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A pesar de todo, durmieron en la misma cama.

Ahora, Per estaba allí, dormido a su lado, y ella no podía comprender aquella locura. Pensaba en cómo iba a transcurrir el día. ¿Cómo iban a arreglar aquello? Una bronca por celos, una pelea en toda regla… Se comportaron como crios inmaduros, que no eran capaces de beber un poco de vino y divertirse con unos amigos. Eran unos mierdas, unos absolutos inútiles. La vergüenza le oprimía el estómago como una piedra. Se levantó con sigilo de la cama, temerosa de que Per se fuera a despertar. Se deslizó hasta el cuarto de baño, vació la vejiga y contempló su cara pálida en el espejo. Buscaba signos visibles del maltrato de la noche anterior, pero no se notaba nada. La hinchazón ya había desaparecido. «Tal vez el golpe no fue tan fuerte en realidad», pensó. Como si eso fuera algún consuelo. Fue hasta la cocina y bebió medio vaso de coca-cola. Volvió al baño y se cepilló los dientes.

Sintió la frescura de las baldosas bajo sus pies descalzos mientras se movía entre las habitaciones. Spencer la acompañaba como una sombra. Se vistió y, para alegría incontrolable del perro, fue hacia la entrada y se calzó las zapatillas deportivas.

El aire de la mañana, frío y liberador, la golpeó al abrir la puerta.

Tomó el camino que bajaba hacia el mar. Spencer saltaba a su lado con el rabo tieso y correteaba por la hierba que crecía al lado del camino de guijarros, meando por todas partes. A intervalos regulares, el animal se volvía y la miraba. El labrador, de un negro brillante, era un buen perro guardián y asiduo acompañante de Helena. Helena respiraba profundamente y el frío de la mañana le hacía llorar los ojos.

En cuanto pisó la arena de la playa, se vio envuelta en una niebla gris. Flotaba a su alrededor como una alfombra de algodón de azúcar. El perro desapareció pronto en el silencio, en la suavidad. No se veía ningún horizonte. Lo poco que se podía entrever del agua era de un color gris plomizo y casi del todo en calma. La playa estaba sorprendentemente silenciosa. Sólo una gaviota solitaria graznaba sobre el mar, a lo lejos. Aunque la visibilidad era mala, decidió caminar por la playa hasta llegar al otro extremo y dar la vuelta. «Si sigo la línea del agua no habrá ningún problema», pensó.

La jaqueca empezó a remitir y trató de ordenar sus pensa-mientos.

La primavera había sido agotadora y muy movida, tanto para ella como para Per, y necesitaban salir y tener un poco de tiempo para ellos solos.

Tras el fracaso de la tarde anterior, no sabía qué pensar.

Creía, pese a todo, que era con Per con quien quería vivir. Estaba segura de que la quería. Ella iba a cumplir los treinta y cinco el mes siguiente y sabía que Per estaba esperando una respuesta. Una decisión. Llevaba mucho tiempo deseando que fijaran la fecha de la boda, que dejara la pildora y tuvieran un hijo. Las veces que habían hecho el amor últimamente solía decirle que deseaba haberla dejado embarazada. Se sentía incómoda cada vez que lo decía.

Al mismo tiempo, nunca se había sentido tan segura en una relación, tan querida. Tal vez una no podía desear mucho más, tal vez había llegado el momento de decidirse. Antes de conocer a Per no le había ido muy bien en sus relaciones amorosas. Nunca había estado enamorada de verdad y tampoco sabía si ahora lo estaba. A lo mejor no era capaz de enamorarse.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos porque el perro lanzó un ladrido. Sonó como un ladrido de caza. Como si hubiera descubierto el rastro de un gazapo, uno de los conejillos que tanto abundaban en Gotland.

– ¡Spencer! ¡Ven aquí! -ordenó.

Acudió obediente, corriendo, con el hocico en el suelo. Ella se puso en cuclillas y lo acarició. Intentó ver algo por encima del mar, pero apenas podía distinguirlo ya. En los días despejados se veían desde allí las siluetas de los acantilados de las islas Stora y Lilla Karlsö. Era difícil imaginárselos ahora.

Tembló de frío. Cierto que las primaveras eran frías en Gotland, pero que siguiera haciendo tanto frío ya en junio no era normal. El aire húmedo y helado penetraba a través de las capas de ropa. Llevaba camiseta, sudadera y chaqueta, pero no era suficiente. Se levantó y se apretó con fuerza la chaqueta al cuerpo. Se dio la vuelta y empezó a desandar el camino por el que había ido. «Espero que Per ya se haya despertado y podamos hablar», pensó.

Se sentía mejor después del paseo. Dentro de ella empezaba a abrirse paso la sensación de que aún no estaba todo perdido. Podría llamar hoy a los amigos, pronto todo se habría olvidado y podrían continuar de nuevo como de costumbre. El ataque de celos de Per había pasado. Y la verdad es que fue ella la que empezó a arañarle y pegarle.

Cuando llegó de vuelta hasta el extremo de la playa, la niebla era aún más espesa. Blanco, blanco, blanco. Volviese hacia donde volviese. Reparó en que llevaba un rato sin ver a Spencer. Lo único que podía distinguir con nitidez eran sus zapatillas deportivas medio hundidas en la arena. Lo llamó varias veces. Esperó. No llegó. Era extraño.

Dio unos pasos hacia atrás y se esforzó por ver en medio de la niebla.

– ¡Spencer! ¡Ven aquí!

No hubo respuesta. Maldito perro… No solía comportarse así.

Algo no iba bien. Se detuvo y escuchó. Todo lo que oyó fue el chapoteo de las olas. Un estremecimiento de desagrado le recorrió la espalda.

De pronto se rompió el silencio. Un ladrido corto, seguido de un gruñido que se extinguió. Era Spencer.

¿Qué estaba ocurriendo?

Permaneció inmóvil tratando de contener el miedo que crecía en su pecho. Estaba cercada por la niebla. Era como encontrarse en medio de un vacío silencioso. Gritó en la niebla.

– ¡Spencer, aquí!

Entonces adivinó un movimiento detrás de ella y presintió que alguien se encontraba muy cerca. Se volvió.

– ¿Hay alguien ahí? -preguntó en voz baja.

Dentro de la redacción regional de informativos, en el gran edificio de la televisión pública, reinaba un ambiente distendido. La reunión de la mañana había terminado.

Por todas partes había reporteros sentados con su taza de café al lado. Alguno con el auricular en la oreja, otro mirando fijamente la pantalla de su ordenador, un par de ellos con las cabezas juntas hablando en voz baja. Algún que otro fotógrafo hojeaba sin interés los periódicos de la tarde anterior, convertidos ahora en periódicos de la mañana.

Por todas partes papeles apilados, periódicos esparcidos alrededor, tazas de café a medio beber, teléfonos, ordenadores, faxes, archivadores y carpetas.

En la mesa central, punto neurálgico de la redacción, a aquella hora temprana de la mañana sólo se encontraba el redactor jefe, Max Grenfors.

«La gente aquí no se da cuenta de lo bien que lo tienen -pensaba, mientras tecleaba el orden de emisión del día en el ordenador-. Uno debería poder contar con algo más de entusiasmo y de energía después del puente, en lugar de esta desgana. Los reporteros no sólo no han aportado ideas en la reunión de la mañana de este martes triste, sino que, además, se han quejado del trabajo que tienen que hacer.»

Max Grenfors acababa de superar los cincuenta, pero hacía lo que podía. Se teñía con regularidad el cabello, ahora canoso, en una de las mejores peluquerías de la ciudad. Se mantenía en forma con largas y solitarias sesiones en el gimnasio de la empresa. Para el almuerzo, prefería tomar requesón y yogur sentado ante el ordenador, en vez de platos grasientos en el bullicioso comedor del edifició junto a sus compañeros, igual de bulliciosos. Max Grenfors opinaba que a la mayoría de los reporteros les faltaba el entusiasmo y el espíritu emprendedor que él mismo tuvo como reportero, antes de llegar al sillón de redactor.

Como jefe de redacción tenía que decidir el contenido de las emisiones, los reportajes que debían hacerse y su duración. Se entrometía de buena gana en cómo se debían elaborar los reportajes, lo cual provocaba con frecuencia la irritación de los reporteros. Pero eso no le preocupaba, con tal de decir la última palabra.