Requena se permite a continuación algunas apreciaciones de mal gusto sobre la famosa «operación quirúrgica», y enseguida cuenta lo que sabe: «Al propio Chino López le oí -dice- ufanarse de su hazaña, pasado el tiempo. Borracho y muy rogado, a veces relataba el episodio señalando lugar, día y hora (el paraje ya lo había visitado yo, a raíz del hecho, con una patulea de otros muchachos: era la cortada de San José Bendito) y hasta dando los nombres de sus auxiliares, forasteros todos, con detalles y peripecias que, si no eran pura invención, sonaban por lo menos a exagerados. Pero el hombre estaba pasado de aguardiente; sólo así hablaba; y entonces sí, entonces le salía todo a borbotones, entre gestos, manotazos y risotadas. No menos de cinco hombres necesité -decía- para dar el golpe. Los elegí bien fuertes y resueltos, y no fue poco el trabajo que me costó encontrarlos. Aquí, en San Cosme, nadie quería atrevérsele, caramba. Todos lo aborrecían, todos se alegraban de la idea; pero, amigo, los muy mandrias no se animaban, llegado el momento, y al fin hubo que echar mano de forasteros que no lo conocieran. Mejor así, ¿no les parece? La faena salió redonda, no lo digo por alabarme; y aquellos voluntarios recibieron, todos, sus quince días francos y el ascenso a cabo. Hasta dicen que uno es ahora suboficial de la escolta en el Palacio. En cuanto a mí -mentía el Chino-, no quise nunca otra recompensa que el puro gusto… Así charlaba y presumía; y cada vez que repetía el cuento, variaba algún detalle; pero lo cierto es que, apostados en la cortada, allí donde el sendero se angosta con el lujo de los flamboyanes y los bambús [51], cayeron por sorpresa sobre el patrón, lo derribaron, le metieron la cabeza en un saco, y, bien sujeto al suelo, el Chino le hizo al muy hombrón lo que solía practicar con becerros y novillos. -Para uno, imagínense los caballeros -alardeaba-, eso era coser y cantar. Pero ¡cómo se debatía, y cómo insultaba y amenazaba el condenado! Se le abría de par en par la boca al Chino López, se le dilataba el bigote ralo sobre los dientes podridos, y los ojillos se le perdían en meras rayas sanguinolentas. -¡Mano de santo, amigo! -agregaba-. Le dije: Vea, mi amo, ahora usted va a tener que andar cacareando. En este corral, se acabaron los gallitos. Sí, quise plantárselo en la cara, ¡qué diantre! ¡Que lo supiera!, ¡no me importaba! Más diré: aquello no me hubiera dado entera satisfacción si su señoría se queda en la ignorancia de qué mano maestra lo había convertido en buey… En esta pausa fue cuando el gallego Luna va y le pregunta al Chino para que todos rieran:
– Y dime, Chino, ¿dónde fuiste a esconderte luego, que nadie te vio más la jeta en dos meses? Porque al Chino se lo había tragado la tierra después de consumada su jugarreta, y sólo cuando se hubo confirmado la muerte del senador en las gradas del Capitolio empezó él a asomar de nuevo con precaución el hocico [52]. Lo cual, después de todo, es muy lógico: nadie va a exponerse a la venganza del poderoso. Los humildes, por más promesas que se les hagan, nunca tienen guardadas las espaldas, hay que desengañarse; y el difunto, aunque sólo dejaba dos hijos en menor edad, tenía amigos, y tenía este hermano, el doctor, que por entonces era todavía una incógnita, pues aún no estaba trabado por un cargo de responsabilidad y viso. La viuda -aunque también era de cuidado- se expatrió con los niños; don Luisito adoptó el partido razonable, a los muertos no se los puede resucitar; y el paso del tiempo hizo lo demás.»
Eso es cuanto refiere. El joven y aprovechado secretario termina así, como siempre, el relato con el colofón de sus dudosas moralidades. No dice, por supuesto, que se alegrara; pero el minucioso regodeo con que ha recogido la escena repugnante del Chino aireando en la cantina sus glorias militares [53], lo delata. Me pregunto yo qué hubiera pensado el señor secretario particular don Tadeo Requena si llega a conocer el final que la suerte reservaba a su Chino López, cuando ya se las prometía tan felices: colgado por las patas, y tragándose sus propias vergüenzas…
VII
Pero no; lo más probable es que no hubiera mostrado asombro alguno; seguramente no se habría asombrado. A Tadeo, nada le espantaba, nada parecía sorprenderle, bueno o malo, fausto o infausto. Sujeto imperturbable, no hay cosa que lo inmute; y podría creerse, si no enseñara a veces la oreja de su astucia palurda bajo esa cubierta de apatía, que eran las virtudes del estoicismo las que lo mantenían ecuánime [54], siquiera en lo externo. ¡Qué Tadeo Requena! Ahora el hombre ya no existe: lástima no haber reparado más en él, y haberlo observado mejor, cuando vivía. Pero ¡cualquiera adivina!… Mientras callaba y callaba, ahí lo tenemos tan aplicado a sus memorias. Va contando los pasos, uno por uno, de su festinadísima carrera [55]. Con la mayor naturalidad, recibe un nombramiento y disfruta un sueldo de oficial segundo, temporero, para subvenir, explica, a los gastos de sus estudios, sin otro trabajo que el de ir a firmar la nómina cada fin de mes. Enseguida -sí, enseguida- obtiene, sólo Dios y Luisito Rosales saben cómo, el diploma de doctor en Derecho y Ciencias Sociales para, sin pérdida de tiempo, asumir el cargo de secretario particular de Su Excelencia, e instalarse en el Palacio Nacional, de modo que siempre lo tuviera a mano el Jefe en cualquier prisa. Todo esto son para él meros decretos de la fortuna, cuyos gratuitos dones acepta sin pestañear. Acaso no piensa merecerlo todo, sino más bien, que en el fondo nadie merece nada; y así, al que le toca la lotería, que se disfrute su premio tranquilamente… Instalado ya como secretario, hosquedad, pocas palabras y ceño adusto constituyen su parapeto defensivo. Jamás descubre los flancos de su cortedad, de su mal remediada ignorancia. Se encierra en cauteloso silencio, y da órdenes perentorias, transmite instrucciones, omite juicios. Mientras tanto, observa, escucha, toma nota de cuanto ocurre y, sobre todo, escribe, escribe, escribe… En el secreto de sus memorias desliza aquellos comentarios (expresos rara vez, con mayor frecuencia implícitos) que jamás se hubiera aventurado a formular de viva voz.
Bajo su manto de habitual frialdad, lo vemos describir, por ejemplo, con fruición perceptible, pero al mismo tiempo con ojo crítico, las incidencias de la primera celebración de la Fiesta Nacional a que hubo de asistir en el séquito de Su Excelencia. Se recrea en precisar el orden de la comitiva, la variedad de los uniformes, los distintos pasos y ceremonias, el aspecto de la concurrencia. Verse dentro de la tribuna presidencial durante la parada es motivo para él, aunque quiera disimulárselo a sí mismo, de desmesurada satisfacción. Fue entonces cuando se le vino a las mientes la broma aquella del gallego Luna, quien, aludiendo a su parecido físico con Bocanegra, le había pronosticado una vez -él lo da como pronóstico- que las tropas lo saludarían al paso. «Claro -reflexiona- que en la presente ocasión el saludo no iba dirigido todavía a mí en particular, sino a cuanto representaba la tribuna, embanderada, adornada de gallardetes y escudos, y sobre todo al Jefe, que, inmóvil como una estatua [56], ocupaba el centro de la primera fila, entre el arzobispo y el ministro de la Guerra, ese pobre general Malagarriga, tan ajeno a que ésta sería su última fiesta patria. Detrás se alineaban todos los demás ministros del gobierno, y, luego, sin guardar ya precedencia jerárquica, los otros funcionarios superiores de la Casa presidencial, entre los cuales ocupaba yo, por cierto, un lugar destacado. Al pie de la tribuna, desplegados en perfecta formación, los granaderos de la escolta ornaban, cubrían y protegían el tinglado.
»El desfile, entre unas cosas y otras, había comenzado con retraso, cerca del mediodía -sigue contando el joven Tadeo-, y aunque no eran todavía fechas de excesivo calor, pues estábamos a 28 de febrero (la Fiesta Nacional cae en 29; es sabido que nuestro Glorioso Grito Libertador tuvo lugar un sábado 29 de febrero; pero no vamos a esperar los años bisiestos para celebrarlo) [57], de todas maneras el sol castigaba cruelmente, filtrado a través de unas nubes cuyo plomo parecía a punto de derretirse. Ya antes de empezar el desfile, las ambulancias habían tenido que retirar de las filas a tres o cuatro soldados; y ahora ahí en la tribuna, me divertía yo observando cómo el general Malagarriga, todo sofocado, y también al borde de la insolación, separaba con el dedo el cuello de su uniforme para estirar el pescuezo como una tortuga, o se enjugaba con un pañuelo el sudor que le chorreaba desde la badana de la gorra. Sólo nuestro jefe, entre todos -también el prelado sudaba a chorros-, sólo Bocanegra parecía insensible a cualquier fatiga, invulnerable al flagelo del sol, y encantado del espectáculo, absorto en él, si no es que se complacía incluso -admirador como era de la educación espartana- en someter a prueba la debilidad de sus colaboradores. Pues la verdad es que la fiesta se dilataba, se dilataba, se dilataba hasta lo interminable; eran ya varias horas de desfile, y aun para quien por vez primera presenciaba tan brillante alarde militar, su prolongación lo iba convirtiendo en una pesadilla. No sé cuántas veces habían evolucionado ya en el aire, desde por la mañana, nuestras dos escuadrillas de aviación. Habíamos visto pasar, inacabables, ante la tribuna, nuestras mejores tropas de línea, la artillería, la caballería, las unidades motorizadas, los servicios auxiliares, dejando largas pausas entre sección y sección, cuerpo y cuerpo. Ahora -¡por fin!- parecía que ya iba a cerrarse el desfile con lo que era el número fuerte y la novedad del año: esa poderosa brigada de la Policía Montada, reformada, cuyos escuadrones, bajo el mando de Pancho Cortina, habían mantenido su apretada formación, estacionados frente a nuestra tribuna, con tan estricto rigor de disciplina -emparejadas todas las hileras de caballos, rígidos y erguidos los hombres, relucientes las armas y charoles- que hacían contraste, a veces penoso, con el desigual continente y también desparejo equipo del ejército regular, donde lo que más importa después de todo es el número de la tropa, aunque sea a expensas de la calidad, que con nuestro material humano tampoco podría ser nunca gran cosa. El éxito de la presentación de la nueva Policía Montada fue tan lisonjero que hubo de valerle a su comandante, Pancho Cortina, el ascenso decretado para la Gaceta oficial del día siguiente. En realidad -y éste es un secreto que pocos conocen-, la guardia de Su Excelencia durante el acto había estado a cargo de esa flamante fuerza, colocada frente a la tribuna, como más digna de confianza que la decorativa escolta presidencial, situada al pie.
[51] flamboyanes y los bambús: según Mainer (46, nota 1), el flamboyán es un «árbol originario de Antillas que da hermosas flores rojas». La forma «framboyán» es más común, pero el puertorriqueñismo con la «l» más se aproxima al étimo francés «flamboyant», «echando llamas» (Larousse, 480), y adquiere mayor valor plástico.
[52] hocico: si el Chino López animaliza al Senador Rosales, convirtiéndole en «buey», las expresiones del gallego Luna y de Tadeo Requena bestializan al Chino, que primero esconde la «jeta» y luego asoma el «hocico». Le espera una «muerte de perro».
[53] aireando en la cantina sus glorias militares: el narrador Pinedo lleva la jactancia del Chino López al género literario de la comedia latina con su
[54] virtudes del estoicismo… ecuánime: Zenón de Citio, fundador de la Escuela Estoica de la filosofía (315 a.C), sostenía que el fin del hombre consiste en una vida de armonía con la naturaleza.
[55] festinadísima carrera: carrera sobremanera precipitada; el verbo «festinar», «apresurar», se emplea en algunos países de América (Dic. Real Acad., 678; Mainer, 49, nota 1).
[56] al jefe, que, inmóvil como una estatua: cfr. la «inmovilidad de corneja sagrada» que Valle-Inclán atribuye con énfasis al dictador de Tirano Banderas al principio de su novela (16). La diferencia en el retrato de Bocanegra estriba en el contagio de su inmovilidad a todos sus compatriotas. Inmoviliza a todo el país, haciéndolo vivir una película de cámara lenta.
[57] (la Fiesta Nacional… para celebrarlo): en la historia de Iberoamérica, la campaña de emancipación de un país se inicia con un «grito» que levanta la población local. Así los gritos de Asencio (Uruguay), de Dolores (Méjico), de Yara (Cuba), de Ypiranga (Brasil). Sin embargo, el grito del país de Bocanegra tuvo lugar un 29 de febrero. De ahí que el aniversario del grito, celebrado el 28 de febrero, no sea un verdadero aniversario.