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¡Ah, si la gente supiera observar, muchas sorpresas no serían tales, y más de uno podría parar a tiempo el golpe, o esquivarlo! Me asombra que el Presidente haya depositado en mí una confianza tan ciega; pues no ignora que yo me mantengo sobrio a su lado mientras él bebe y bebe; y que me basta, en ciertos casos, seguir la dirección de sus miradas para adivinarle las intenciones, como no hace mucho ocurrió con Doménech lanzado de un salto desde la poltrona de director del Banco Nacional de Créditos y Subsidios a los calabozos del castillo. Lo que fue un rayo y la sensación padre para todo el mundo, a mí no me tomó de sorpresa. ¿Por qué? Pues porque, tres días antes, en el baile de la recepción al Embajador de México, cuando aguardaba yo a que el Jefe apurara el último sorbo de su vaso para servirle otro enseguida, entendí que la suerte de Doménech estaba sellada con sólo notar la manera larga, fría, tenaz, pegajosa en que le tenía puesta encima la vista, al tiempo que, distraídamente, balbucía no sé qué frase interminable para consumo y deleite de los lambiscones que siempre lo rodean. Doménech, muy ajeno a todo, secreteaba en un rincón de la sala con el agregado comercial de Estados Unidos; tan engolfado en su asunto el caballero, que ni siquiera sintió sobre sí la mirada pesadísima de Bocanegra. Bocanegra, en cambio, a pesar del mucho aguardiente que ya tenía en el cuerpo, se dio buena cuenta de que yo, por el hilo de su mirada, estaba llegando al ovillo de su pensamiento. Y no lo había olvidado al otro día: cuando entré por la mañana temprano a tomarle la firma para unos documentos, me dijo sin mirarme, ocupado como estaba en revolver su café con la cucharilla: -Ese Doménech es un ladronzuelo, ¿sabes? -y agregó-: Tú, que eres joven y que no tienes pelo de tonto, has de ver muchas cosas. -Quizás por eso, porque no me consideraba tonto, porque quería que aprendiera, y porque sabía que ya estaba al cabo de todo, me comisionó a mí, junto con Pancho Cortina, para detener e incomunicar a Doménech, mientras el ministro de Hacienda decretaba la incautación de todas sus cuentas, dineros y demás bienes, muebles, inmuebles y semovientes, sin perdonar siquiera los efectos personales. Que Doménech era un ladrón, ¡noticia fresca! Y además, ¿sería el único, ni siquiera el más notorio? Por qué causa, razón o motivo decidió Su Excelencia enterarse de pronto, es cosa que todavía ignoro.»

XI

«De todas maneras, y por lo que a mí se refiere -continúa Tadeo-, parece claro que el Presidente me tiene cada vez mayor confianza, y que se propone utilizarme en cuantas gestiones, por una u otra circunstancia, le merezcan particular cuidado. Las cuales, no siempre tienen que ser de riesgo, ni tampoco de aquellas que los pusilánimes suelen considerar desagradables. En medio de los actos de tragedia se intercala de vez en cuando, como en el teatro clásico, algún entremés bufo [77].

»A este género pertenece el episodio que pudiéramos llamar del Niño raptado, en cuyo desenlace me tocó a mí participar por especial encomienda del Jefe del Estado, cuando ya llevábamos toda una semana de chismes, comidilla y sensacionalismo. La noticia de que había desaparecido un Niño Jesús de la Exposición Nacional de Artes Populares y Folclore Nativo, organizada por el Instituto de Artes, Ciencias y Letras de la Nación (o, dicho en menos palabras, por Tuto Ramírez), corrió la ciudad como reguero de pólvora, y saltó de inmediato, cómo no, a los titulares de los periódicos. Por supuesto, el kidnapping [78] se descubrió enseguida, ¿no había de descubrirse? La Exposición constaba, creo, de sólo veintiocho piezas en su género, hoy entregadas en custodia al Museo; entre las cuales, nueve Niños Jesuses en la cuna, tres sets [79] de Reyes Magos, cuatro Cristos, otras tantas Vírgenes, y lo demás, santos surtidos, todo ello imágenes de factura popular, es decir, obra de paisanos mañosos, quienes, durante la época de las lluvias, matan el tiempo y distraen la forzosa ociosidad tallando con su navaja en palo blando esas figuritas que, no vacilo en confesarlo, a mí me parecen una porquería, aunque ahora le haya dado a la gente por admirarlas con los ojos puestos en blanco… Pues, como digo, el robo del Niño Dios se descubrió de inmediato. Y -lo que es más- tampoco tardó en saberse el nombre del raptor.

»Lo grave del caso es que el raptor no era, según hubiera podido conjeturarse, ni uno de tantos escolares como se hizo desfilar por la Exposición, ni un vulgar ratero, ni siquiera un cleptómano conocido, como don Serafín Lovera, sobre cuya persona recayeron sospechas en un primer momento, sino -quién lo hubiera pensado- una de nuestras primeras glorias nacionales: el poeta y académico Carmelo Zapata. Cómo se averiguó, no podría precisarlo; lo único que sé es que el rumor era cierto; pues cuando -convertido en voxpopuli [80]- llegó a ser tan denso como para que nadie pudiera ignorarlo, el ilustre poeta acudió espontáneamente, a la hora de cerrarse el local de la Exposición, portando en la mano un paquetito misterioso, preguntó por el señor Secretario, y -encerrado con Tuto en su despacho- le hizo entrega solemne de lo que resultó ser, no precisamente la imagen sustraída, sino un precioso Niño Jesús, de escayola, sobre cunita de bien pintadas pajas, comprado por él -explicó- en la santería para sustituir a ese mamarracho -así dijo- que, en señal de protesta, y por motivos de reverencia y de decencia pública, se había creído obligado a retirar de la Exposición, sustrayéndolo a la mirada incauta de nuestras púdicas doncellas y matronas, así como de la inocente población escolar que, a diario, etcétera, etcétera. Ya es conocida la verborrea del Gran Vate, nunca corto en palabras. Tal fue la explicación de su acto: por motivos de reverencia y de decencia pública. En cuanto a estos motivos, sólo más adelante deberían esclarecerse. Por lo pronto, Tuto Ramírez, en su carácter de secretario de la Exposición, se negó, y con razón sobrada, a hacerse cargo del Niño Jesús sustituto, alegando que la figurita, por muy linda, y agradable, y perfecta que fuese, como producto al fin de la industria moderna aplicada a servir el gusto religioso de nuestra época, de ningún modo podía reemplazar allí a una obrita, modesta si se quiere, pero de neta inspiración popular, cuyo valor -declaró con énfasis- residía precisamente en el tosco candor de un artista desconocido, humilde exponente del genio de la raza [81]. Entonces Carmelo, que también tiene el suyo [82], montó en cólera y, con los ojos revueltos de negra furia, le replicó a Tuto, según parece, que sólo por respeto a lo representado no le estrellaba aquel Niño Jesús en la cabeza, o se lo metía por los hocicos; pero que supiera de todos modos que él no pensaba, en ningún evento, restituir aquella vergüenza impía. -Está bien; como usted prefiera, don Carmelo -le respondió Tuto pálido de rabia-. Yo, con llevar el caso a la Superioridad, me doy por cumplido. Y, muy digno, se puso a arreglar papeles sobre su mesa para desentenderse de la presencia del poeta; quien, muy digno también, se retiró a su vez dando un portazo. A Tuto Ramírez, claro está, le faltó tiempo para venir con el cuento a la Superioridad. Y la Superioridad, que tiene bastante mala entraña, comisionó a su ministro de Instrucción Pública, don Luisito Rosales, para que entendiera en el asunto y rescatara la obra de arte sustraída. Cada vez que el Jefe convocaba especialmente a su ministro, este pobre entraba a su presencia medio azorado. -¿De qué se trata? -me había preguntado al pasar por delante de mi mesa en la antesala; y yo, por toda respuesta, le gasté la broma habituaclass="underline" me recorrí la garganta con el dedo pulgar de la mano derecha, dando a entender: estrangulación. Enseguida, con el mismo dedo, le indiqué la puerta de Su Excelencia y, siguiendo las instrucciones de éste, me colé tras él en la sala. Cuando mi don Luisito oyó al Presidente confiarle semejante encargo se tranquilizó primero, y luego se sobresaltó: -¿Yo? -protestó, asustado. -Usted, claro; pues ¿quién si no, señor ministro? -le replicó Bocanegra con gran cachaza-. Usted, doctor, tiene que averiguarme bien los motivos que han inducido al Liróforo Celeste [83] a perpetrar su hurto, y persuadirlo luego de que, por el bien de la Patria, nos devuelva el santito, y todo se quede en mera broma. -Está bien, está bien; pero usted sabe, Jefe, cómo se las gasta Carmelo; usted no ignora que en punto a educación el Gran Vate no hila muy delgado. Va a negarse, porque tiene mucha soberbia, y hasta si se tercia me va a faltar al respeto… -Don Luisito quería darle a su resistencia un tono semijocoso. -¡Ah, eso no! ¡Ah, eso nunca! -exclamó con sorna el Presidente-. Usted, doctor, si tal llegara a ocurrir, que no lo creo, le amenaza con llevar el asunto al Juzgado, por la vía criminal, y ya verá cómo el Vate se me raja. Sí, doctorcito, se me raja, créalo, no lo dude. Además -concluyó-, para cualquier lance, hágase acompañar de Tadeo Requena, que es joven y fuerte. Ya lo oyes -añadió, dirigiéndose ahora a mí-, tú vas a acompañar al doctor.

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[77] entremés bufo: un entremés era una «pieza dramática jocosa y de un solo acto. Solía representarse entre una y otra jornada de la comedia, y primitivamente alguna vez en medio de una jornada» (Dic. Real Acad., 602).

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[78] kidnapping: secuestro, sobre todo, de un niño; en inglés, la palabra ha adquirido asociaciones literarias, bien conocidas. Cfr. Kidnapped (1886). novela histórica de aventuras, escrita por Robert Louis Stevenson, cuyo joven protagonista es secuestrado por su tío avaro.

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[79] sets: inglés por «juegos».

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[80] voxpopuli: expresión que en latín reza voxpopuli, vox Dei, «voz del pueblo, voz divina».

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[81] genio de la raza: conciencia colectiva, traducción del esprit nationale de Voltaire (Essai sur l'histoire genérale et sur les moeurs et l esprit des nations), vertido al alemán por Herder como Volksgeist (Ortega, VII, 199).

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[82] que también tiene el suyo: es decir, un genio o disposición desabrida. Mediante esta figura retórica, el zeugma, Ayala evita repetir la palabra «genio» para llamar la atención, con ironía, hacia un cambio de sentido.

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[83] Liróforo celeste: epíteto aplicado por Darío a Paul Verlaine en su «Responso a Verlaine» de Prosas profanas: «Padre y maestro mágico, liróforo celeste / que al instrumento olímpico y a la siringa agreste / diste tu acento encantador» (V, 820).