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Puede que fuera el largo y frío invierno, seguido de aquella primavera húmeda y ventosa con un frío que parecía no querer terminar nunca, lo que hacía que el cansancio cayera como una manta mohosa sobre la redacción. El añorado calor del verano parecía aún lejano.

Redactó los titulares de los reportajes que se iban a emitir y los dispuso en el orden de emisión. El trabajo más destacado del día trataba de la catastrófica situación económica que atravesaba el Hospital Universitario de Uppsala, luego la huelga en la cárcel de Österáker, a continuación el tiroteo de la noche anterior en Södertälje y lo de la gata Elsa a la que dos chicos de doce años habían salvado de una muerte segura en un contenedor de basuras, en Alby. «Un toque verdaderamente humano -pensó satisfecho, olvidando por un momento su descontento-. Con niños como héroes y animales, algo que siempre gusta al público.»

Por el rabillo del ojo advirtió que el presentador del programa acababa de entrar en la redacción. Era la hora de hacer un repaso y de mantener la habitual discusión acerca de qué invitado había que traer al estudio por la tarde. Una discusión que podía acabar en disputa, o en bronca, si uno quería llamarla así.

Erik Andersson descubrió primero al perro. Erik Andersson, de sesenta y tres años, jubilado por enfermedad y residente en la parroquia de Eksta, en el interior de la isla, se encontraba de visita en casa de su hermana, en Fröjel. Él y su hermana solían dar largos paseos a la orilla del mar, hiciese el tiempo que hiciera, incluso en días de niebla como aquél.

Hoy su hermana había rehusado. Estaba resfriada y tenía una tos bastante molesta, por lo que prefirió quedarse en casa.

Erik estaba decidido a salir de paseo. Después de almorzar juntos, sopa de pescado y pan con arándanos, que él mismo había horneado, se calzó las botas de goma, se puso el anorak y salió.

Sobre los campos y prados que se extendían a ambos lados del estrecho camino de guijarros, el día estaba bastante claro. La niebla de la mañana se había disipado. El aire era cortante y húmedo. Se caló bien la gorra y decidió bajar hasta la playa. El sonido de los guijarros bajo sus pies le era familiar. Las ovejas negras, que pastaban cerca de donde él pasaba levantaban la cabeza del pasto y lo miraban. Abajo, sobre la vieja verja medio podrida del último cantero de bosque, antes de llegar a la playa, había tres cornejas posadas en línea. Alzaron el vuelo al unísono con un ofendido graznido cuando estuvo cerca.

Justo cuando iba a cerrar la herrumbrosa aldabilla tras de sí, su mirada captó algo extraño al borde de la cuneta. Parecían restos de un animal. Se acercó a la cuneta y se inclinó hacia delante para mirar. Era una pata y estaba llena de sangre. Era demasiado grande para que fuese de un conejo. ¿Podría ser de un zorro? No, el pelaje bajo la sangre era negro.

Siguió el rastro de la sangre con la mirada. Un poco más allá vio un perro grande y negro. Yacía de lado y con los ojos abiertos. La cabeza aparecía girada en un ángulo extraño y la piel estaba empapada de sangre. Destacaba el rabo extrañamente peludo y brillante en medio de la carnicería. Cuando se acercó más, vio que había sido degollado; la cabeza estaba casi separada del resto del cuerpo.

Se sintió tan mal que tuvo que sentarse en una piedra. Respiraba con dificultad, tapándose la boca con la mano. El corazón le palpitaba con fuerza. El silencio era espantoso. Al cabo de un rato se incorporó con esfuerzo y echó un vistazo a su alrededor. ¿Qué había ocurrido allí? Erik Andersson se lo preguntaba, cuando la vio. El cuerpo muerto de la mujer yacía medio cubierto de ramas. Estaba desnuda. El cuerpo aparecía lleno de grandes heridas sanguinolentas, como si fueran cortes. Los rizos negros le caían sobre la frente y los labios habían perdido el color. Tenía la boca entreabierta, y cuando tuvo ánimo para acercarse descubrió que se la habían llenado con un trozo de tela.

La alarma llegó a la policía de Visby a las 13.02. Treinta y cinco minutos después, dos coches de la policía entraban con las sirenas ululando en el patio de la casa de Svea Johansson, en Fröjel. Pasaron otros cinco minutos antes de que llegaran los de la ambulancia y se hicieran cargo del hombre de edad, que, sentado en una silla en la cocina, se balanceaba adelante y atrás. La dueña de la casa señaló la zona del bosque donde su hermano había hecho el hallazgo.

El comisario de policía judicial, Anders Knutas, y su colega, la inspectora Karin Jacobsson, se dirigieron a paso vivo hacia aquella parte del bosque, seguidos de cerca por el técnico criminalista Erik Sohlman y otros cuatro policías más con perros.

Al lado del camino, antes de llegar a la playa, se encontraba el perro muerto, en la cuneta. Había sido degollado y le faltaba una de las patas delanteras. El suelo alrededor estaba empapado en sangre. Sohlman se agachó sobre el perro.

– Degollado -observó-. Las heridas parecen haber sido causadas por un arma de filo. Probablemente un hacha.

Karin Jacobsson se estremeció. Le gustaban mucho los animales.

Un poco más allá encontraron el cuerpo ultrajado de la mujer. Contemplaron el cadáver en silencio. Todo lo que se oía era el sonido de las olas rompiendo en la playa.

Yacía allí, desnuda, bajo un árbol del bosquecillo. El cuerpo estaba cubierto de sangre; por algunos sitios asomaba la piel, increíblemente blanca. Se podían observar profundas heridas de cortes en el cuello, el pecho y el abdomen. Tenía los ojos abiertos de par en par. Los labios, secos y agrietados. Parecía como si estuviera gritando. Un profundo malestar se apoderó de Knutas, que se agachó para mirar de cerca.

El autor del crimen le había metido entre los labios un trozo de tela a rayas. Parecían unas bragas.

Sin pronunciar palabra, Knutas sacó el teléfono móvil del bolsillo interior y llamó a la Unidad de Medicina Legal del Hospital de Solna. Un forense tenía que volar hasta allí lo antes posible.

El primer telegrama de TT, la Agencia Central de Noticias Sueca, salió a las 16.07.

La información era escasa.

VISBY (TT)

«Una mujer ha sido hallada muerta en una playa de la costa oeste de Gotland. Según informaciones de la policía, ha sido asesinada. La policía aún no quiere pronunciarse acerca de cómo murió la víctima. Las carreteras de la zona se encuentran cerradas. Un hombre está siendo interrogado por la policía.»

Pasaron dos minutos antes de que Max Grenfors descubriera el telegrama en su pantalla.

Levantó el auricular del teléfono y llamó al oficial de guardia de la policía de Gotland.

No consiguió enterarse de mucho más. El policía le confirmó que una mujer, nacida en 1966, había sido encontrada muerta en la playa de Gustavs perteneciente a la parroquia de Fröjel, en la costa oeste de Gotland. Se había identificado a la mujer, que residía en Estocolmo. El novio estaba siendo interrogado por la policía. Los perros rastreaban la zona. La policía llamaba de puerta en puerta a los vecinos del área en busca de posibles testigos.

Al mismo tiempo sonó el teléfono del reportero Johan Berg. Era uno de los más antiguos de la redacción. Habían pasado ya diez años desde que empezó a trabajar en TV. La casualidad hizo que se convirtiera en reportero de sucesos desde el principio. Su primer día de trabajo se cometió el brutal asesinato de una prostituta en el puerto de Hammarby. Johan era el único reportero que se encontraba en la redacción en aquel momento, así que le asignaron ese trabajo. Su reportaje encabezó la emisión del día, lo cual dio lugar a que luego continuara con los reportajes de sucesos. Seguía pensando que era la sección más apasionante dentro del periodismo.