Los hay, en efecto, para todos los gustos y en todos los géneros; pero ninguno, sin embargo, tan precioso para mí, ni tan inesperado, debo decirlo, como las memorias que, con meticulosidad increíble y cierta buena mano literaria, venía pergeñando en secreto, día tras día, sobre papel timbrado de la Presidencia, el mismo oscuro, turbio y atravesado sujeto que había de desencadenar los acontecimientos trágicos, para ser enseguida su primera víctima: el secretario particular Tadeo Requena. Bien puede imaginarse la importancia reveladora de ciertas claves contenidas en el largo y a veces también impertinente relatorio, o especie de autobiografía, de este atroz personaje que, desde su segundo plano, tan decisiva actuación tuvo en todo; importancia tal, que su escrito deberá ser la piedra angular de cualquier construcción histórica erigida en el futuro.
No disimularé que me ilusiona la perspectiva de ser yo mismo, si es que arribamos a buen puerto, el arquitecto de esa obra grandiosa. Es una tarea digna; vale la pena, y presiento que me está reservada. Por lo pronto, ganaré tiempo aplicándome a la labor preparatoria de juntar y ordenar los materiales, allegar las fuentes dispersas, y trazar algún que otro comentario, aclaración o glosa que concierte y relacione entre sí los acontecimientos, depure los hechos y establezca el verdadero alcance y el cabal sentido de cada suceso. De esta manera, calmo mi ansiedad, lleno las horas y, en el caso en que la suerte no me acompañe hasta el final o me fallen las fuerzas, quedará siempre ahí un mamotreto crudo y un tanto caótico, sí, pero de cualquier modo útil; más diré: indispensable; pues en este bendito país nuestro pronto se pierde la memoria de todo, de lo bueno como de lo malo; y no es éste nuestro menor defecto, la verdad sea dicha: vivimos al día, sin recuerdo del pasado ni preocupación del porvenir, entregados a un fatalismo que nos lleva, en lo individual como en lo colectivo, de la abulia al frenesí, para recaer de nuevo en el letargo tras cada convulsión.
Eso, quizás por suponerse que nada de lo que ocurra o pueda ocurrir aquí tiene entidad real. Y es innegable -perdóneseme la digresión-: nuestro país no cuenta para mucho en el mundo; nosotros mismos lo tenemos en poco; debajo de todo nuestro patriotismo verbal, lo despreciamos, hay que reconocerlo; nos avergonzamos de él. De cualquier modo, queramos o no, el hecho es que se trata de un país chiquito, demasiado chiquito, un pobre rincón del trópico, apartado, perdido entre las que nosotros, con evidente hipérbole, llamamos, en comparación, «las grandes potencias vecinas»; y todavía, por si fuera poco, encerrado tras esa franja de terreno que nos aprieta, estrangula y ahoga: la especie de puerto franco, antiguo nido de piratas y hoy emporio comercial, que han podido conservar ahí los holandeses no sé por qué milagro de la astucia [7], de la Providencia o de la simple casualidad. A nosotros, en cambio, ninguna de esas tres instancias nos ha favorecido; y así -tal pensamos, o lo sentimos, sin atrevernos a pensarlo-, en este desdichado pedacito de tierra nada puede intentarse en serio, ni aun siquiera vale la pena… Mas, por otro lado, me pregunto yo a veces, ¿tiene mucho que ver acaso la magnitud de un país con la calidad memorable de lo que en él acontezca? Nosotros solemos consolarnos de nuestra pequeñez territorial con la Atenas de Pericles [8], con las ciudades italianas del Renacimiento (éste es un argumento favorito que nadie ha contradicho jamás, pero que se aduce, sin embargo, siempre de nuevo con énfasis y recurrencia infatigable, en nuestra prensa, radio y tribuna), y, sea como quiera, es indiscutible que los seres humanos viven y luchan y sufren y se juegan la vida y la pierden y mueren, con grandeza o con mezquindad igual, tanto si el país es minúsculo como en los imperios gigantes. Cada cual vale por lo que es, por lo que hace y merece, aunque se vea reducido a hacerlo en el marco de una pequeña república medio dormida en la selva americana.
Acaricio, pues, la esperanza de que me esté reservada a mí, como descendiente que soy de una ilustre estirpe de letrados, gala y prestigio de esta tierra en tiempos menos infelices, la alta misión de impartir esa justicia histórica en un libro que, al mismo tiempo, sirva de admonición a las generaciones venideras y de permanente guía a este pueblo degenerado que alguna vez deberá recuperar su antigua dignidad, humillada hoy por nuestras propias culpas, pero no definitivamente perdida. Pienso poner manos a la obra tan pronto como remita la ola de violencias, desmanes, asesinatos, robos, incendios y demás tropelías que afligen al país desde la muerte del Presidente Bocanegra -cuyo nombre, dicho sea de paso y en vista de cuanto ocurre, no sé ya si deberá calificarse de infame, según pensábamos muchos, o más bien enaltecerlo y llorarlo como esperanza frustrada y malogrado remedio de la Patria. De momento, ordeno mis papeles y mis ideas, adelanto el trabajo y preparo este esbozo previo al libro acabado que me prometo para después. Mientras alrededor mío todos usan el facón o machete, cuando no la pistola, yo ejercitaré la pluma [9]: con no menos áspero deleite.
II
Ahora me explico por qué el cine, y por qué la literatura, y los relatos históricos, y hasta los cuentos que hacen de viva voz a sus nietos los testigos presenciales de semejantes sucesos, dejan siempre una falsa impresión de movimiento vertiginoso [10], cuando el horror de épocas tales consiste más bien, curiosamente, en la lentitud con que los acontecimientos se dilatan, sometidos a una expectativa insaciable, tensa, que estira hasta lo insufrible los minutos, y las horas, y los días, y las semanas, y los meses. Ocurre que, sin quererlo, el narrador aglomera en el relato asesinatos sobre incendios, incendios sobre violaciones, violaciones sobre robos, y así todo se acumula, revuelve y aprieta, muy concentrado; siendo más cierto que en la realidad, y tal como las cosas se desenvolvieron, no hubo nada de semejantes bataholas, entreveros, bullas ni atropelladas, sino, sencillamente, que tal vez una mañana, cuando está uno terminando de afeitarse, alguien, otro huésped de la misma pensión, acude a contarle con la excitación natural que el Presidente Bocanegra ha amanecido muerto después de la trasnochada de una fiesta oficial en Palacio. Y claro es: se conjetura en seguida y se da por hecho que habrá sido un ataque al corazón, pues ya antes se solía temer con celosa y compungida maledicencia que sus excesos alcohólicos, y otros, lo empujaran a tan repentino fin. Pero no será hasta luego, más tarde, a la hora del café, en la sobremesa, que al cabo vendremos a enterarnos (por lo demás, en manera todavía bastante confusa, bajo la forma de un rumor que el resto de la jornada deberá confirmar) de la sensacional versión: Su Excelencia murió asesinado, y nada menos que por su propio secretario particular, el joven Tadeo Requena, a quien tanto había protegido; y muy probablemente a consecuencia -podía sospecharse- de líos de alcoba; y de que el matador, a su vez, aquella misma madrugada… Etcétera. Con ritmo lento, siguen escanciándose las noticias. La gota de agua que cae no basta a apagar -al contrario, estimula- nuestra sed de novedades. Ya todo será poco de ahí en adelante. Se inventa, se fabula, se miente, se confía a la imaginación la tarea de satisfacer con engañoso pasto a la voraz curiosidad, muy despierta por la certidumbre de que van a seguir ocurriendo cosas, y siempre al acecho. Se quisiera no tener que dormir; ni faltan quienes salgan a escrutar, a ventear en la noche las víctimas de que, puntual, informará la mañana, cuando no a promoverlas por su mano. O aquéllos a quienes, si la mano les tiembla, no les tiemble la voz delatora, y matan con el aliento, con la sombra de la sospecha, con la mirada. Viene luego el regodeo en los detalles macabros, el asombro y la admiración de las pretendidas ejemplaridades. Apareció el Chino López suspendido de un árbol por los pies, en la Cortada de San José Bendito, y, observando que entre los podridos dientes le habían atascado la boca con sus propios testículos, ¿quién no recordaría sus siniestras y celebradas gracias de castrador avezado, y quién no traería a colación el nombre del difunto senador Rosales, su «cliente» más notorio? [11]. O ¿cómo no suponer, por ejemplo, que al majadero de José Lino Ruiz (Dios lo haya perdonado) lo que le costó el pellejo fueron -pues ¡qué otra cosa iba a ser!- sus ufanas series de interminables carambolas en el Gran Café y Billares de La Aurora; y al gallego Rodríguez, sus gramatiquerías puntillosas en las columnas de El Comercio? [12]
[7] emporio… astucia: en la América continental, los holandeses conservaron hasta 1975 a Surinam, anteriormente Guayana Holandesa, situada en la costa del Atlántico al norte de Suramérica. La anotación geográfica hace más vaga la localización del ficticio país centroamericano aquí historiado.
[8] la Atenas de Pericles: alusión a la Grecia antigua en el periodo más brillante de su cultura. Pericles (¿495?-429 a.C.) fue un destacado político y orador de Atenas, mecenas de las artes y letras.
[9] Mientras alrededor mío todos usan el facón… yo ejercitaré la pluma: Pinedo maneja paródicamente el tópico de las armas y las letras (cfr. el Quijote, I, cap. 37), aunque a diferencia de Don Quijote, prefiere la pluma a la espada. Le imitará a su manera el narrador-protagonista José Lino Ruiz de El fondo del vaso (71).
[10] una falsa impresión de movimiento vertiginoso: cfr. el Tratado de sociología, II, 182: «Contemplada desde el ángulo del proceso histórico, la crisis [contemporánea] no implica otra cosa sino una aceleración de su ritmo; pero, contemplada desde el ángulo de la experiencia de los sujetos del mismo, consiste en algo cualitativamente distinto, al ser una situación que desorganiza la vida humana, sometiéndola a condiciones culturales inconciliables con un despliegue naturaclass="underline" el ritmo del acontecer histórico no se adapta al compás del ritmo biológico de la especie.»
[11] ¿quién no recordaría… «cliente» más notorio: el incidente del castrador castrado repite el tema ayaliano de la transmutación verdugo-víctima que, según Th. Mermall (31), «conduce al encuentro del personaje con su verdadero destino» en relatos como «El tajo» y «La cabeza del cordero» (recogidos en La cabeza, del cordero, 1949) y en «El inquisidor» (1950), incorporado 4 la colección de Los usurpadores.
[12] O ¿cómo no suponer, por ejemplo, que al majadero de José Lino Ruiz… El Comercio?: Punto de partida de la segunda novela extensa de Ayala, El fondo del vaso (1962), protagonizado por el campeón de billares Ruiz, comerciante corto de luces, con su falso amigo y burlador Luis R. Rodríguez.