha sido utilizado para transmitir mensajes. Hace un mes que está intervenido. Legalmente, desde luego, por orden judicial. -Brunetti agitó la carpeta en alto-. Anoche, cuando mis hombres lo arrestaron, traté de decir a los otros que usted era un pez chico, asunto nuestro, pero no me hicieron caso.
– ¿Qué significa eso? -preguntó Silvestri con una voz en la que no había ya ni asomo de irritación.
– Significa que le aplicarán la ley antiterrorista. -Brunetti cerró la carpeta y se puso de pie-. Es sólo una mala interpretación entre servicios, ¿comprende, signor Silvestri? Lo retendrán cuarenta y ocho horas.
– ¿Y mi abogado?
– Entonces podrá llamarlo. Sólo serán cuarenta y ocho horas. Y ya han pasado… -Brunetti se subió el puño de la camisa para mirar el reloj-…diez. Así que no tiene más que esperar un día y medio y podrá llamar a su abogado que seguramente lo sacará de aquí enseguida.
– ¿A qué ha venido usted? -preguntó Silvestri con suspicacia.
– Como el que lo arrestó era uno de mis hombres, me ha parecido que, puesto que yo lo he metido en esto, lo menos que podía hacer era venir a darle una explicación. Ya he tenido tratos con los del SISMI antes de ahora -dijo Brunetti con aire de cansancio-. No atienden a razones. La ley dice que pueden retenerlo cuarenta y ocho horas incomunicado y habrá que aguantarse. -Otra vez miró el reloj-. Pasarán pronto, signor Silvestri, estoy seguro. Si quiere revistas, pídalas al agente de la puerta, ¿de acuerdo? -Con estas palabras, Brunetti se levantó y dio media vuelta.
– Por favor -dijo Silvestri, y era la primera vez que utilizaba estas palabras para dirigirse a un policía-. Por favor, no se vaya.
Brunetti se volvió ladeando la cabeza con manifiesta curiosidad.
– ¿Ya ha decidido qué revistas desea? ¿Panorama, Architectural Digest, Famiglia Christiana?
– ¿Qué es lo que quiere de mí? -dijo Silvestri con voz ronca y no de cólera. El sudor de la frente había formado ya gruesas gotas.
Brunetti comprendió que no era necesario seguir jugando con él. Esto era todo lo que había resistido el bravo Franco, duro como una roca.
Con voz firme y severa, Brunetti inquirió:
– ¿Quién le llama por teléfono al bar y a quién llama usted?
Silvestri se pasó las dos manos por la cara y el abundante pelo, pegándose el flequillo a las sienes. Se frotó los labios con la mano, insistiendo en las comisuras, como para quitar una mancha.
– Me llama un hombre, que me avisa cuándo van a llegar chicas nuevas.
Brunetti no dijo nada.
– No sé quién es ni de dónde llama. Pero llama una vez al mes o cosa así y me dice dónde tengo que recogerlas. Ya las han pasado, yo sólo tengo que recogerlas y ponerlas a trabajar.
– ¿Y el dinero?
Silvestri no contestó. Brunetti se volvió hacia la puerta.
– Se lo doy a una mujer. Cada mes. Cuando el hombre me llama, me dice dónde tengo que encontrarme con ella y cuándo, y entonces le doy el dinero.
– ¿Cuánto?
– Todo.
– ¿Cuánto es todo?
– Lo que queda, después de pagar a las chicas y las habitaciones.
– ¿Cuánto?
– Depende.
– Está haciéndome perder el tiempo, Silvestri -se impacientó Brunetti.
– Unos meses, cuarenta o cincuenta millones. Otros, menos. -Lo que, según Brunetti, significaba que otros meses era más.
– ¿Quién es la mujer?
– No lo sé. No la he visto.
– ¿Cómo que no la ha visto?
– El que me llama me dice dónde estará aparcado el coche. Es un Mercedes blanco. Yo tengo que acercarme por detrás, abrir la puerta trasera y dejar el dinero en el asiento. Entonces ella se va.
– ¿Usted nunca la ha visto?
– Lleva un pañuelo en la cabeza. Y gafas oscuras.
– ¿Es alta? ¿Delgada? ¿Blanca? ¿Negra? ¿Rubia? ¿Vieja? Venga, Silvestri, no hace falta verle la cara a una mujer para saber esto.
– No es baja. No sé de qué color tiene el pelo. No le he visto la cara, pero no creo que sea vieja.
– ¿Qué matrícula tiene el coche?
– No lo sé.
– ¿No la ha visto?
– No; siempre es de noche, y el coche tiene las luces apagadas. -Brunetti estaba seguro de que Silvestri mentía, y también comprendía que Silvestri no diría mucho más.
– ¿Dónde se encuentran?
– En la calle. En Mestre. Una vez, en Treviso. En sitios distintos. El hombre me dice dónde cuando me llama.
– ¿Y las chicas? ¿Cómo las recoge?
– De la misma manera. Él me dice dónde y cuántas hay, y yo voy a recogerlas con el coche.
– ¿Quién se las trae?
– No lo sé. Cuando llego están esperando.
– ¿Así, sin más? ¿Como un rebaño?
– Saben que más les vale no hacer tonterías -dijo Silvestri con brusca aspereza.
– ¿De dónde vienen?
– De todas partes.
– ¿Qué quiere decir?
– De muchas ciudades. De distintos países.
– ¿Cómo vienen?
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Cómo llegan a formar parte de su… de su mercancía?
– Sólo son putas. ¿Cómo quiere que yo lo sepa? Joder, ¿es que se ha creído que hablo con ellas? -Bruscamente, Silvestri hundió las manos en los bolsillos y exigió-: ¿Cuándo va a dejarme marchar?