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»Eran monos pescadores, Lelya. Tres de ellos. Se me agarraban como sanguijuelas; uno de ellos tenía su cara escondida en mi cintura. Pero no mordían. Me quedé rígida durante unos instantes, preparada para empezar a pegar golpes a diestro y siniestro. El que estaba sujeto a mi pierna tenía los ojos cerrados como si los tuviera cosidos. Los tres estaban temblando, y me apretaban tanto que me hacían daño. Poco a poco me relajé gradualmente, y dejé caer mi mano sobre el amiguete que estaba abrazado a mi cintura. A través de su piel, que parecía de foca, pude apreciar que su temblor se había calmado un poco.

»Eran como niños pequeños, que acudían a su madre cuando los relámpagos les asustaban. Estuvimos refugiados, al socaire de aquellas raíces, mientras pasaba lo peor de la tempestad. Durante todo aquel tiempo apenas se movieron, sus cuerpos calientes seguían pegados a mis pierna, vientre y hombro.

»El temporal amainó hasta convertirse en una lluvia regular, y la temperatura subió hasta algunos grados sobre cero. No se escaparon, se quedaron sentados, mirándome solemnemente. Pero, hasta yo me niego a creer que la naturaleza esté llena de criaturas mimosas que precisamente están esperando que llegue un humano para amarle. Empecé a tener algunas sospechas desagradables. Me levanté y trepé sobre el lado del tronco. Los tres me siguieron, corrieron un poco hacia un lado, se detuvieron y empezaron a hacerme monerías. Me acerqué a ellos y volvieron a salir corriendo y volvieron a detenerse. Ya pensaba en ellos como Juanito, Jorgito y Jaimito. Desde luego, los monos pescadores no se parecen en nada a los patos jóvenes, ya sean reales o de dibujos animados. Pero en ellos había una locura cooperativa que hacía inevitable la asociación de nombres.

»Nuestro juego intermitente del «a ver si me coges», duró hasta unos cincuenta metros, que fue cuando llegamos a un montón que se había deslizado recientemente: podía ver dónde habían rodado los troncos porque se veía la madera que no había sufrido las inclemencias del tiempo. Los tres no intentaron subirse a aquellos troncos. Me guiaron dando la vuelta alrededor de ellos hasta donde un mono mayor que ellos estaba aprisionado por dos troncos. No era difícil adivinar lo que había sucedido. Un riachuelo de buen tamaño corría por debajo de los montones de troncos. Probablemente los cuatro habían estado pescando allí. Cuando llegó la tempestad, se escondieron en la oquedad que formaban los troncos. Sin duda el viento y el aumento de la corriente del agua, hicieron caer el montón.

»Los tres acariciaban y tiraban de su compañero, pero sin muchas ganas; el cuerpo no estaba caliente. Pude ver que su pecho estaba hundido. Tal vez era su madre. O tal vez era el macho dominante: siempre el Tío Donald.

»Aquello me puso más triste de lo que hubiera sido normal, Lelya. Sabía que nuestro rescate de los Pacistas iba a producir un fallo en el ecosistema. Ya había racionalizado los hechos, ya había llorado mis lágrimas. Pero… Me preguntaba cuantos monos pescadores habían quedado en la costa sur. Estaba segura de que se habían desperdigado en pequeños grupos por toda aquella jungla muerta y ahora, esto. Nosotros cuatro nos quedamos allí durante un tiempo, consolándonos mutuamente, supongo.»

«Si había que descartar el viaje por mar, mis opciones quedaban forzadas. La jungla sigue paralela a la costa y se extiende tierra adentro hasta los dos mil metros sobre el nivel del mar. Me llevaría un siglo entero dar la vuelta al mar si tenía que arrastrarme a través de todo aquello, con todos los ríos formando ángulo recto con mi itinerario. Sólo me quedaba la opción de los bosques de Jacarandas, allá arriba, donde el aire es más frío y las arañas tejen sus telas.

»Ah, me llevé los monos conmigo. La verdad es que no quisieron que los dejara atrás. Ahora yo era su madre o el macho dominante, o lo que fuera. Aquellos tres tenían la movilidad de los pingüinos. Durante el día, se pasaban casi todo el tiempo encima del trineo. Cuando me detenía a descansar, bajaban de él y se perseguían mutuamente, intentando animarme para que participara en su juego. Al cabo de un rato Jorgito se sentaba a mi lado. Era el macho desaparejado al que dejaban de lado. Exactamente hablando, Juanita era una chica y Jaimito el otro macho. (Me costó bastante llegar a esta conclusión. El aparato sexual de los pescadores está mucho mejor escondido que el de los monos de nuestro tiempo.) Todo era muy platónico, pero en algunas ocasiones Jorgito necesitaba otro amigo.

»Parece que te estoy viendo, Lelya, moviendo la cabeza y murmurando algo sobre la debilidad sentimental. Pero recuerda lo que ya te he dicho muchas veces: si puedo sobrevivir y seguir siendo una sentimental, la vida será mucho más divertida. Además, tenía mis propias razones egoístas, sopesadas fríamente, para cargar con mis amiguitos hasta el bosque de Jacarandas. Los pescadores no son enteramente animales marinos. El hecho de que puedan pescar en los ríos lo demuestra. Aquellos tres comían bayas y raíces. Las plantas no han cambiado tanto como los animales en estos cincuenta megaaños, pero algunos de sus cambios pueden ser inconvenientes. Por ejemplo, Jorgito y compañía no quisieron probar el agua que saqué de una palmera de viajero: aquella agua hizo que me sintiera enferma.» A partir de allí el diario tenía varias páginas de dibujos, mejorados por los autones de Yelén para lograr los colores originales de las tintas. No estaban dibujados con tanto arte como los que Wil había visto en el diario de años después, cuando Marta tenía ya más práctica, pero eran mejores que cualquier cosa que pudiera dibujar él. Ella había puesto breves anotaciones al lado de cada dibujo:

«Jorgito no los quiere ni tocar cuando están verdes, pero después son buenos…» o «Parece que sea trillium: hace ampollas como la hiedra venenosa.» Wil examinó cuidadosamente las primeras hojas, pero luego saltó hacia adelante, allí donde Marta entraba en el bosque de Jacarandas.

«Al principio estaba algo asustada, y les he contagiado mi miedo a los pescadores, que andan melancólicos al lado del trineo sollozando. Me parece que el paso a través del bosque de jacarandos es demasiado fácil. El ambiente es húmedo y lluvioso, pero no tan molesto como el de un bosque cuando llueve. La niebla, que ya había visto antes, siempre se halla presente. El olor musgoso, asfixiante, está allí, pero después de unos pocos minutos ya no lo percibes. La luz que atraviesa la cubierta del bosque es verdosa y sin sombras. De vez en cuando, caen desde lo alto unas hojas o unas ramitas. No hay animales; excepto en las orillas del bosque, las arañas se quedan en la fronda de cobertura. No hay otros árboles que las Jacarandas y no aparece la hiedra. El suelo está cubierto de una alfombra húmeda. En los centímetros superiores se advierten trozos de hojas y tal vez algunas pocas arañas. Al andar por él se levanta una sustancia más espesa de la que hay en el ambiente. Cuando te adentras unos mil metros en el bosque, los únicos sonidos que puedes oír, son los que tú haces. Es un sitio hermoso y da gusto andar por él.

»Pero, Lelya, ¿sabes por qué estaba nerviosa? Sólo unos metros más abajo de la pendiente está la jungla, que es una espesura enorme; allí la vida se ha desbordado hasta extremos de locura. Ha de haber algo que provoque un miedo terrible y mantenga alejados del bosque de Jacarandas a las plantas competitivas y a las plagas de animales. Todavía sufro visiones en las que ejércitos de arañas descienden por los troncos de los árboles para chupar los jugos de los intrusos.

«Durante los primeros días iba con mucho cuidado. Andaba muy cerca del extremo norte del bosque, lo bastante cerca para poder oír los sonidos de la jungla.

»Tardé poco en darme cuenta de que la frontera entre la jungla y el bosque de Jacarandas era una zona de guerra. Cuando te aproximas a la frontera, el suelo del bosque está roto por los árboles ordinarios muertos. La madera muerta que está algo alejada aparece como una masa informe casi irreconocible; más cerca de la separación puedes ver árboles enteros, algunos todavía en pie. Lo que habían sido sus partes verdes están ahogadas en antiguas telas de araña. Capas sobre capas de hongos cubren la madera. Son de bonitos colores pastel… y los pescadores nunca los tocarían.