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A1 cabo de una semana todo había vuelto a sus aguas. La salvaje embriaguez de orgullo y de alegría se había calmado y se había ido convirtiendo en una alegría tranquila, dulce, complaciente, silenciosa, una especie de honda, innominada e inenarrable satisfacción. En todos los rostros estaba impresa una apacible y santa felicidad.

Luego se produjo una transformación. Fue una transformación gradual, tan gradual que apenas se percibió al principio, casi nadie se dio cuenta, salvo Jack Halliday, que se daba cuento de todo y siempre se reía de todo, fuese lo que fuese. Jack empezó por hacer observaciones sarcásticas, diciendo que el aire de la gente no era tan feliz como un par de días antes; luego afirmó que el nuevo talante se iba convirtiendo en positiva tristeza; después que se volvía enfermizo y, finalmente, que todos estaban tan cavilosos, pensativos y distraídos, que habría podido robarles hasta el último centavo de los bolsillos sin turbar sus sueños.

Llegas a este punto poco más o menos los jefes de familia de las diecinueve casas más impar.

A la hora de ir a la cama generalmente con un suspiro dejaban escapar esta reflexión:

-¡Ah! -¿Cuál habrá sido la indicación que hizo Goodson?

E inmediatamente con un escalofrío llegaban estas palabras de la esposa del cabeza de familia:

-¡Oh, no digas eso!

-¿Qué cosas horribles estás rumiando? ¡Quítatelas de la cabeza, por amor de Dios!

Pero aquellos hombres volvían a formular la pregunta la noche siguiente… y obtenían la misma respuesta, aunque más débil.

Y, al llegar la tercera noche, de nuevo se repetía la pregunta, con angustia y aire distraído. Esta vez y la noche siguiente las mujeres hacían un nervioso y débil movimiento de protesta y trataban de decir algo. Pero no lo decían.

Y a la noche siguiente reencontraban su voz y respondían con anhelo:

-¡Ah, si pudiéramos adivinarla!

Los comentarios de Halliday se volvían cada día más despectivos y desagradables. Se paseaba sin cesar, riéndose de la ciudad ya como algo individual, ya en su conjunto. Pero aquella risa era la única que quedaba en Hadleyburg, y caía en medio de un espacio vacío y desierto. No se veían nada más que caras largas. Halliday llevaba por todas partes una cigarrera montada sobre un trípode, simulando que se trataba de una cámara fotográfica y detenía a los paseantes y les enfocaba y decía:

-¡Atención! Muestren una cara agradable, por favor.

Pero ni siquiera esta broma podía sorprender a los melancólicos rostros y suavizarlos.

Así transcurrieron tres semanas, ya sólo faltaba una. Era la noche del sábado, después de la cena.

En vez del habitual ajetreo y agitación y bullicio y la alegría y la gente de compras propios de los sábados por la noche, las calles estaban desiertas y desoladas. Richards y su vieja esposa estaban sentados en su salón, enfrascados en lúgubres pensamientos Ésta era la costumbre de todas los noches. La vieja costumbre de leer, tejer o charlar apaciblemente o recibir o hacer visitas a los vecinos batía desaparecido, olvidada desde hacía muchísimo tiempo… hacía dos o tres serranas. Ahora nadie conversaba, nadie leía, nadie hacía visitas. Todos se quedaban sentados en sus casas, suspirando, inquietos, silenciosos, intentando averiguar esa Famosa frase.

El cartero dejó una carta. Richards miró con indiferencia la letra del cobre v el sello, ambos desconocidos, y tiró la carta .sobre la mesa y reanudó sus conjeturas y sus irremediables y tristes congojas en el punto donde las dejara. Dos o tres horas después su esposa se levantó con aire cansado y se disponía .1 marcharse a la cama sin darle las buenas noches cosa normal ahora, pero se detuvo cerca de la carta y la miró durante unos instantes con apagado interés; luego la abrió y comenzó a recorrerla rápidamente con los ojos. Richards, que esta sentado con la silla echada hacia atrás contra la pared y el mentón entre las rodillas, ovó caer algo. Era su esposa. Se abalanzó sobre ella pura levantarla, pero la señora Richards exclamó:

-¡Déjame en paz! Me siento demasiado feliz. Lee la carta… ¡Léela!

La leyó. La devoró con los ojos, mientras su cerebro trepidaba. La carta provenía do un Estado lejano y decía:

Usted no me conoce, pero es lo mismo; necesito decirlo albo. Acabo de volver de Méjico y me he enterado de ese episodio. Desde luego usted no sabe quién hizo esa indicación, pero yo soy la única persona viva que lo sabe. Fue Goodson. Le conocí muy bien hace muchos años. Pasé por la ciudad de Hadleyburg esa misma noche y fui su huésped hasta la llegada del tren de medianoche. Le oí hacerle esa indicación al forastero en la oscuridad, en Hale Alley. El y yo conversamos sobre el asunto durante el trayecto a su casa y luego fumando un puro. Goodson mencionó u machos de ustedes, en el transcurso de la conversación, refiriéndose a la mayoría en forma muy poco lisonjera, pero habló de dos o tres favorablemente, entre ellos de usted. Digo favorablemente y nada más. Recuerdo haberle oído decir que no le gustaba en realidad ninguno de sus convecinos, ni uno solo, pero que usted creo que dijo usted, estoy casi seguro le había hecho un gran favor en cierta ocasión, posiblemente sin saber su verdadero valor y me dijo que, si hubiese tenido un patrimonio, se lo habría dejado a usted al morir y una maldición a cada tino de sus conciudadanos. Pues bien: si fue usted quien le hizo ese favor; es usted su legítimo heredero y fierre derecho al talego de oro. Sé que puedo confiar en su honor y en su honradez, porque en un ciudadano de Hadleyburg tales virtudes constituyen un patrimonio que no falta. Por esto, le revelaré esa frase, coca el convencimiento de que, si no fuera usted la persona buscada, usted la buscará y la encontrará y cuidará de que la deuda de gratitud del pobre Goodson por el favor mencionado sea pagada.

La frase es la siguiente: «USTED DISTA MUCHO DE SER UN HOMBRE MALO: VÁYASE Y REFÓRMESE»

HOWARD L. STEPHENSON

-¡Oh, Edward! -El dinero m nuestro y me siento tan contenta, tan contenta!… -¡Bésame, querido!

-¡Hace tanto tiempo que no nos ciamos un beso!… Y necesitamos tanto el dinero… y ahora estás libre de Pinkerton y de su banco; ya no somos esclavos de nadie… Me parece que sería capaz de volar de alegría.

La pareja pasó media hora feliz sobre el canapé, acariciándose: habían vuelto los días de antaño, los días que empezaron con su noviazgo y que duraron sin interrupción hasta que el forastero trajera su mortífero oro. Al poco rato la esposa dijo:

-¡Oh, Edward!…

-¡Qué suerte tuvimos de que le hicieras aquel gran favor al pobre Goodson! Goodson nunca me gustó, pero ahora siento afecto por él. Y fue muy hermoso el que nunca mencionaras el asunto ni te jactaras de haber hecho tal favor.

Luego, en tono de reproche, la señora Richards agregó:

-Pero debiste habérmelo dicho, Edward… Debiste habérselo dicho a tu esposa.

-Bueno… Yo… Como comprenderás, Mary…

-Ahora déjate de tartamudear y cuéntame eso, Edward. Siempre te quise y ahora estoy orgullosa de ti. Todos creen que sólo hubo un alma generosa en esta ciudad, y ahora resulta que tía… -¿Por qué no me lo cuentas, Edward?