Выбрать главу

Una vez se lo encontraron sin conocimiento entre las ruinas de Sankta Karin, del siglo XIII, en el centro de la plaza Stora Torget de Visby. Estaba dormido en una estrecha escalera cuando fue descubierto por un aterrorizado guía que conducía a su correspondiente grupo de turistas norteamericanos.

En otra ocasión se había presentado descaradamente en el restaurante Lindgården de la calle Strandgatan y había pedido una cena por todo lo alto, compuesta por cinco platos regados con vino, cerveza, aquavit y coñac. Tras la cena pidió un puro, directamente importado desde La Habana, que fumó mientras disfrutaba de otra copa de licor. Cuando llegó la cuenta, declaró francamente que, sintiéndolo mucho, no podía pagarla, puesto que no llevaba dinero. Llamaron a la policía, que arrestó al hombre, ahito y achispado, y lo soltó unas horas después. A Dahlström sin duda le pareció que había merecido la pena.

Hacía muchos años que Knutas no veía a la mujer de Dahlström. Le habían informado de la muerte de su ex marido. Aún no había hablado personalmente con ella, pero iban a interrogarla por la tarde.

Aspiró su pipa sin encenderla y hojeó el expediente de Dahlström. Había cometido alguna pequeña infracción, pero nada grave. En cambio, su amigo, Bengt Johnsson, había sido condenado veinte veces por diferentes delitos. Se trataba, sobre todo, de robos y agresiones leves.

Era extraño que no hubieran sabido nada de él.

Emma Winarve se sentó en el deslucido sofá de la sala de profesores. Sujetaba la taza de café con ambas manos para calentárselas. Había muchas corrientes de aire en el viejo edificio de madera que albergaba la escuela Kyrkskolan de Roma. En la taza ponía «La mejor mamá del mundo». Sí, qué ridiculez. Una madre que había engañado a su marido y que durante los últimos seis meses había descuidado a sus hijos porque tenía la cabeza ocupada en otras cosas. A un paso de los cuarenta y a otro de perder las riendas de su vida.

El reloj de la pared marcaba las nueve y media. Alrededor de la mesa se apiñaban ya sus colegas, que charlaban animadamente. Hacía tiempo que el olor a café se había adherido a las cortinas, a los libros, a los papeles, a las carpetas y al descolorido papel pintado de las paredes. Emma miraba por la ventana, no se sentía con fuerzas para participar en la conversación. Las hojas de los robles no habían caído aún. Estaban en constante movimiento, sensibles al menor soplo de viento. En el prado, al lado de la escuela, había unas lanudas ovejas grises, acurrucadas unas contra otras, pastando. No dejaban de agitar las mandíbulas en su incesante rumiar. La iglesia de piedra de Roma, con sus ochocientos años de antigüedad, continuaba en su sitio.

Todo seguía su curso inmutable, con independencia de qué tormentas asolaran a una persona. Era incomprensible que ella pudiera estar allí sentada aparentemente tranquila, dando pequeños sorbos a su sempiterno café sin que se le notara; sin que se le notara que su cuerpo por dentro era un campo de batalla. Su vida estaba a punto de irse a pique y, a su alrededor, sus compañeros de trabajo hablaban discretamente, con gestos y miradas comedidas. Como si nada.

En su retina se reproducían a toda velocidad algunos fragmentos de un vídeo: el cumpleaños de su hija Sara, cuando Emma sólo sintió ganas de llorar; Johan y ella dando vueltas en la cama de un hotel; los ojos inquisitivos de su suegra; el concierto de chelo de Filip, del que se olvidó por completo; la cara de Olle cada vez que lo rechazaba.

Se había colocado en una situación insostenible.

Medio año antes se había encontrado con el hombre que iba a cambiarlo todo. Se conocieron con motivo del despliegue policial del verano anterior, cuando Helena, su mejor amiga, fue una de las víctimas del asesino y ella misma estuvo a punto de correr la misma suerte.

Johan se había cruzado en su camino y no pudo pasar de largo. Era diferente a todos los hombres que había conocido; tan vital y tan enérgico en todo lo que se proponía. Nunca se había reído tanto con nadie ni se había sentido tan ocurrente, realmente ingeniosa. Le hizo descubrir aspectos de sí misma que no conocía.

Enseguida se enamoró perdidamente de él y, antes de que se diera cuenta, la había conquistado por completo. Cuando hacían el amor, se sentía colmada de una sensualidad que no había experimentado antes. Johan lograba que se relajara. Por primera vez pudo olvidarse totalmente tanto de su aspecto como de lo que él pensara de sus habilidades en la cama.

Vivir el momento al cien por cien era algo que solo había experimentado al dar a luz a sus hijos.

Sin embargo, con el tiempo decidió alejarse de él. Por los niños siguió con Olle. Cuando se resolvió el drama del asesino en serie y se despertó en el hospital con la familia a su alrededor, se dio cuenta de que no tenía fuerzas para enfrentarse a una separación, aunque sintiera que Johan era el gran amor de su vida. La seguridad pesó más, al menos en aquel momento. Con gran pesar puso fin a la relación.

Toda la familia se fue de vacaciones a Grecia, porque ella necesitaba salir y distanciarse de lo que había vivido. Pero no había resultado tan sencillo.

Cuando volvieron, Johan le había escrito. Primero pensó en tirar la carta sin leerla, pero le pudo la curiosidad. Más tarde se arrepentiría de haberlo hecho.

Habría sido mejor para todas las partes implicadas que no hubiera leído ni una sola línea.

Karin Jacobsson y Thomas Wittberg bajaron caminando hasta Östercentrum nada más salir de la reunión. La calle peatonal que discurría entre las tiendas estaba casi vacía. El viento y la lluvia arreciaban. Se apresuraron hacia la galería de Obs y se sacudieron el agua tras pasar las puertas de cristal.

El centro comercial era bastante modesto: H &M, una joyería de Guldfynd, un par de salones de peluquería, una tienda de productos dietéticos y un tablón de anuncios. El supermercado Obs con su hilera de cajas, luego la panadería y pastelería, la oficina de atención al cliente, el estanco y las quinielas. Al fondo estaban los servicios, la zona de recogida de los cascos vacíos de las botellas y la salida al aparcamiento. En los bancos de la salida se reunían los borrachines cuando hacía mal tiempo, junto con algún pensionista cansado o padres con niños pequeños que necesitaban descansar un poco.

El grupo de borrachos se resguardaba del frío de la calle. La mayoría llevaba una petaca escondida en una bolsa o en el bolsillo, pero, mientras no bebieran allí dentro, el vigilante de seguridad del supermercado los dejaba en paz.

Dos de ellos, a los que Karin conocía, estaban sentados en un banco al fondo, cerca de la salida, sucios, sin afeitar y con las ropas raídas. El más joven tenía la cabeza apoyada contra la pared de atrás y miraba sin interés a la gente que pasaba por allí. Cazadora negra de cuero y zapatillas deportivas viejas. El de más edad llevaba una cazadora acolchada y una gorra de lana, y estaba sentado con la cabeza, entre las manos. Por debajo del gorro asomaban unas greñas mugrientas.

Karin se presentó y presentó a Wittberg, aunque sabía que los dos hombres los conocían muy bien.

– Nosotros no hemos hecho nada, sólo estamos aquí sentados.