Cuando pasó el Jardín Botánico, aparecieron las lomas de Strandgärdet, y allá, a lo lejos, se veían las luces del hospital.
De pronto, oyó un grito. Un grito de verdad.
Avanzó hacia delante en la oscuridad y descubrió a una señora mayor que yacía en una pendiente con un terrier ladrando a su alrededor.
– ¿Qué le pasa?
– Me he caído y no me puedo levantar -se lamentó la mujer con voz temblorosa-. Me duele horriblemente el pie.
– Espere, que voy a ayudarla -la tranquilizó Johan agarrándola bien del brazo-. Ahora con cuidado, levántese despacio.
– Muchas gracias, ha sido horrible -se lamentaba la mujer cuando se puso en pie.
– ¿Le duele? ¿Puede apoyar el pie?
– Sí, creo que sí. ¿Tú no serás uno de esos que van por ahí robando a las señoras mayores, verdad?
Johan no pudo evitar reír. Se preguntó qué aspecto tendría con su cazadora negra, la barba de tres días y el pelo revuelto.
– No tiene por qué preocuparse. Me llamo Johan Berg.
– Pues menos mal. Ya he tenido bastante por hoy. Mi nombre es Astrid Persson. ¿Serías tan amable de acompañarme a casa? Vivo allí, en la calle Backgatan, más arriba del hospital.
La mujer señaló con un dedo cubierto por el guante.
– Por supuesto -dijo Johan sujetándola por debajo del brazo. Llevaba en la otra mano la correa del pequeño terrier, y juntos empezaron a caminar hacia la calle Backgatan.
Astrid Persson insistió para que entrase a tomar una taza de leche caliente chocolateada. Su marido Bertil había empezado a inquietarse y le agradeció mucho su ayuda.
– ¿No eres de aquí, verdad?
– No, he venido por motivos laborales. Soy periodista y trabajo en la Televisión Sueca, en Estocolmo.
– ¿Ah, sí? ¿Has venido para informar sobre el asesinato?
– ¿Se refiere al de Henry Dahlström?
– Sí, claro. ¿Sabes algo acerca de quién lo hizo?
– No, no sabemos casi nada de ese tema. La policía no quiere dar apenas información. Al menos, de momento.
– Así que es eso.
Bertil sorbió su leche chocolateada.
– Era un hombre simpático, ese Dahlström.
– ¿Lo conocía?
– Ya lo creo. Me ayudó con un par de trabajos de carpintería. El garaje lo construyó él y quedó muy bien.
– Y también hizo buena parte del trabajo cuando abrimos las ventanas de la buhardilla -apuntó la mujer-. Trabajaba de carpintero, ¿comprendes?, cuando era joven. Antes de hacerse fotógrafo.
– ¡No me diga! ¿Y podía trabajar de carpintero, a pesar de lo que bebía?
– Ya lo creo, lo hacía bien. Parecía que se esforzaba aún más. Es verdad que alguna vez noté que olía a alcohol, pero eso no influía en su trabajo. Hacía lo que tenía que hacer, venía a la hora y eso. Sí, cumplía estupendamente. Y, además, era muy agradable, reservado pero simpático.
Astrid asintió confirmándolo. Estaba sentada con el pie encima de un taburete después de que su marido se lo hubiera vendado con gran solicitud.
– ¿Cuánto tiempo hace de eso? -preguntó Johan.
– Bueno, el garaje lo hicimos hace varios años, ¿cuándo pudo ser?
Miró con gesto interrogante a su mujer.
– ¿Cuatro o cinco años, quizá? Y la ventana del tejado la hicimos el año pasado, ¿no?
– ¿Hacía ese tipo de trabajos para otras personas?
– Sí, claro que lo hacía. A mí me lo recomendó un conocido de Hembygdsföreningen [2].
– ¿Se lo han contado a la policía?
Bertil Persson pareció molesto. Dejó la taza de leche sobre la mesa.
– No, ¿por qué íbamos a hacerlo? ¿Qué importancia tiene que estuviera aquí haciendo algún trabajillo? Ellos no se ocupan de esas cosas.
Se acercó a Johan con aire confidencial y bajó la voz.
– Bueno, el caso es que el dinero se lo pagábamos en negro. Vivía de las ayudas sociales y quería cobrar así. ¿No irás a decir nada?
– Me extraña que a la policía en la situación actual le interese cómo cobraba. Están trabajando en la investigación de un asesinato y esta información es importante para ellos. No puedo guardármela para mí solo.
Bertil alzó las cejas.
– ¿Qué estás diciendo? Entonces corremos el riesgo de ir a la cárcel por haber contratado mano de obra ilegal.
Parecía asustado. Astrid Persson le puso la mano en el brazo.
– Como he dicho, no creo que la policía se tome ese asunto tan en serio -dijo Johan.
Se levantó. Quería largarse de allí cuanto antes.
– Esto te lo he contado a ti en confianza -se desmoronó Bertil Persson, y parecía como si creyera que tenía los días contados.
– Lo siento, pero no puedo hacer otra cosa.
El hombre agarró a Johan del brazo con firmeza y cambió el tono de voz, se volvió zalamero.
– Pero escucha, no será tan importante. Mi mujer y yo pertenecemos a la Iglesia, nos parece un poco vergonzoso que esto llegue a saberse. ¿No podemos olvidar todo el asunto?
– Lo siento -cortó Johan, y retiró el brazo con más brusquedad de la que hubiera deseado.
Se apresuró a dejar la casa tras una fría despedida.
Knutas se hundió en la silla del escritorio y sostenía la que debería ser su última taza de café del día; al menos, eso sería lo mejor para su estómago. Los resultados preliminares de la autopsia realizada por el médico forense mostraban justo lo que esperaban, que Henry Dahlström había muerto a consecuencia de los impactos recibidos en la parte posterior de la cabeza, infringidos con un martillo. El autor del crimen había asestado un gran número de golpes utilizando tanto la parte roma como la uña del martillo.
La muerte se había producido probablemente el lunes 12 de noviembre a última hora o tal vez al día siguiente. Aquello encajaba perfectamente con los datos que tenían. Todo indicaba que la muerte se había producido por la noche, después de las diez y media, cuando los vecinos habían oído a Dahlström bajar al sótano.
Knutas empezó a llenar la pipa con minuciosidad, al tiempo que seguía estudiando las fotos y leyendo la descripción de las lesiones.
Resolver un asesinato era como resolver un crucigrama. La solución rara vez se descubría directamente, sino que era necesario dejar reposar algunos detalles un día y concentrarse en otras pistas. Cuando volvía a examinar lo que había dejado a un lado, a menudo se le ocurrían nuevas ideas. Y lo mismo ocurría con el crucigrama, se quedaba francamente sorprendido de que le hubiera costado tanto solucionarlo. Al mirarlo de nuevo, estaba más claro que el agua de qué se trataba.
Knutas se colocó al lado de la ventana, la abrió un poco y encendió la pipa.
Luego estaban los testigos. Los conocidos de Dahlström no tenían nada verdaderamente interesante que contar. En realidad, no hicieron más que confirmar lo que la policía ya sabía. Tampoco había aparecido nada nuevo que pudiera reforzar las sospechas contra Johnsson, y el fiscal había decidido ponerlo en libertad. Aún se le consideraba sospechoso por robo, pero no había motivos para que siguiera en prisión.