»Lo que él quería era tener a alguien que le contara la escena, para gozarla y reírse; pues, tras el primer acto cuyo desarrollo le había referido Tuto Ramírez al detalle, se la prometía muy sabrosa. Y ¿quién mejor testigo que yo, su secretario fiel?… Mi trato con Carmelo Zapata se había reducido hasta entonces a casi nada, si bien su nombre, su personalidad y su obra me eran conocidos desde mis tiempos de paradisíaca inocencia literaria, cuando en San Cosme el gallego Luna me prestaba los números atrasados de El Comercio dominical para mi solaz y recreo como él decía. Luego, en la Capital ya, durante la época de mis estudios, don Luisito Rosales consideró sin duda que contribuiría poderosamente a mi educación conocer al Gran Vate, cuyos versos traía yo aprendidos del pueblo, y me envió un día a visitarlo, previos arreglos telefónicos e invocación del alto interés que mediaba en hacer pronto de mí un hombre de pro. No me avergüenzo de la emoción candorosa con que me acerqué entonces al santuario de las musas. Carmelo Zapata era alguien; tras haberme hecho esperar un tiempito razonable, me había recibido, sentado, pluma en ristre, ante su escritorio, entre el reluciente yeso de una bonita Victoria de Samotracia, a su derecha, y el famoso cenicero artístico que, adornado con un Don Quijote a caballo, le habían obsequiado las damas del Ateneo Pedagógico en la ocasión memorable y reciente de sus bodas de oro con la Poesía, tan celebradas por el país entero. El bardo me acogió benévolamente, cuando una tos mía lo sacó de la meditación en que se hallaba sumido; fue amable conmigo, paternal; y en pocas pero bien pensadas frases me adoctrinó sobre la importancia que el poeta tiene para la sociedad, de la cual él es alto exponente, alma y verbo. -Desdichados los pueblos -clamó-, desdichadas las naciones que no saben reconocer, honrar y venerar a sus Vates… -¿Y eso es todo lo que te ha enseñado Carmelo? -comentó luego el doctor Rosales, cuando le hube referido la entrevista. No volvió a enviarme más a su casa, y optó -muy satisfecho en el fondo- por instruirme él mismo en las Bellas Letras, con sus pesadeces griegas y latinas. Ahora, años más tarde, Bocanegra lo obligaba a bregar con el Vate en el enojoso asunto del Niño Jesús perdido y hallado en poder suyo, al solo fin de divertirse con el enredo, y me enviaba a mí como testigo, relator y cronista privado.
«Pero el espectáculo no resultó, sin embargo, tan divertido como Su Excelencia se prometía. Por lo pronto, el pobre don Luisito dejó pasar todo aquel día sin tomar providencias; y sólo al siguiente inició la temida operación, interponiendo el hilo del teléfono entre su cara timorata y la bemba del Vate: que se había enterado del incidente de la Exposición, y le quedaría muy agradecido si, cuando buenamente le fuera cómodo, venía a darse una vueltita por su despacho para buscarle al caso una solución amigable. El poeta, a quien el Niño Jesús se le había convertido entre las manos en una papa caliente [84], se personó de inmediato, portando, no uno, sino esta vez dos paquetitos, que depositó al entrar, juntos, sobre la mesa donde yo escribía, o fingía escribir, a su llegada. Por lo visto, traía ánimo de avenirse; su acritud era conciliadora, o así me pareció en el primer momento. Explicó que, durante su visita a la Exposición había sufrido un verdadero shock al darse cuenta de la indecencia con que estaba representado el Niño Dios en una de aquellas imágenes; y por consiguiente -no de modo subrepticio, eso era una vil calumnia, sino más bien con ostentación y alarde, como lo demuestra el hecho de que todo el mundo lo supiera- se apoderó de la sacrílega imagen, y… -Pero veamos el quid ¿De qué se trata? Sépase de una vez la razón… -apremió el doctor Rosales. Entonces nuestro hombre, sin decir más nada, desenvolvió uno de los paquetitos que había dejado sobre mi mesa y, cuando lo hubo descubierto (era, desde luego, el Niño robado): -Vea, señor ministro -dijo-: éste es el quid. Y se quedó aguardando con triunfante y, en el fondo, un tanto inquieta expectativa. Don Luisito se encajó los lentes, contempló el objeto y, después de observarlo un rato, preguntó: -¿Qué tiene de particular? Muy bonito no lo es, desde luego; es un adefesio [85], pero… ¡como los otros!; ni más ni menos.
»En el silencio, en la atmósfera, percibí la indignación desconcertada del poeta Carmelo. Se volvió a mí (yo fingía siempre ocuparme de mis cosas), y apeló: -Venga, joven, hágame el favor, que el señor ministro es medio ciego; vea usted por sus propios ojos. -Me acerqué a la imagen, hacia la que Zapata señalaba ahora. El dedo del poeta apuntaba, rígido, a la entrepierna del desnudo Infante. En verdad, debo confesarlo, aquello era un poco exagerado, bastante exagerado. La figurita había sido favorecida, no por la naturaleza, pero por la fantasía del artífice, con demasiado pródigos atributos de una virilidad que en edad tan tierna hubieran debido reducirse a mera e insinuada promesa, nunca desplegarse en realidad tan cumplida. -¡Ah, eso! -exclamó ahora el doctor, al tiempo que yo soltaba la risa. Seguramente la navaja del rústico escultor había tropezado ahí con algún nudo de la madera y, en la alternativa había preferido pecar por carta de más, antes que por carta de menos: eso era todo. Pero el Vate estaba indignadísimo, más quizás que por mi risa, por la débil reacción del ministro. -Comprenderá usted -argumentó, cargado de razón- que esto es una irreverencia insufrible; y yo, como buen católico, no estaba dispuesto a consentirlo. Por eso fue que me llevé la cosa a casa, y luego, para que nadie pueda echarlo a mala parte, ni sospechar un interés mezquino, ni pueda hablarse (¡qué estupidez!) de hurto, he comprado para regalársela al Museo, esta otra imagen. -Y aquí, mientras lo decía, deslió el encantador, beato Niño Jesús adquirido en la santería, con su manita regordeta bendiciendo, y cubierta la barriguita por delicado cendal… -Pues lo siento mucho, mi ilustre amigo; créame, que lo lamento en el alma; pero el trueque que usted propone no puede aceptarse, dado el estado a que ha llegado este asunto. Y va a permitirme que le haga el reproche de haber procedido en él con demasiada ligereza e impremeditación-. Era evidente que el doctor Rosales, con la vista huida, medía sus palabras; pero yo observaba en la cara de Carmelo Zapata que, pese a tanta precaución, eran veneno para nuestro laureado poeta, quien se iba poniendo de color ceniza. -Su objeción -siguió el doctor-, su objeción contra esa imagen es, desde luego, muy respetable, aunque, la verdad, yo no acierto a descubrir malas intenciones, sino acaso impericia, en quien la ha tallado. Pero, de todas maneras, usted pudo dirigirse discretamente al Secretario del Instituto, o a mí mismo, y nosotros… -De modo -interrumpió el Vate en mi estallido de soberbia-, de modo que encima se permite usted llamarme indiscreto. Era lo que faltaba -gritó, furioso, con las pupilas encarnizadas-. Pues sepa usted, señor ministro, que tendrá que responderme de esa injuria en el campo del honor. Le enviaré mis padrinos.