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«Desde pequeño empezó a hacer la corte a las yegüecitas; siempre se estaba burlando de mi simpleza.

«Por desgracia mía, imité su ejemplo, herido en mi amor propio por sus burlas y me enamoré en seguida. Aquel encadenamiento precoz fue la causa del cambio que se operó en mi suerte.

«Ved aquí la historia de mi amor, en pocas palabras:

«Viasopurika tenia un año más que yo. Fuimos siempre grandes amigos; pero al terminar el otoño, noté de pronto que me esquivaba cuanto podía.

«No me siento con valor suficiente para narraros esta historia, llena de recuerdos dolorosos para mí.

«Aún recuerda ella la fatal pasión que me inspiró.

«En el momento en que yo le declaraba mis sentimientos, los palafreneros se echaron sobre nosotros, la espantaron a ella y me molieron a mí a latigazos.

«Por la noche fui encerrado en una cuadra solitaria, en la que pasé las horas relinchando con desesperación, como si hubiese tenido presentimientos de lo que me esperaba.

«A la mañana siguiente, el general, el jefe de los caballerizos y el palafrenero, vinieron a verme. Todos hablaban y gesticulaban al mismo tiempo. El general se enojó con el caballerizo, quien se excuso diciendo que no había ocurrido nada y que la culpa había sido de los palafreneros. El general amenazó con mandar a azotar a todo el mundo, porque, según dijo, aquella no era manera de guardar los pequeños garañones. El caballerizo prometió satisfacer los deseos del general, y los tres se fueron.

«Nada comprendí de aquello, pero tuve el presentimiento de que se tramaba algo contra mí.

«Al día siguiente me hicieron ser… lo que soy actualmente, y dejé de relinchar para toda la vida.

«Desde entonces fui indiferente a todo cuanto me rodeaba y me sumí en pensamientos amargos. Al principio caí en un profundo desánimo, hasta el punto que dejé de comer y beber, y en cuanto a juegos, ya no volvieron a existir para mí. A veces me pasaba por la imaginación la idea de disparar una coz, de relinchar con fuerzas, de galopar en torno a mis camaradas, pero ¿Con qué objeto? ¿Para qué? Y bajaba la cabeza.

«Una tarde que el caballerizo me paseaba frente al corral con una cuerda atada al cuello, distinguí a lo lejos una nube de polvo y las siluetas bien conocidas de nuestras yeguas y pronto oí el ruido de sus pasos y sus alegres relinchos. Me detuve, a pesar de la cuerda que me lastimaba el cuello y me hacía sufrir un martirio, y miré la yeguada como el que mira su dicha perdida para toda una eternidad.

«A medida que aquella se aproximaba, fui distinguiendo una por una las caras de mis antiguas amigas.

«Algunas me miraron y me desconocieron. El caballerizo tiró de mí con forma, pero yo no le hice caso. Perdí la cabeza y me puse a relinchar y a dar brincos, pero mi voz parecía ridícula y extraña. No se ríe en la yeguada, pero yo vi que todas volvieron la cabeza a otro lado, por educación. Fue claro que les inspiré lástima. Les parecí ridículo con mi cuello delgado, mi cabeza voluminosa (yo había enflaquecido horriblemente), mis remos largos, y, sobre todo, mi actitud ridícula (me puse a trotar en torno del caballerizo). Nadie contestó a mi llamada y todas se apartaron de mí, de común acuerdo. La luz se hizo de repente en mi espíritu y comprendí el hondo abismo que me separaba de ellos… Seguí al caballerizo presa de la mayor desesperación, y no me di cuenta de cómo llegué a mi cuadra.

«Propenso a la melancolía y a la reflexión desde mi más tierna edad, mis desgracias no hicieron sino desarrollar en mí aquella predisposición. Mi pelo, que tanto desprecio inspiraba a los hombres, y lo excepcional de mi posición en la yeguada, que no podía comprender aún debidamente, me hicieron reflexionar profundamente sobre la injusticia de los hombres. Pensé con amargura en la inconstancia del amor maternal y del amor femenino en general, y traté de formarme una idea precisa de esa extraña raza de animales que se llama hombres, y para ello procuré comprender su carácter analizando sus acciones.

«Era en invierno y en la época de las fiestas.

«Aquel día no me dieron de comer ni de beber; después supe que si no lo hicieron fue porque todos los palafreneros se habían emborrachado como uvas.

«Precisamente aquel día, al hacer su visita a las cuadras, el jefe de los caballerizos se acercó a la mía, y, al observar que no me habían dado el pienso, se encolerizó contra el palafrenero y se marchó renegando. Al día siguiente vino el palafrenero a darnos el pienso y, por lo extremo de su palidez, noté cierta expresión de dolor en su persona.

«Arrojó coléricamente el heno a través de los hierros, y cuando traté de colocar el morro sobre su espalda me dio un puñetazo con tal fuerza, que retrocedí espantado: pero no se contentó con aquello, sino que me dio, además, un puntapié en el vientre, murmurando:

«–Si no hubiera sido por este feo sarnoso, no me hubiera hecho nada.

«–¿Qué te ha pasado? –le preguntó su camarada.

«–Que casi nunca viene a ver los caballos del conde. Pero, en cambio, le hace al suyo dos visitas todos los días.

«–¿Le han dado, acaso, el caballo pío?

«–Yo no sé si se lo han vendido o se lo han regalado; no sé nada. Lo que sé es que podré dejar morir de hambre a todos los caballos del conde y no me dirá nada; pero como le falte cualquier cosa a su potro, ya puedo echarme en remojo. Túmbate, me dijo, y me vapuleó de lo lindo. Te digo que eso no es cristiano. ¡Compadecerse de una bestia más que de un hombre!

¡Cualquiera diría que no está bautizado! Y contaba por si mismo los golpes. Nunca ha pegado tanto el general. Tengo la espalda hecha una pura llaga. Decididamente, ese hombre no tiene alma de cristiano.

«Comprendí bien lo que dijeron de latigazos y de piedad cristiana. En cuanto a lo demás, no supe darme cuenta exacta de lo que significaban las palabras ‘su potro’, y deduje que establecían una relación cualquiera entre el caballerizo y yo, pero no pude comprender en aquel momento qué clase de relación era aquélla. Mucho más tarde, cuando me separaron de todos los demás caballos, fue cuando lo comprendí.

«Las palabras ‘mi caballo’ me parecían tan ilógicas como ‘mi tierra, mi aire, mi agua’, pero causaron en mí una impresión profunda. Mucho he reflexionado después acerca de esto, y únicamente mucho más tarde, cuando aprendí a conocer mejor y más cerca a los hombres, fue cuando me pude explicar todo eso.

«Los hombres se dejan llevar por palabras y no por hechos. A la posibilidad de hacer tal o cual cosa, prefieren la posibilidad de hablar de tal o cual objeto en los términos convencionales establecidos por ellos.

«Y esos términos, que para ellos tienen grandísima importancia, son los siguientes: ‘El mío, la mía, los míos, mi, mis’. Los emplean al hablar de los seres animados, de la tierra, de los hombres y hasta de los caballos. También es común que una persona, al hablar de un objeto, lo califique de ‘mío’. La persona que tiene la posibilidad de aplicar la palabra ‘mío’ a un gran número de objetos, es considerada por las otras como la más dichosa.

«No podré deciros cuál es la causa de todo este razonamiento. Muchas veces me he preguntado si será el interés el motivo de todo, pero siempre he rechazado la idea, y he aquí por qué: Muchas personas me consideran propiedad suya, y, sin embargo, no se sirven de mí;