»Si andas algo más lejos, ya saldrás de debajo de las Jacarandas. Allí la jungla está viva y en perpetua lucha para seguir viviendo. Allí las telas de araña son muy tupidas, forman una espesa capa sobre las partes altas de los árboles. Aquellas telas son seda kudzu, Lelya. La batalla crítica en esta guerra está entre la parte alta de la jungla, que trata de crecer más allá de la maleza; y las arañas, que todavía intentan cubrirla con más seda. Ya sabes lo aprisa que crece todo en un bosque cuando llueve; las mismas plantas aparecen de pronto y crecen doce centímetros en veinticuatro horas. Las arañas han de tener una actividad febril para ir por delante. Después de los primeros días, trepé hasta la fronda de cobertura por encima del bosque de Jacarandas y observé: en un día ajetreado, la parte superior de la tela de kudzu casi parecía que hacía espuma de tanta seda como estaban echando los bichitos.
»En los lugares donde todavía viven los árboles de la jungla, se advierte la presencia de animales. Las telas que van de árbol a árbol están negras a causa de la gran cantidad de insectos que han atrapado. Para los animales mayores, la seda no es una barrera. He podido ver serpientes, lagartos y predadores felinos en la zona de unos treinta metros de ancho que está a la sombra del kudzu de las arañas, pero nunca construyen sus madrigueras allí. Andan huyendo, o persiguiéndose, o están muy enfermos. No hay monstruos que les ahuyenten, pero no les gusta quedarse allí. Entonces ya tenía algunas teorías, pero tardé una semana en confirmarlas.
»Una o dos veces cada día, íbamos hasta el límite de la jungla. Allí podía cazar fácilmente y comíamos las bayas que tanto les gustaban a los pescadores. Por la noche nos internábamos unos centenares de metros entre las Jacarandas para dormir, que era mucho más de lo que los animales se atrevían a penetrar. Mientras estábamos bastante adentrados en el bosque, llevábamos muy buena marcha.
Los troncos viejos de las Jacarandas se enmohecen y desaparecen rápidamente, y el mantillo que está por todas partes allana casi todas las irregularidades del suelo. Los únicos obstáculos eran las muchas corrientes de agua que se cruzaban en nuestro camino. En el interior de la jungla, La maleza que se criaba al lado de estos cursos de agua los había convertido en prácticamente infranqueables. En cambio, allí el mantillo llegaba hasta la misma orilla del agua. Incluso el agua era clara, a pesar de que allí donde el cauce se ensanchaba y el agua se remansaba, había una espuma verdosa sobre la superficie. También había peces.
»Generalmente, no me importa beber en una corriente de agua, incluso en los trópicos. Cualquier parásito de la sangre o de las tripas es sólo un manjar sabroso para mis panfagos. Pero allí iba con más cuidado. La primera vez que llegamos hasta un arroyo, retrocedí y contemplé a mi comité de expertos. Empezaron a husmear por allí, tomaron uno o dos sorbos y se lanzaron al agua. Pocos segundos después ya habían comido. A partir de entonces ya no tuve reparo en cruzar las corrientes, haciendo flotar el trineo delante de mí.
»Pero al quinto día, Juanita empezó a arrastrarse por el suelo. Ya no quería salir del trineo para jugar. Jorgito y Jaimito la acariciaban y cortejaban, pero ella no se dejaba engatusar. A la tarde siguiente también ellos estaban exhaustos. Estornudaban y tosían. Era lo que yo temía. Pasemos a lo importante.
»Encontré un sitio para acampar al lado de la jungla, cerca de la divisoria. Comparado con la comodidad que habíamos disfrutado bajo las Jacarandas, era un infierno, pero era un lugar donde podíamos defendernos, y estaba al lado de un estanque. Mis tres amigos estaban ya tan débiles que tenía que pescar y buscar frutos para ellos.
»Los cuidé durante una semana, tratando de calcular las posibilidades, imaginando lo que en otro tiempo habría podido recordar en un instante. Era la niebla verduzca, estaba segura. Aquello caía sin cesar desde lo alto de las Jacarandas. También caían otras cosas, pero casi todas eran fáciles de identificar: hojas, trozos de araña, cosas que podían ser partes de orugas. Hice un cálculo aproximado de la biomasa de las arañas: en algunos lugares, las copas de las Jacarandas se doblaban debido a su peso. La niebla verde… era los excrementos de las arañas. Esto por sí mismo no era demasiado importante. Lo que ocurría era que si vivías en el bosque tenías que respirar mucha cantidad de aquella sustancia. Cualquier cosa que fuera tan fina podía fácilmente causar problemas de salud. Ahora quedaba bien claro que las arañas habían dado un paso más. Había algo en aquella niebla que era francamente venenoso. ¿Micotoxinas? La palabra me viene sola a la mente, pero, maldita, sea, no puedo recordar todo lo relacionado con ella. Ha de tratarse de algo más que de un irritante. Aparentemente nada ha producido una defensa para aquello. A pesar de todo no era de acción super-rápida. Los pescadores habían resistido varios días. La pregunta importante era: ¿Con qué rapidez podía atacar a un animal mayor (como por ejemplo a ésta su segura y afectísima servidora)? Y otra: para sanar, ¿bastaba con salir del bosque?
»Obtuve la respuesta a la segunda pregunta al cabo de un par de días. Los tres se repusieron. De vez en cuando, pescaban y alborotaban con tanto entusiasmo como antes. Y yo tenía que tomar la decisión que había pospuesto tantas veces, para lo que ahora disponía de más información: ¿debía continuar mi fácil marcha atravesando el bosque de Jacarandas para ir lo más rápido y más lejos posible?, ¿o debía abrirme paso cruzando un millar de kilómetros de jungla? Como mis conejitos de Indias estaban como nuevos, decidí continuar por la ruta del bosque de Jacarandas hasta que se declararan los síntomas.
»Aquello significaba dejar a Jorgito, Juanita y Jaimito. Me consolaba saber que los dejaba en mejores condiciones de las que estaban cuando los había encontrado. Aquel estanque estaba lleno de peces, tan buenos como los mejores que teníamos antes en la civilización. Los monos pescadores se metían rápidamente en el agua a la primera señal de depredadores de tierra. La única amenaza que había en al agua era la que procedía de algo grande y parecido a un cocodrilo que no parecía ser demasiado rápido. No era precisamente como la jungla que habían conocido antes al lado del mar, pero yo me quedaría el tiempo que hiciera falta para construirles un refugio.
»Me olvidaba de que mi aprendizaje de supervivencia procedía de una era diferente. En aquella ocasión, el ser sentimental era peligroso, podía ser mortal.
»La mañana del séptimo día, me di cuenta de que algo grande había muerto por allí cerca. El aire húmedo siempre estaba cargado con los aromas de la vida y de w muerte pero en aquella ocasión llevaba un fuerte hedor a putrefacción. Juanita y Jaimito no hicieron caso de él porque se perseguían mutuamente por la orilla del estanque. A Jorgito no se le veía por allí. Generalmente, cuando los otros le dejaban segregado, venía junto a mí, pero otras veces se marchaba enfadado. Le llamé. No hubo respuesta. Le había visto una hora antes, por tanto no podía ser su fallecimiento lo que anunciaba la brisa.
»Empezaba a preocuparme cuando Jorgito salió corriendo de los matorrales, saltando lleno de gozo. Sostenía entre sus manos una gran abeja negra.»
Un dibujo cubría el resto de la página. La criatura parecía ser un bicho con aguijón, pero según la documentación complementaria, medía más de diez centímetros de largo. Su enorme abdomen ocupaba la mayor parte de esta longitud. La cola era gruesa y negra, provista de una red de profundas ranuras.
«Jorgito se acercó corriendo hasta Juanita, empujando a un lado a Jaimito. Por una vez, tenía una ofrenda que le podía hacer ganar sus favores. Y Juanita estaba impresionada. Pinchó con su dedo aquella bola blindada, y saltó hacia atrás con sorpresa cuando el bicho emitió un silbido: tchuiiit. En cuestión de segundos, estaban haciéndolo rodar arriba y abajo, entre los dos, maravillados por los ruidos de tetera y las acres proyecciones de vapor que salían de aquella cosa.