Un rosario de islas pasó rápidamente por su campo visual. Mucho más cerca, vio los autones que le protegían cuando estaba en casa: volaban en formación con la nave de Della.
—Todavía no comprendo por qué quieres apartarte tanto de tu camino para ir a hablar con la señora Raines. ¿Tan especial es ella?
Wil se encogió de hombros.
—Quiero hablar primero con las personas que sean menos propicias. Ménica no está interesada en venir a vernos en persona, y a mí me gusta que estas entrevistas sean cara a cara.
Delta dijo:
—Esto es juicioso. La mayoría de nosotros podemos hacer cualquier cosa en un canal de holo… Pero ella es, de los técnicos elevados, uno de los menos potentes. No puedo imaginármela como una asesina.
Pocos minutos después, Della hizo dar a su aparato un viraje pronunciado y en picado, que por unos segundos les hizo acelerar fuertemente en dirección al Pacífico. Wil se alegró de no haber tenido tiempo para desayunar. Cuando entraron en la atmósfera por la parte oeste de Calaña, iban a la velocidad justa para que el casco de la nave se pusiera solamente un poco al rojo.
Calaña. Era uno de los nombres más apropiados que habían puesto las Korolevs. En los tiempos de Wil, una de las pautas del insulto regional era la predicción de que California algún día caería al mar. Esto no ocurrió nunca. Al contrario, California se había hecho a la mar, deslizándose a lo largo de la falla de San Andrés, terremoto a terremoto, milenio tras milenio, hasta que la costa suroeste de Norte América se convirtió en una isla de mil quinientos kilómetros. Sin duda era Calaña, la dilatada y estrecha isla que los marineros españoles habían (muy prematuramente) identificado cincuenta millones de años antes.
Della hizo los últimos cientos de kilómetros en aproximación baja. La playa se deslizaba rápidamente debajo de ellos. Tanto al norte como al sur, hasta donde alcanzaban a ver, las rompientes iban a dar en la pura arena. Allí no había ciudades ni caminos. El mundo estaba en un período interglaciar, al igual que en la Era del Hombre. Aquella línea de costa, se parecía a la de California. No le hacía sentir la misma nostalgia que si se hubiera tratado de Michigan, pero de todas maneras notó un nudo en la garganta. Él y Virginia habían visitado California del Sur en la década de los 2090, después de que se hubiera suprimido el gobierno de Aztlán. Se deslizaron volando sobre las colinas cubiertas de árboles de hojas perennes. La luz de la tarde hacía que todo apareciera con un relieve desigual. Detrás de las colinas, la vegetación estaba marchita y de un color verde grisáceo. Y detrás de todo esto había la llanura y los estrechos de Calaña.
—Está bien. ¿Qué preguntas estúpidas quieres hacerme?— Mónica Raines les miraba mientras les precedía hasta su… escondite, como lo llamaba ella. Wil y Della se apresuraban detrás de ella. El no estaba desanimado por la brusquedad de la artista. En el pasado, jamás había sido un secreto su desagrado por las Korolevs y sus planes.
Los escalones de madera descendían por una zona ensombrecida por los árboles. Un olor de mezquite flotaba en el aire. En el fondo, invisible entre las enredaderas y las ramas, había una pequeña cabaña. Su suelo estaba profusamente alfombrado con almohadas esparcidas por todas partes. Uno de los lados de la habitación no tenía pared para dejar ver el principio de la tierra plana. Una batería de equipos (¿ópticos?) estaba dispuesta en el borde de aquel lado abierto.
—Les agradeceré que hablen en voz baja —dijo Mónica—. Estamos a menos de doscientos metros de distancia del nido de encendida.
Jugueteó con su equipo; no llevaba una cinta de cabeza. Una pantalla plana se iluminó con la imagen de dos… ¿buitres? Se pavoneaban alrededor de un pequeño montón de piedras y maleza. La imagen daba unos reflejos oscilantes a causa del calor. Wil suspiró a causa de la óptica: sólo podía distinguir dos pájaros situados en el valle que había detrás del escondrijo.
—¿Por qué usa un telescopio? —dijo Lu en voz baja—. Con unas cámaras trazadoras, podría…
—Sí. Algunas veces también las uso. Pasadme las lejanas —dijo en dirección al tenue aire. Otras pantallas cobraron vida. Las imágenes eran oscuras hasta en el oscurecido cuarto—. No me gusta repartir trazadoras por ahí: falsean el ambiente. Además, no me queda ninguna que sea buena —señaló con su pulgar hacia la pantalla principal—. Si tenéis suerte, estos pájaros dragón os van a dar un verdadero espectáculo.
¿Pájaros dragón? Wil volvió a mirar aquellos cuerpos deformes con sus cabezas y cuellos desplumados. Seguían pareciéndole buitres. Aquellas criaturas de color pardo seguían pavoneándose alrededor del montón, de vez en cuando hinchaban sus pechugas. Separado a un lado vio a otro, menor, que estaba quieto y observaba a los otros. Lo que más extrañeza causaba en ellos era un puente en forma de hoja que cruzaba la parte alta de sus picos.
Mónica estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas. Wil se sentó menos estéticamente y tecleó algunas notas en su aparato de datos. Della Lu se quedó de pie, paseando por la habitación, mientras miraba los cuadros de la pared. Eran pinturas famosas: La muerte en bicicleta, La muerte visita el parque de atracciones… Habían sido una novedad allá por el año 2050, cuando se descubrió la longevidad, cuando la gente se dio cuenta de que, salvo por accidente o violencia, podía vivir para siempre. Repentinamente La Muerte se había convertido en un personaje anciano que se había liberado de su pesada obligación; rodaba torpemente en su primer viaje en bicicleta, con su guadaña en alto como si se tratara de una bandera. Los niños corrían a su lado, sonriendo y riendo. Wil se acordaba mucho de aquellos cuadros: él también era un niño en aquella época. Pero allí, cincuenta millones de años después de la extinción de la raza humana, parecían más macabros que bonitos.
Wil volvió a centrar su atención en Mónica Raines.
—Usted sabe que Yelén Korolev ha delegado la investigación del asesinato en la señora Lu y en mí. En resumen, yo me encargo de husmear por todas partes, igual que en las novelas de detectives; y Della Lu se ocupa de los análisis de técnica elevada. Puede parecerle una frivolidad, pero así he trabajado siempre: quiero hablar con usted cara a cara para que me diga lo que piensa sobre el crimen.
Y para descubrir qué tuvo que ver en él, pero esto no lo dijo.
Wil entró en materia de la forma más casual y menos amenazante posible.
—Todo esto es voluntario. No pretendemos tener la menor autoridad contractual.
Las comisuras de la boca de Raines se torcieron hacia abajo.
—Lo que yo pienso del crimen, señor Brierson, es que no tengo nada que ver en él. Para decirlo en su jerga de detective: no tengo el menor móvil, porque nunca he tenido el menor interés en el despreciable intento de hacer resurgir la humanidad. No he tenido la menor oportunidad, ya que mi equipo de protección es mucho más reducido que el de ella.
—Pero usted es una técnica elevada.
—Sólo por la época de mi origen. Cuando dejé la civilización, me llevé lo más imprescindible para poder sobrevivir. No me traje software para construir fábricas automáticas. Tengo capacidad aire-espacio y algunos explosivos, pero son lo mínimo que se necesita para poder salir del estasis con seguridad —hizo un gesto en dirección a Lu—. Su acompañante, que es tecno-max, puede comprobarlo.
Della se dejó caer, como si no tuviera huesos, a una posición con las piernas cruzadas y apoyó las mejillas en las manos. Por un momento pareció que era una muchacha.
—¿Me permitirá el acceso a sus bases de datos?
—Sí.