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Vera Lujan, Agustín, Análisis semiológico de Muertes de perro, Madrid, Cupsa, 1977.

Vientos Gastón, Nilita, «Una novela de Francisco Ayala: Muertes de perro», El Mundo (San Juan de Puerto Rico), 31 enero de 1959.

Referencias de otros autores y obras

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Anónimo, Lazarillo de Tormes, 15.a ed., Madrid, Espasa-Calpe, 1966.

Baroja, Pío, El árbol de la ciencia, ed. de Gerald C. Flynn, Nueva York, Appleton-Century-Croft, 1970.

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Cervantes Saavedra, Miguel de, Don Qvixote de la Mancha, 4 tomos, ed. de Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla, Madrid, Gráficas Reunidas, 1928.

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Zola, Émile, La Béte humaine, París, Georges Charpentier, 1890.

Muertes de perro

I

Estamos demasiado acostumbrados hoy día a ver en el cine revoluciones, guerras, asaltos y asonadas, todas esas espectaculares violencias [2], en fin, donde la bestia humana ruge [3]; pero quien sólo en el cine las haya visto, mal podrá -pienso yo- imaginarse la sencillez estupenda con que en la realidad se desenvuelven cuando por desgracia le toca a uno -como a mí, ahora- presenciarlas de veras. Transcurrido el tiempo, acontecimientos tales serán sin duda admiración de las generaciones nuevas; y el que los ha vivido pasará a sus ojos, sin otro motivo, por un héroe. En cuanto a mí, desde luego renuncio a semejante gloria, y me aplico a preparar este relato con el desengaño de la pura verdad. Instalado siempre en mi sillón de ruedas, testigo de tanto y tan cruel desorden, aquí estoy, en medio del torbellino, sin que hasta el momento nadie me haya molestado. Si mi invalidez sigue valiéndome, si acaso no se le ocurre todavía a algún mala sangre divertirse a costa de este pobre tullido y meterme de un empujón en la grotesca danza de la muerte [4], es muy probable que lleguemos al final, y pueda contarlo… Porque esto ha de tener un final; y será menester que alguien lo cuente.

Mientras tanto, mi nulidad me preserva. De mí, ¿quién va a ocuparse? Y hasta me sobra el tiempo y el sosiego para observar, inquirir, enterarme, averiguarlo todo, e incluso para hacer acopio de documentos; sí, juntar los papeles sobre cuyo valor documental habrá de fundarse luego la historia de este turbulento período. Por supuesto, no voy a alardear de tal servicio, ni es tampoco gran mérito dedicarme a recogerlos y coleccionarlos; pues ¿en qué mejor cosa podría ocuparme? Vástago de una familia de escribas, y clavado por añadidura a este sillón desde los días ya bastante remotos de la adolescencia, a mí me corresponde por derecho propio esta sedentaria tarea, cuando todos se afanan por matarse unos a otros. Cada cual a lo suyo, digo yo; y en esto no hay alarde, antes al contrario… Cierto es, lo sé bien, que mi condición no constituiría impedimento mayor para quien gustase de participar en las luchas de su tiempo; y no digamos, si por ventura poseía el genio de la política: ahí tenemos, no tan lejano, el caso de Roosevelt como ejemplo y espejo de paralíticos activos [5]; y aun sin irse a lo alto, ¿acaso este viejo Olóriz, lisiado ya y no menos impedido que yo, medio imbécil de senilidad, no es quien está, en cierto modo, dirigiendo ahora entre nosotros, con su mano temblona, la horrible zarabanda [6]? ¿No es él quien decreta muertes bajo pretexto de pública salvación, quien ordena interrogatorios y dispone torturas, y maneja, en suma, desde su rincón, los hilos todos de los títeres? Él es, aunque mentira parezca.

Pero yo, pobre de mí, que jamás sentí el aguijón de tales deseos, he hecho y hago, en cambio, virtud de mi enfermedad para reforzar con ella mi tradición doméstica de lector y de escribidor, hasta haberme convertido a los ojos de los demás en esa rara avis, o bicho raro, que en mí ven: especie de absurdo mochuelo, con el pecho poderoso y las patas secas. ¡Dejadlos! Ellos pugnan, ellos luchan, ellos se desgarran, ellos se arrancan la vida y, movidos por oleadas de ciega pasión, actúan como protagonistas. Sin embargo, ¿quién les dice que no haya de ser mi nombre, el nombre de Luis Pinedo, del insignificante Pinedito, el que se haga ilustre, a fin de cuentas, por encima de todas las cabezas, con el solo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido estos documentos cuya importancia nadie reconoce ahora, y en los que nadie repara?… Silenciosamente, los recojo yo mientras tanto para redactar en su día la crónica de los sucesos actuales; y es curioso que los sucesos mismos, en su vendaval, se encargan de irlos trayendo hasta mis manos. Si las turbas no hubieran asaltado varias legaciones, es claro que nunca habrían llegado a mi poder las piezas de sus archivos, dispersos al viento, que aquí tengo. Sin la desbandada del convento de Santa Rosa, cuya abadesa buscó en la Embajada de España, luego saqueada por un grupo de insensatos, breve, inseguro y efímero refugio, no poseería yo en custodia el mazo de cartas y borradores que obran en mis carpetas… Y como ésos, son bastantes -y muy sabrosos, por cierto, algunos de ellos- los escritos que, a favor de las circunstancias, he conseguido reunir y clasificar hasta el momento.

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[2] Estamos… esas espectaculares violencias: En 1958, fecha de la primera edición de esta novela, el autor atribuye al cine el espectáculo de la violencia que hoy prodigan, ampliados y multiplicados, los ubicuos medios de comunicación, a cuyo estudio ha dedicado atención frecuente en sus escritos sociológicos (ver el estudio de Vázquez Medel).

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[3] donde la bestia humana ruge: en su novela La bestia humana (La Béte húmaine, 1890), el «naturalista» literario Émile Zola (1840-1902) examinaba al trabajador francés desde los presupuestos de las ciencias naturales. Pero Ayala novela desde los de su propia sociología (Ensayos, 573-587), que rechaza el modelo de las ciencias naturales. Para Ayala como para Ortega (VI, 422), el individuo es humano sólo en cuanto fiel a su íntima vocación y su programa de existencia personal. Pero la crisis de la actualidad acelera el proceso histórico hasta imposibilitar la larga previsión necesaria para el programa vital de cada uno, reduciéndole a «la inhumana condición de la bestia», que, «despreocupada del porvenir», reacciona a cada peripecia externa (Tratado de sociología, II, 182-183). Tal, el sentido estricto de la bestialidad en esta novela (cfr. Mermall, 122).

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[4] danza de la muerte: en el mundo hispánico, el tema remonta al anónimo poema didáctico, la Dança general de la muerte, compuesta a finales del siglo xiv o a principios del xv, y que satiriza a las jerarquías de la sociedad, todas allanadas con la muerte, representada como un esqueleto que fuerza a los hombres de todas las categorías sociales a bailar con ella en círculo. Según J.C. Mainer (4, nota 2), «el motivo de la danza… tuvo una famosa representación en las pinturas del cementerio e iglesia de los Inocentes de París (1462)», de cuyas leyendas «provino el texto literario».

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[5] el caso de Roosevelt… paralíticos activos: Franklin Delano Roosevelt (1882 1945), trigésimo segundo presidente de los Estados Unidos, debido a su poliomielitis, gobernaba desde su sillón de ruedas. Organizó y aplicó un ambicioso programa de reformas sociales con el fin de crear empleos para los trabajadores en paro durante la Gran Depresión económica (1929-39), y en el teatro internacional, condujo su país a la Segunda Guerra Mundial.

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[6] la horrible zarabanda: otra alusión a la danza de la muerte; la zarabanda era una «danza popular española de los siglos xvi y xvii, frecuentemente censurada por los moralistas»; y, por extensión, en el sentido figurado, «cualquier cosa que causa ruido estrepitoso»: Dic. Real Acad., 1508.