La verdad es que su pasmo un tanto retórico ante las inesperadas vueltas del mundo hubiera podido crecer aún más, y bien amargamente, en ponderaciones si antes no viene la muerte a cortar el hilo de sus puntuales memorias. Los acontecimientos postreros fueron de veras pródigos en posibles y muy dramáticas ilustraciones del tema. Pues ¿quién le iba a haber dicho, por ejemplo, al Presidente Bocanegra que su iniciativa de recoger, educar y tener consigo a ese joven Tadeo ejercería influencia tan funesta sobre el tinglado de su poder y de su reputación terrible, arruinado de un solo golpe? Quizás la mirada mortal que el caudillo echó a su secretario -la mirada última, entre estertores ya- estuvo fijada sobre el recuerdo de la fecha y ocasión en que encargara a un hombre de su confianza, el entonces comandante y hoy coronel Cortina, de ir al poblado de San Cosme, y buscar al muchacho y traerlo enseguida a su presencia… En cuanto al propio Tadeo, ¿cuándo hubiera podido imaginarse este infeliz que el mismo hombre, el mismo Pancho Cortina que fue a sacarlo del pueblo en cumplimiento de órdenes superiores, ese comandante Cortina, objeto visible de su admiración desde el primer instante, sería por último quien habría de matarlo a él como a un perro, poniendo así también el epílogo (un epílogo de sangre, escrito con la pistola) a estas memorias en cuyo pórtico aparece como ángel mensajero y custodio? Sí, desventurado Tadeo Requena: tú mismo ignorabas hasta qué punto es imprevisible el curso de la humana existencia, y qué tremenda verdad encerraban las frases y artificios de literato aficionado con que diste comienzo a tus memorias…
Después de ese exordio, no inoportuno ni torpe, aunque tampoco original [23], entra el autor con gentil andadura en el relato directo. Sin más preámbulo, comienza ahora a contar su vida el futuro secretario. Dice así (y transcribo): «Alrededor de diecisiete años o dieciocho debía de tener yo por entonces. Era ya hombre crecido, y no hacía nada de provecho. Pero ¿qué podía hacer? Trabajo, allí no lo había; el pueblo, como el país entero, dormitaba; las gentes hablaban despacio, se movían despacio; muchos se iban yendo a echar el bofe en las factorías holandesas, algunos, con más suerte, alcanzaban a llegar hasta los Estados Unidos, y allí se quedaban para siempre. Yo sabía que también, un día u otro, pero pronto ya, tendría que irme a mi vez y buscarme la vida; más, por el momento, prefería no pensar en nada y me pasaba el tiempo papando moscas como un idiota. ¿Hubiera podido sospechar, soñar siquiera, lo que me aguardaba? El Presidente Bocanegra significaba para mí por aquel entonces poco más que esa imagen bigotuda, con una banda terciada al pecho, que se repetía en las paredes de todas las cantinas, en la panadería, en la comisaría, en la escuela; ese retrato sempiterno, y un aura remota de poder incontrastable, hecha de los más vagos temores y esperanzas; cuando de pronto, cierto día, increíblemente, yo, como por arte de magia, me veo llevado ante su presencia… Serían dos de la tarde, o poco más; y, medio recostado a la sombra, contra el quicio, aguantaba yo el calor, a la puerta del almacén del gallego Luna, junto a la plaza. De pronto, se oye estruendo de motocicletas: la policía. Estiro el pescuezo: uno, dos guardias; enseguida, un jip, y dentro del jip un oficial. Despacio me acerqué a curiosear, como todos. ¡Demonio! ¡Si era a mí a quien buscaban! Cuando el jefe, asomando la cabeza, preguntó por Tadeo el de la Belén, los grandes me miraron con aprensión y los chicos me señalaron con alborozo, con oficiosidad. Entonces uno de los guardias, agarrándome del brazo, sin más explicaciones me metió en el carro, junto a su comandante.
»-No tengas miedo -rió éste, con los dientes muy blancos bajo el bigote muy negro; quería tranquilizarme.
»-Yo no tengo miedo -le respondí, arisco. Pero me estaba acordando entonces del Juancito Álvarez, sólo un año mayor que yo, a quien poco antes lo habían prendido así, junto con otros dos hombres ya mayores, sin que nunca más se volviera a saber de ninguno.
»Mi suerte iba a ser muy distinta. El oficial consiguió infundirme confianza. Me aseguró que nada malo había de ocurrirme, sino al contrario. Me dijo su nombre: Soy el comandante Francisco Cortina, me dijo; quería ser amable. Yo, por mi parte, no entendía nada. Reflexioné: Lo que sea, sonará. Era una manera de estar tranquilo: después de todo -pensé-, para los pobres, nada es nunca demasiado bueno, pero tampoco puede ser demasiado malo. Y me puse a contemplar el camino. Jamás antes había salido yo de San Cosme; atravesamos varios pueblos, yo los miraba, y la gente me miraba a mí al pasar como flecha… No se me olvidará la entrada en la capital. Ahí sí me hubiera gustado que el jip no corriera tanto. Aquello lucía como en las películas. Bastantes veces había recorrido, con los ojos, en el cine del pueblo, las calles de Nueva York, de Chicago, conocía sobre todo México, me había asomado a Buenos Aires, a París, a Londres [24]. A nada de eso se parecía esta ciudad, siendo la capital. Pero, en cambio, tenía la ventaja de ser real; estaba ahí, de bulto, y yo dentro de ella. Nuestro jip, como rata que se escabulle, recorría calles y calles, hasta refugiarse por último en un patio que -lo supe luego- pertenecía nada menos que al Palacio Nacional, y es este mismo patio, precisamente, que ahora puede verse desde la ventana de mi cuarto, cruzado de jips a toda hora y lleno de guardias discutidores o chanceros. El comandante Cortina pertenecía a la casa. Me condujo por escaleras y pasillos; y yo seguí sus botas altas y lustrosas, el tintineo de sus espuelas, hasta una habitación donde por fin nos detuvimos y me mandó esperarlo. Allí me estuve; allí, es decir: aquí; pues era, estoy casi seguro, este mismo antedespacho donde ahora tengo instalado mi escritorio, y que entonces estaba dispuesto como una sala, con diván, butacas y sillas. Me senté en un rincón, y aguardé quién sabe el tiempo, rabioso ya de hambre al cabo de un rato, pues quizás si habría comido en todo el día una o dos bananas: en casa, yo nunca quería comer de lo poco que hubiera; no me gustaba que luego me gritaran vago. Pensé con disgusto en mi vieja, siempre sucia y gruñendo, con su piara de negritos a la zaga [25]. ¿Cuándo me echaría en falta? ¿Mañana? ¡Nunca! Ya le habrían ido con la noticia, y estaría toda alborotada. Sí, claro, ¿cómo no iban a haberle llevado enseguida el cuento? Aparte la chiquillería, el gallego Luna y otros más habían visto a los guardias botarme en el jip -el gallego Luna, a quien (en ese instante vine a recapacitar sobre ello) le sorprendí entonces, de refilón, una mirada astuta y burlesca, muy de gallego, que no acerté a interpretar en la confusión del momento, pero que por lo pronto se me quedó grabada. Luego, más tarde, corriendo el tiempo, supe, sí, que nadie en el pueblo se había sorprendido ni alarmado; supe que desde siempre me habían tenido por una criatura destinada a altas protecciones; supe que mi propia madre, al enterarse, había comentado con cierto encono: ¡Ya iba siendo hora de que, por lo menos, lo metieran con una plaza en la policía!; y que había pronosticado con amargura: Por supuesto, él se olvidará en seguida de su gente… Y la verdad es, ahora que lo pienso, que yo hubiera querido hacer algo por ellos; y algún día, cuando crezcan más los negritos, no faltará ocasión de que lo cumpla. Hasta el presente, harto trabajo he tenido con cuidar de mí mismo. En cuanto a ella, la pobre, ya eso no tiene remedio: está bajo tierra hace como cuatro años. Tendré que ir alguna vez al cementerio del pueblo a buscar su sepultura para hacerle poner una lujosa lápida… pero ¿qué podía yo imaginar entonces? Ni siquiera sabía dónde me encontraba. Estaba como en un sueño en el cual, aceptando lo inverosímil, uno transita sin inmutarse por las situaciones más absurdas. Parecerá mentira; pero, en medio de aquella rareza, traído como en volandas a aquel salón lujosísimo y para mí nunca visto, lo único que me preocupaba era el hambre que, como un gato, me arañaba dentro del estómago. Me habían dejado solo; y, a la distancia, en otras habitaciones, se oían de vez en cuando pasos, o susurros, o un portazo. Yo, que casi no me atrevía a moverme de mi sitio, estaba dándome plazos para alzarme y echar a andar hasta que alguno me atajara; cuando, de pronto, vi entreabrirse la puerta…»
[23] aunque tampoco originaclass="underline" el mismo Ayala se había servido del mismo «exordio» o introducción en su relato «The Last Supper», recogido en Historia de los macacos (1955): «Ocultos y extrañísimos son los caminos de la Providencia» (155).
[24] Bastantes veces… a Londres: cfr. «Nueva indagación de las condiciones del arte cinematográfico», donde Ayala elogia «la excelencia con que satisface el cine las necesidades imaginativas de las multitudes», porque es capaz de «ofrecer la vida concentrada de los grandes centros a la contemplación de los públicos provincianos y rurales, y de los públicos de los países "atrasados"» (Ensayos, 506).