Y si no era eso, eran días enteros sentado en una silla, horas de miedo indecible, miedo abriéndose y desplegándose en tu interior como una flor gigantesca; no podías analizarlo, saber porqué aparecía, y eso lo empeoraba. Horas de estar sentado en una silla en medio de una habitación, de levantarse y dar vueltas bordeando las paredes. Cagando y meando con mayor esfuerzo, cosas sin sentido, peinarse o cepillarse los dientes -actos ridículos e insanos-. Caminar a través de un mar de fuego. O llenar con agua una copa para vino -parecía como si no tuvieras derecho a llenar de agua una copa de vino-. Decidí que estaba loco, inhábil, y esto me hacía sentirme sucio. Fui a la biblioteca y traté de encontrar libros que hablasen sobre la causa que hacía sentir a las personas lo que yo estaba sintiendo, pero no había ningún libro, o si lo había, no lo pude entender. Ir a la biblioteca no era tampoco muy bonito -todo el mundo parecía tan cómodo, los bibliotecarios, los lectores, todo el mundo menos yo-. Tenía problemas incluso para usar los urinarios de la biblioteca, los tíos que había allí, los desconocidos mirándome mear, todos parecían más fuertes que yo -despreocupados y seguros-. Yo salía corriendo y me ponía a andar por la calle, subiendo luego por la escalera azotada por el viento de un edificio de hormigón donde almacenaban miles de cáscaras de naranjas. Una pintada en el tejado de otro edificio decía JESÚS SALVA pero ni Jesús ni las cáscaras de naranjas me importaban un carajo mientras subía por esa escalera en medio del viento asesino, en ese polvoriento y desierto edificio de hormigón. Aquí es adonde yo pertenezco, pensaba siempre, al interior de esta tumba de cemento.
La idea del suicidio estaba siempre allí, fuerte, como miles de hormigas corriendo por la parte inferior de las muñecas. El suicidio era la única cosa positiva. Todo lo demás era negativo. Y allí estaba Lou, agradecido de poder limpiar interiores de máquinas de caramelos para seguir viviendo.
7
Por ese tiempo conocí a una dama en un bar, un poco mayor que yo, muy sensitiva. Sus piernas estaban muy bien todavía, tenía un extraordinario sentido del humor, y vestidos muy caros. Había sido la amante de un hombre rico. Nos fuimos a mi habitación y vivimos juntos. Ella era un magnífico pedazo de culo, pero tenía que estar bebiendo continuamente. Su nombre era Vicki. Follábamos y bebíamos vino, bebíamos vino y follábamos. Yo tenía una tarjeta de lector de la biblioteca y me iba allí todos los días. A ella no le había dicho nada de la cosa del suicidio. Mi vuelta a casa después de salir de la biblioteca era siempre un juego divertido. Yo abría la puerta y ella me miraba. -Pero ¿y los libros?
– Oye Vicki, no tienen ni un solo libro en toda la biblioteca. Yo entraba, sacaba la botella (o botellas) fuera de la bolsa y empezábamos.
Una vez, después de toda una semana de borrachera, decidí matarme. No le dije nada. Pensé en hacerlo cuando ella estuviese en un bar buscando a algún «vivo». No me gustaba que esos payasos gordos se la tirasen, pero luego me traía dinero y whisky y puros, y eso estaba bien. Me consolaba diciéndome que yo era el único al que amaba. Me llamaba «Mister Van Culofrito» por alguna razón que no puedo imaginar. Se emborrachaba y decía continuamente:
– ¡Te crees que estás caliente, te crees Mister Van Culofrito! -y yo no pensaba en nada más que en cómo matarme. Un día estuve ya completamente decidido a hacerlo. Fue después de toda una semana de estar bebiendo sin descanso, oporto, habíamos comprado garrafas y las habíamos puesto en fila en el suelo, y detrás de ellas habíamos alineado botellas de litro, ocho o nueve, y detrás de éstas una fila de cuatro o cinco botellas pequeñas. La noche y el día se esfumaron. Todo era fornicar y hablar y beber, hablar y beber y fornicar. Violentas discusiones que terminaban haciéndonos el amor. Ella era una pequeña y dulce zorra jodiendo, apretándose y retorciéndose. Una mujer entre doscientas. Con el resto es sólo una especie de acto, una broma. Sin embargo, quizás por todo ello, la bebida y el hecho de que todos esos bueyes gordos y estúpidos se tiraran a Vicki, me puse muy enfermo y deprimido, pero ¿qué coño podía hacer?
Cuando el vino se acabó, la depresión, el miedo, la inutilidad de seguir, vinieron con más y más fuerza y supe que iba a hacerlo. La primera vez que ella salió de la habitación, todo acabó para mí. Era la hora. Cómo hacerlo, no lo sabía muy bien, pero había cientos de maneras. Teníamos una pequeña estufa de gas. El gas era atrayente. El gas es como una especie de beso. Deja el cuerpo entero. El vino se había acabado. Yo apenas podía andar. Ejércitos de miedo y sudor corrían de un lado a otro por mi cuerpo. Era muy sencillo. La mayor recompensa era el no tener que volver nunca a cruzarse con otro ser humano por la acera, verlos pasear en su obesidad, ver sus pequeños ojos de rata, sus caras rotas y crueles, sus gestos animales. Vaya un dulce sueño: no tener que volver a mirar nunca otro rostro humano.
– Voy a salir fuera a mirar algún periódico para ver qué día es hoy ¿Te parece bien?
– Claro -dijo ella- claro.
Salí de la habitación. Nadie en el recibidor. Ni un solo ser humano. Eran alrededor de las 10 de la noche. Bajé en el ascensor con olor a orina. Hacía falta una gran voluntad para meterse en ese ascensor. Salí a la calle. Bajé la colina. Cuando volviera, ella se habría ido. Se movía deprisa cuando el vino se acababa. Entonces yo podría hacerlo. Pero primero quería saber qué día era. Bajé la colina hasta el drugstore, en la puerta había un puesto de periódicos. Era viernes. Muy bien, viernes. Tan bueno como cualquier otro día. Eso quería decir algo. Entonces leí los titulares del periódico:
AL PRIMO DE MILTON BERLE * LE CAE UNA ROCA ENCIMA Y LE PEGA EN LA CABEZA
Me pareció no haber leído bien. Me acerqué más y lo leí con atención. Era lo mismo:
AL PRIMO DE MILTON BERLE LE CAE UNA ROCA ENCIMA Y LE PEGA EN LA CABEZA
Estaba escrito en grandes titulares negros, en la cabecera. De todas las cosas importantes que habían ocurrido en el mundo, ésta era su cabecera:
AL PRIMO DE MILTON BERLE LE CAE UNA ROCA ENCIMA Y LE PEGA EN LA CABEZA
Crucé la calle, me sentía mucho mejor, y entré en la tienda de licores. Compré dos botellas de oporto y un paquete de cigarrillos a crédito. Cuando volví a la habitación, Vicki estaba allí todavía.