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-¡Edward!

-Si la gente supiera…

-¡No digas eso! Aún me asusta pensarlo. Me arrepentí apenas lo hice; y no te he dicho nada por miedo de que alguien me pudiera traicionar. Esa noche no pude dormir de lo preocupado que estaba. Pero a los pocos días me di cuenta de que nadie sospechaba de mí, y entonces me alegré de haberlo hecho. Y cada día estoy más contento, Mary… cada día más contento.

-También yo ahora, porque habría sido espantoso que le hicieran eso a Burgess.

-Sí. Me alegro. Porque se lo debías. Pero… -¿y si se descubriera algún día, Edward?

-No se descubrir.

-¿Por qué?

-Porque todos creen que fue Goodson.

-¡Naturalmente!

En efecto. Y desde luego a Goodson no le importaba. Convencieron al pobre viejo Sawlsberry para que le echara la culpa, y fue con aire fanfarrón y lo hizo. Goodson lo miró de arriba abajo, como si buscara en él el lado más despreciable, y le dijo:

-¿De modo que es usted el Comité de Investigación?…

-¿no?» Sawlsberry dijo que él era eso, poco más o menos. Hum.

-Necesitan detalles o supone usted que bastará con una respuesta de carácter genético. «-Si necesitan detalles, volveré, señor Goodson; choro basta que me dé una respuesta genérica «Perfectamente. Entonces dígales que se vayan al infierno. Creo que eso es bastante genérico. Y le daré un consejo, Sawlsberry; cuando venga en busca de detalles, traiga una cesta para echar lo que quede de usted.». Eso era muy típico de Goodson. Tiene todas sus características. Sólo tenía un motivo de vanidad: creía poder dar un consejo mejor que cualquiera otra persona.

Eso liquidó el asunto y nos salvó, Mary. Ya no se ha vuelto a tocar el tema.

Bendito sea… No dudo de eso.

Luego los Richards volvieron a abordar el misterio del talego con acentuado interés. Pronto la conversación comenzó a sufrir interrupciones, intervalos causados por abstraídos pensamientos. Los intervalos se volvieron cada vez más frecuentes. Por fin Richards se perdió totalmente en sus meditaciones. Se quedó sentado, contemplando el piso con aire vago y, poco a poco, empezó a subrayar sus cavilaciones con pequeños movimientos nerviosos de las manos, que parecían revelar irritación. Mientras tanto, su esposa había vuelto a sumirse también en caviloso silencio y sus movimientos estaban empezando a revelar un turbado desconsuelo. Finalmente Richards se puso de pie y empezó a pasearse sin sentido por el aposento, pasándose los dedos por entre el cabello como un símbolo que acaba de sufrir una pesadilla. Entonces pareció que había tomado una decisión; y, sin decir una palabra, se puso el sombrero y salió rápidamente de casa. Su esposa se quedó sentada, cavilando, el rostro contraído, y no pareció ad venir que estaba sola. De vez en cuando murmuraba: «No nos empujes a la tent.., pero… pero… -¡somos tan pobres!… No nos empujes a…

-¡Oh!

-¿A quién le causaría daño eso? Y nadie lo sabría jamás… No nos empujes Su voz se apagó en murmullos. A1 poco rato levantó los ojos y murmuró con aire a medias asustado y a medias contento:

-¡Se ha ido! Pero querido… Quizá es demasiado tarde demasiado tarde Quizá no Quizá hay tiempo aún..

-Se levantó y se quedó pensando… enlazando y desenlazando las manos. Un leve temblor estremeció su cuerpo, y dijo con la garganta reseca:

-Que Dios me perdone… Es horrible pensar en estas cosas, pero… -¡Dios mío! -¡Qué raros somos! -¡Qué raros somos!

Atenuó la luz, se deslizó furtivamente hacia el talego y se arrodilló junto a él y tanteó sus acanalados costados con las manos y los acarició afectuosamente; y en sus viejos ojos brilló una luz de avaricia. Tuvo instantes en los que no recordaba nada y emergió de ellos para murmurar:

-¿Si, al menos, hubiéramos esperado! -¡-Si hubiéramos esperado un poco, sin tanta prisa!»Mientras tanto Cox bahía vuelto a su casa y contado a su esposa el extraño suceso; ambos lo habían discutido con vehemencia y estaban de acuerdo en que el difunto Goodson era el único hombre de la ciudad capaz. de ayudar a un forastero en apuros con la bonita cantidad de veinte dólares. Luego hubo una pausa y los dos se quedaron pensativos y sumidos en silencio. Y, a intervalos, se mostraban nerviosos e inquietos. Finalmente la esposa dijo, como para sí:

-Nadie conoce este secreto fuera de los Richards… y de nosotros… Nadie.

El marido salió de su ensimismamiento con leve sobresalto y contempló con aire meditativo a su mujer, cuyo rastro se había vuelto muy pálido. Luego se levantó titubeando y miró furtivamente su sombrero y después a su esposa …, una suerte de muda interrogante. La señora Cox tragó saliva un par de veces, la mano sobre la garganta y, en vez de hablar, hizo un gesto de asentimiento. Un momento después, se quedó sola y murmurando para sí.

Ahora Richards y Cox recorrían presurosamente las calles desiertas, desde direcciones opuestas. Se encontraron, jadeantes, al pie de la escalera de la imprenta: allí, bajo el resplandor de la luz artificial, se leyeron mutuamente sus rostros. Cox murmuró: Nadie sabe esto fuera de nosotros?

La susurrada respuesta fue:

-¡Ni un alma…, palabra! -¡Ni un alma!

-Si no es demasiado tarde para…

Ambos empezaron a subir por la escalera; en ese momento les alcanzó un chico, y Cox le preguntó:

-¿Eres tú, Johnny?

-Sí, señor.

-No hace falto que envíes el correo de la mañana… ni ningún correo. Espera mis órdenes. El correo ha sido despachado ya, señor.

-¿Despachado? En esta palabra se percibía una indeleble decepción.

-Sí, señor. El horario para Brixton y las otras ciudades ha cambiado hoy, señor…, y he tenido que enviar el correo veinte minutos antes de lo habitual. Tuve que darme mucha prisa; si hubiera tardado dos minutos…

Los dos hombres se volvieron y se alejaron lentamente, sin esperar el resto. Ninguno habló durante diez minutos; luego Cox dijo con tono irritado:

-No comprendo por qué se apresuro usted tanto, Richards.

La respuesta fue bastante humilde:

-Me doy cuenta ahora, pero no sé por qué no me la di hasta que fue demasiado tarde. La próxima vez,

-¡Al diablo con la próxima vez! No volverá a presentarse en mil años.

Los amigos se separaron sin darse las buenas noches y se dirigieron a sus casas con arrastrado andar de hombres mortalmente heridos. Al llegar a sus hogares, sus esposas se levantaron de un salto con un ansioso: ¿Y qué?» Luego leyeron la respuesta en los ojos de sus maridos y se desplomaron sobre sus sillones, sin esperar a que se lo dijeran. En ambas casos siguió una discusión acalorada, algo nuevo; en otras ocasiones se había discutido, pero sin acaloramiento, sin malas palabras. Esa noche las discusiones parecían plagios la una de la otra. La señora Richards dijo:

-Si hubieses esperado un poco, Edward…; si lo hubieses pensado. Pero no… Tuviste que ir corriendo al periódico y divulgarlo por todas partes.