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El talego de oro estaba sobre una mesita en el primer plano del estrado, donde todos los presentes podían verlo. La mayor parte de éstos lo contemplaban con apasionado interés, con tal interés, que se le boca agua: con un interés ansioso y patético.

Una minoría de diez o nueve parejas lo contemplaba con ternura, amorosamente, con ojos de dueños, y la mitad masculina de esa minoría ensayaba los conmovedores discursitos de gratitud que poco después, de pie, pronunciarían en respuesta a los aplausos y felicitaciones del público. De vez en cuando uno de ellos extraía del bolsillo del chaleco un trocito de papel y le echaba un vistazo a hurtadillas para refrescar la memoria.

Naturalmente se oía un murmullo de conversación; como sucede siempre en estas ocasiones. Finalmente, cuando el reverendo Burgess se puso en pie y apoyó la mano en el talego, se habría podido oír el roer de sus microbios, tal era el silencio reinante. Burgess narró la curiosa historia del talego, luego prosiguió hablando con calurosas palabras de la antigua y bien ganada reputación de Hadleyburg por su intachable honradez y por el legítimo orgullo que los habitantes sentían por esta reputación. Dijo que dicha fama era un tesoro de inestimable valor, que, merced a la Providencia, ese valor se había acrecentado ahora considerablemente, ya que el nuevo suceso había difundido su fama por todas partes y atraído así los ojos del mundo americano sobre la ciudad y convertido el nombre de Hadleyburg, para siempre así lo esperaba y creía en sinónimo de incorruptibilidad comercial [Aplausos].

-¿Y quién ha de ser el guardián de este noble tesoro? -¿Toda la comunidad? -¡No! La responsabilidad es individual, no colectiva. A partir de hoy cada uno de ustedes, en su propia persona, es su guardián especial, y es individualmente responsable de que ese tesoro no sufra menoscabo alguno.

-¿Aceptarán ustedes, acepta cada uno de ustedes, esa gran misión? (Tumultuoso asentimiento). Entonces, bien. Transmítanla a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Hoy la honradez de ustedes está por encima de todo reproche: cuiden de que siga estándolo. Hoy no hay en esta comunidad una sola persona que pueda ser empujada a tocar un penique ajeno: cuiden de mantenerse siempre en ese estado de gracia. («-¡Cuidaremos de ello, ¡Cuidaremos de ello!») Ésta no es la ocasión indicada paro establecer comparaciones entre nosotros y las demás ciudades, algunas poco amables con nosotros. Islas tienen sus costumbres y nosotros, las nuestras. Démonos por satisfechos. (Aplausos) He terminado. Tajo mi mano, amigos míos, reposa el elocuente reconocimiento de lo que significamos, hecho por un Forastero: merced a su intervención, el mundo sabrá siempre lo que somos. No sabemos quién os, pero en nombre de ustedes le expreso nuestra gratitud y les pido que expresen, con una aclamación, su acuerdo.

La concurrencia se levantó como un solo hombree hico retumbar los muros con los aplausos de su gratitud durante un largo minuto. Luego se sentó, y el señor Burgess sacó un sobre del bolsillo. La concurrencia contuvo el aliento mientras Burgess rasgaba el sobe y extraía de él una hojita de papel. Leyó su contenido con tono lento y solemne, mientras el auditorio escuchaba con extática atención aquel documento mágico. Corla una de sus palabras valía un lingote de oro: «La indicación que le hice a aquel atribulado forastero fue: Usted dista mucho de ser un hombre malo; váyase y refórmese.»

Luego continuó:

-Dentro de un momento sabremos si la indicación aquí citada corresponde a la escondida en el talego, y, si resulta ser así y así será, indudablemente, este talego de oro le corresponderá a un conciudadano que será desde ahora para esta nación el símbolo de la virtud que ha dado fama a nuestra ciudad en el país.

-¡El señor Billson!

Los presentes se habían preparado para desencadenar la debida tempestad de aplausos, pero, en el lugar de hacerlo, se sintieron afectados de una especie de parálisis. Luego, durante unos instantes, reinó un profundo silencio seguido de una ola de murmullos que recorrió el salón. Todos ellos eran de este tenor:

-¡Billson!

-¡Venga, vamos, esto es demasiado extraño!

-¡Billson dando veinte dólares a un forastero… o a cualquier otro. -¡A otro con ese cuento!» En este momento los presentes contuvieron repentinamente el aliento en un nuevo acceso de sor y presa al descubrir que, mientras en un extremo del y salón el diácono Billson se había puesto en pie con la cabeza abatida en gesto de mansedumbre, el abogado Wilson estaba haciendo otro tanto en el otro extremo. Durante unos momentos reinó un silencio de asombro.

Todos estaban intrigados y diecinueve parejas se sentían sorprendidas e indignadas.

Billson y Wilson se volvieron y se miraron fijamente. Billson preguntó con tono seco:

-¿Por qué se levanta usted, señor Wilson? Porque tengo derecho a hacerlo. -¿Sería tan amable de explicarle al público por qué se ha levantado?

-Con sumo placer. Porque fui yo quien escribí ese papel.

-¡Impúdica falsedad! Lo escribí yo.

Esta vez Burgess se quedó petrificado. Estaba de pie mirando alternativamente a uno y otro, que reclamaban con los ojos en blanco, y al parecer no sabía qué hacer. Los presentes estaban estupefactos. Por fin, el abogado Wilson habló y dijo:

-Le pido a la presidencia que lea la firma que lleva ese papel.

Esto hizo reaccionar ala presidencia, que leyó el nombre: John Wharton Billson.»

-¡Exacto! gritó Billson.

-¿Qué tiene que decir ahora?

-¿Y qué tipo de excusas nos ofrecerá a mí y a este agraviado público por la impostura que ha tratado de representar aquí?

No les debo excusa alguna, señor. Y en cuanto a lo demás, le acuso públicamente de haberla robado mi papel al señor Burgess y de haberlo sustituido con una copia firmada con su propio nombre. Es imposible que usted haya llegado a conocer, de alguna otra forma, la frase en la que se basaba la prueba. Sólo yo, entre todos los seres de este mundo, poseía el secreto de la frase.

Las cosas prometían tomar un cariz turbio, si esto proseguía así: todos advirtieron con aflicción que los taquígrafos estaban garabateando con loco frenesí, y muchos gritaron:

-¡La palabra al presidente!

-¡Presidente!

-¡Orden!

-¡Orden!

Burgess golpeó repetidamente la mesa con su maza, y dijo:

No olvidemos la debida corrección. Evidentemente ha habido un error, pero eso es todo.

-Si el señor Wilson me ha dado un sobre, y ahora recuerdo que me lo dio, aún está en mi poder.

El reverendo Burgess sacó un sobre del bolsillo, lo abrió, lo miró fugazmente, reveló sorpresa c inquietud y permaneció en silencio durante unos instantes. Luego pitó la mano de un modo vago y mecánico e hizo un par de esfuerzos por decir algo, pero renunció a hacerlo, con aire desalentado. Varias voces gritaron:

-¡Léalo! -¡Léalo! -¿Qué dice?

De modo que el reverendo empezó, con aire aturdido y sonámbulo:

«La indicación que le hice a aquel atribulado, forastero, dice: Usted dista de ser un hombro tríalo.