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Camarasa reía, chispeando malicia. -Mas, todo eso, cierto o no, ¿qué tenía que ver con el nombramiento del nuevo secretario particular? -¿Que qué? Pues, hijo, está claro que para llevar a cabo tal operación, Bocanegra, o Almanegra, necesitaba indispensablemente valerse de tipos como este Tadeo Requena, que fueran hechura suya de los pies a la cabeza: omnipotentes bajo su mando, y ratas muertas en la calle. Hijo suyo o no, eso poco hacía al caso: lo decisivo era que lo había sacado de la última miseria para convertirlo en su perro fiel, en su mano derecha (o en su mano izquierda; que, por lo demás, nunca debe saber lo que hace la otra, según máxima evangélica de buen gobierno [38]). ¿No había observado yo, acaso, cómo por otro lado, comenzaba a remontarse la estrella de Pancho Cortina, hombre joven también y sin vinculaciones con las antiguas familias, hijo de un español que murió demasiado pronto para haber hecho fortuna? Simple oficial de policía, Pancho se había convertido en verdadero factótum de la Dirección de Seguridad del Estado, a pesar de su grado de comandante recién salido del horno. Ojo a ese mozo también; no sería raro que viéramos desarrollarse ahora bajo su acción las fuerzas de policía, en detrimento del Ejército nacional, del cual no hubiera sido fácil desplazar enseguida a los viejos coroneles y generales borrachones, que eran un peso muerto y que, por inertes, resultaban inmanejables con sus resabios, sus pretensiones y sus cien mil mañas… No, este dictadorzuelo centroamericano -observaba con tono de desprecio el peninsular Camarasa- no había echado en saco roto la lección de Hitler [39]. Y se me quedaba mirando de hito en hito, a la vez que relamía en los labios brillosos la última gota del coñac. ¿Qué decía yo a todo esto? ¿Eh? Yo, por supuesto, no decía nada; escuchaba, y al mismo tiempo miraba con aprensión alrededor nuestro, pues aquel majadero había perdido todo control y podía comprometerme del modo más necio.

Era, sí, bien imprudente el pobre Camarasa, y los hechos han venido a demostrarlo. La verdad es que no podía tener otro final que el que ha tenido, por muy lamentable que ello sea. Cada cual es el autor de su propia suerte; cada uno es el primer y principal responsable de lo que venga a sucederle. No se puede ser impunemente tan desatentado como él era… Respecto a sus interpretaciones y presagios sobre el curso de la política nacional, es innegable que el hombre tenía olfato; y hasta, considerados ciertos detalles, puede afirmarse que veía debajo del agua; si bien en lo que concierne a la muerte del senador Rosales no hacía falta ser un lince para darse cuenta de las consecuencias políticas de un crimen que nadie había dejado de imputar, por acción o por omisión, al Presidente Bocanegra. Lucas Rosales llevaba adelante una campaña de oposición violentísima, no sólo desde su banca del Senado, sino también por todos los caminos disponibles, que no eran demasiados, y de modo muy especial mediante la cooperación del clero, que prestaba a su causa los recursos sutiles y tan poderosos del púlpito y el confesonario. Detrás de esa campaña era fácil adivinar la trampa de alguna conjura, la preparación de algún golpe de fuerza, para el que evidentemente estaba trabajándose el ánimo y la voluntad de los cuadros superiores del ejército. Así, pues, cuando, bajo grandes titulares en rojo sensacional, publicaron los periódicos la noticia de que el senador por la provincia de Tucaití, don Lucas Rosales, había sido abatido a tiros en ocasión que remontaba la escalinata del Capitolio para asistir a la sesión del Senado, nadie dejó de pensar en el «impulso soberano» [40] al que, sin duda, obedecieron los agresores. En relación con este hecho, voy a dejar extractada aquí desde ahora la copia del informe reservado que en la oportunidad envió a su jefe en Madrid el ministro de España acreditado ante nuestra Capital. Pertenece al legajo de documentos que, gracias a mi tenacidad, favorecida esta vez por una verdadera conjunción de casualidades, he conseguido a raíz del asalto a la Legación, y que conservo muy bien ordenaditos en su archivador. Estos informes diplomáticos me resultan inapreciables para reconstruir el desarrollo de la situación, pues -como se comprenderá- me ofrecen la perspectiva de un observador extranjero que, aun viciado por un montón de prejuicios, disfruta las ventajas de una posición muy excepcional y ve las cosas desde afuera.

El texto relativo al asesinato de Rosales es particularmente extenso y serio. Dice así, copiado a la letra:

«Excmo. Sr.: Me cumple hoy informar a V. E. de acontecimientos hasta cierto punto graves y que, si no me engaño, pueden marcar un punto crítico en el proceso de descomposición (o, si se quiere, como algunos pretenden, de transformación social revolucionaria) a que se encuentra sometido este país. El senador don Lucas Rosales, jefe indiscutible de las fuerzas oposicionistas, fue acribillado a balazos cuando, ayer, hacia las tres de la tarde, se encaminaba a la puerta del Senado. Ocultos a uno de los costados de la escalinata que da acceso al Palacio Legislativo, los desconocidos pistoleros pudieron descargar a mansalva sobre él sus armas y escapar luego en busca de seguro refugio. El lugar del atentado estaba muy bien elegido, pues las amplias escaleras que, después de haber dejado al pie su automóvil, debía subir el senador para acudir al salón de sesiones, eran un cazadero sin posible falla. Sólo se pregunta la gente cómo pudieron llegar a tal sitio los criminales, apostarse tranquilamente allí y, una vez cumplida su fechoría, desaparecer sin dejar rastro. La muerte del Sr. Rosales ha ocasionado enseguida enorme conmoción, provocando un estado de general ansiedad, y poniendo en movimiento a todo el mundo, presa del pánico los unos, envalentonados, arrogantes, amenazadores los otros, y todos excitadísimos. Ninguno de los desmanes de los últimos meses ha tenido las repercusiones que éste promete, que ya está en vías de producir, tanto por la personalidad de la víctima como por las circunstancias que rodean al hecho.

»Don Lucas Rosales, el senador asesinado, era en efecto la esperanza y guía de las fuerzas del orden, tan castigadas por la acción del actual régimen; lo había llegado a ser en poquísimo tiempo, destacándose en la emergencia por virtud de sus notables condiciones de carácter, unidas a su relieve social. Él dominaba, por así decirlo, no sólo su pueblo y toda la circunscripción de San Cosme, sino la provincia entera de Tucaití, único sector del país, como tal vez recordará V. E., que fue capaz de resistir victoriosamente en las elecciones últimas a los asaltos de loca demagogia dirigidos por Antón Bocanegra, el actual Presidente de la República y entonces famoso y temido Padre de los Pelados, como gustaba de titularse él mismo antes de saborear los honores que corresponden a un Jefe de Estado.

«Comprendo, Excmo. Sr., que la atención de V. E., solicitada por tan altos y diversos asuntos, no puede tener presentes los pormenores de la situación local de cada pequeño país centroamericano, y voy a permitirme por eso recordarle que la mayoría de los escaños, tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado, se encuentran controlados por el Presidente Bocanegra, tras unas elecciones que ganó mediante el terror, bajo la presión de las hordas que no había vacilado en desencadenar sobre su desdichado país para tal propósito, y que al grito grotesco y ominoso de ¡Viva el PP!(Padre de los Pelados, en abreviatura), arrasaban con todo. En tales circunstancias, el senador Rosales, que hasta entonces y a lo largo de su vida se había venido ocupando tan sólo de administrar su patrimonio como tantos otros grandes hacendados, sin más contactos con la política y el gobierno que los propios y normales en un hombre de su posición, se creyó obligado a entrar en la liza, tomando parte activa en los negocios públicos. Y, por natural gravitación, se convirtió enseguida en líder. Durante los últimos tiempos, su talla había crecido enormemente; pues mientras los demás propietarios se sentían irritados, perdidos y en pleno desconcierto, él conservaba la sangre fría y, sobre todo, había sabido montar la estrategia contra el bocanegrismo, con vistas a sacar de la anarquía a su patria. Según se lee en uno de los recortes de prensa que, como apéndice, tuve el honor de elevar a V. E. con uno de mis pasados informes (y se trataba, por cierto, de un artículo donde la inspiración oficiosa era transparente), al senador Rosales se le imputaba, en efecto, ante la opinión pública (y no sin motivo, a mi parecer, cualquiera fuese la verdadera entidad del asunto), ser el alma del abortado complot militar descubierto meses atrás. Con todo esto, puede calcularse cómo ha caído la noticia de su asesinato entre unos y otros. Baste decir (y V. E. perdonará que a título de ilustración aduzca estas trivialidades) que el locutor de radio a quien le oí la noticia recién ocurrido el crimen la difundía con la voz temblona y trabucando las palabras.

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[38] en su mano izquierda, que… nunca debe saber lo que hace la otra, según máxima evangélica de buen gobierno: Camarasa juega con el precepto del Evangelio de evitar la ostentación de la caridad: «Cuando des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre, que ve lo oculto, te premiará» (Mt., 6, 3). En los Estados Unidos, donde Ayala compuso Muertes de perro, el texto bíblico, modificado con sarcasmo, se ha popularizado para describir cualquier burocracia cuyos funcionarios obran con independencia entre sí e ignoran la repetición o negación de sus actos por sus colegas: «La mano derecha no sabe lo que hace la mano izquierda» («The right hand doesn't know what the left hand is doing»).

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[39] la lección de Hitler: Elizabeth Kollatz explica con detalle las analogías entre la política de los dos dictadores: uno y otro edifican «una dominación faraónica, para lo cual sacrifica[ban] a los mismos esclavos en quienes se había[n] apoyado primero, pero cuyo sostén no le[s] hacía falta ya para nada» (Ayala, 876); uno y otro fingen pobreza en la cima de su poderío, mientras van «convirtiendo el Estado en finca propia» (876); uno y otro eliminan a su oposición mediante asesinatos nunca castigados; uno y otro elevan funcionarios a los puestos más altos con independencia de los ministerios ya establecidos y quienes profesan absoluta lealtad al Jefe de Estado; uno y otro exhiben su poderío en desfiles que duran horas enteras, exigen la presencia de sus retratos en edificios públicos y borran las fronteras entre la Propiedad estatal y la suya particular (Kollatz, 110-111).

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[40] impulso soberano: R. Hiriart (78-79) rastrea la expresión en una décima atribuida a Góngora o a Lope sobre el misterioso asesinato en 1622 de Juan de Tarsis, conde de Villamediana (n. 1582): «Mentidero de Madrid, / decidnos: ¿quién mató al conde? / Ni se dice, ni se esconde. / Sin discurso discurrid. / Unos dicen que fue el Cid, / por ser el conde lozano; / ¡disparate chabacano!, / pues lo cierto de ello ha sido / que el matador fue Bellido, / y el impulso soberano.» Para defender el honor paterno, el Cid mató al conde de Lozano (padre de Doña Jimena) (Martínez Martín, I, 53); sobre Bellido Dolfos, véase nota anterior. En el texto de Ayala, el «impulso soberano» se refiere a la voluntad de Bocanegra.