»Yo también sentía curiosidad. Cuando me dirigía hacia ellos, Jorgito agarró la abeja para sostenerla delante de mí. De pronto, soltó un chillido y me arrojó aquel bicho. Cayó sobre el empeine de mi pie derecho… y explotó.
»No sabía que podía haber un dolor tan fuerte como aquél, Lelya. Y lo que era peor, no podía hacerlo cesar. No creo que perdiera la conciencia, pero durante unos momentos, el mundo que había además de aquel dolor, parecía no existir. Finalmente, me recuperé lo suficiente para poder notar que algo húmedo manaba de la herida. Los huesecillos de mi pie estaban destrozados. Trozos de la cola del bicho habían cortado profundamente mi pie y mi pantorrilla. Jorgito también sangraba, pero su herida era sólo un arañazo comparada con la mía.
»Les llamé abejas-granada. Ahora sé que comen carroña y que tienen un escudo digno de un armadillo del siglo veintiuno. Cuando luchan, su metabolismo les convierte en una enfadada olla a presión. No quieren morir: avisan con mucha anticipación. Ninguna criatura de esta región intentaría molestarles en lo más mínimo. Pero si se les provoca hasta el punto límite, su muerte es una explosión que puede matar inmediatamente a cualquier atacante pequeño y provocar la muerte lenta de casi todos los grandes.
»No recuerdo gran cosa de los siguientes días, Lelya. Tuve que hacerme todavía un daño mayor para intentar colocar bien los huesos de mi pie. Cuando tuve que sacarme los trozos de aguijón me dolió casi igual. Olían a podrido, a causa de los cadáveres en que había penetrado la abeja. Sólo Dios puede saber de cuántas infecciones me salvaron mis panfagos.
Los monos pescadores intentaron ayudarme. Me trajeron bayas y pescados. Mejoré. Ya podía arrastrarme, y hasta andar con una improvisada muleta, aunque me dolía como si mil demonios me atormentaran.
»Había otras criaturas que sabían que estaba herida. Algunas «cosas» metieron sus narices en mi refugio, pero los pescadores las ahuyentaron. Una mañana me desperté a causa de los fuertes chillidos de los monos pescadores. Algo grande pasó por mi lado y el grito del mono fue interrumpido por un horrible crujido.
«Aquella tarde, Juanita y Jaimito volvieron, pero ya no volví a ver más a Jorgito.
»La jungla no tolera a los convalecientes. Si no podía regresar al bosque de Jacarandas, moriría muy pronto. Y si los pescadores que quedaban eran tan fieles como Jorgito, también morirían. Por la tarde coloqué las bayas y el pescado más fresco en el trineo. Metro a metro lo remolqué hasta el bosque de Jacarandas. Juanita y Jaimito me siguieron durante parte del camino. Hasta su paso vacilante de pingüino bastaba para que no se quedaran atrás. Pero entonces ya temían al bosque, o tal vez no estaban tan locos como Jorgito, porque al final se quedaron rezagados. Todavía recuerdo que me llamaban cada vez desde más atrás.»
Aquella fue, durante muchos años, la vez que más cerca de la muerte se encontró Marta. Si no hubiera habido buena pesca en el primer curso de agua que encontró, o si el bosque de Jacarandas no hubiera sido tan benigno como ella se imaginaba, no hubiera sobrevivido.
Pasaron las semanas y luego un mes. Su destrozado pie sanó lentamente. Pasó casi un año al lado de aquella corriente de agua que estaba a la entrada del bosque, regresando a la jungla de vez en cuando a buscar frutos frescos, a vigilar a los monos pescadores, o para poder escuchar sonidos distintos de los que ella misma podía producir. Llegó a ser su segundo campamento importante, el que tenía la cabaña y el montón de piedras. Tuvo tiempo sobrado para poner al día su diario y para explorar el bosque. No era igual en todas partes. Había zonas en las que había Jacarandas más viejas que se morían. Las arañas colgaban sus telas de estos árboles, convirtiendo el color de la luz en azul y rojo. Muchas de sus descripciones del bosque, a Wil le recordaban a unas inacabables catacumbas, pero en realidad era una catedral, con los cristales teñidos por las telas de araña. Marta no lograba acordarse de cuál era el objeto del despliegue de aquellas telas. Se quedó varios días debajo de una de aquellas telas intentando llegar hasta el fondo de aquel misterio. Era algo sexual, suponía: ¿Pero lo era para las arañas… o para los árboles? Durante un momento embrujado, Wil se sintió impelido a buscar la respuesta, en su honor, puesto que ella más que nadie había merecido conocerla. Después movió la cabeza y deliberadamente ojeó los datos de sus propios archivos.
Marta había descubierto la mayor parte del ciclo vital de las arañas. Había visto las enormes cantidades de vida de insectos que quedaban atrapadas en las barreras perimetrales, y había hecho una estimación de las toneladas que eran capturadas en la fronda de cobertura. Había observado también la frecuencia con que las hojas caídas estaban fragmentadas, y supuso correctamente que las arañas mantenían granjas de orugas, parecidas a lo que hacen las hormigas con los afidos. Hizo lo que cualquier naturalista que no tuviera aparatos pudiera haber hecho.
«Pero el bosque nunca me hizo enfermar, Lelya. Es un misterio. ¿En cincuenta millones de años, la carrera de armas de la Evolución ha ido a parar tan lejos que he quedado fuera del alcance de la toxina de los excrementos de las arañas? No puedo creerlo, ya que parece ser que la toxina actúa sobre todo lo que se mueve. Lo más verosímil es que haya algo en mis sistemas médicos, los panfagos, o lo que sea que me proteja.» Wil alzó la vista de la transcripción. Había mucho más escrito, desde luego, casi tres millones de palabras más.
Se puso de pie, se acercó a la ventana y apagó las luces. Calle abajo, la casa de los Dasguptas todavía estaba a oscuras. La noche era clara, las estrellas eran como un polvillo oscuro en el cielo que hacía destacar la silueta de las copas de los árboles. Aquel día le parecía horrorosamente largo. Tal vez era por el viaje a Calaña y haber pasado por dos atardeceres en el mismo día. Pero era más fácil que fuera por el diario. Sabía que iba a seguir leyéndolo. Sabía que iba a concederle más atención de la que justificaba la investigación. ¡Maldita sea!
10
Los sueños de Wil Brierson siempre ocurrían cuando estaba a punto de despertarse. En otro tiempo le habían divertido o instruido. Ahora le tendían emboscadas.
Adiós, adiós, adiós. Wil lloraba y lloraba, pero sin emitir sonidos y derramando muy pocas lágrimas. Sostenía las manos de alguien que no hablaba. Todo estaba teñido de sombras de azul pálido. Su cara era la de Virginia, y también era la de Marta. Ella sonreía amargamente, era una sonrisa que no podía negar la verdad que ambos conocían.
Adiós, adiós, adiós. Sus pulmones estaban vacíos, pero sin embargo seguía gimiendo apurando lo último de su aliento. Ya podía ver, a través de ella, el azul que había detrás. Se había ido, y lo que habría podido guardar se había perdido para siempre.
Wil se despertó con una repentina inhalación para respirar. Había exhalado tanto que le dolía el pecho. Miró hacia lo alto, al techo gris y recordó un anuncio de su infancia. Habían hecho una campaña para vender monitores médicos, se basaba en algo referente a que las seis de la mañana era una hora propicia para morir, en la que mucha gente sufría apnea y ataques de corazón, durante el sueño, un poco antes de despertar. Todos debían comprar monitores automáticos para quedar a salvo de estos riesgos.
Aquello no podía ocurrir con los modernos tratamientos médicos. Por otra parte, los autones que Yelén y Della tenían flotando por encima de su casa le estaban vigilando; y además, Wil se sonrió socarronamente a sí mismo, el reloj marcaba las diez de la mañana. Había dormido durante casi nueve horas. Balanceó su cuerpo fuera de la cama, sintiéndose como si sólo hubiera dormido la mitad de este tiempo. Se movió pesadamente hasta el cuarto de baño, se lavó la inusitada humedad que encontró cerca de los ojos. Durante toda su carrera se había esforzado para dar una imagen de fuerza tranquila. No le había resultado difícil. Tenía una constitución como la de un tanque; y por naturaleza, su tipo era de los de baja presión sanguínea. Hubo unos pocos casos que le pusieron nervioso, pero entraba dentro de la normalidad, porque había visto balas volando cerca. En su trabajo policial, había conocido un buen número de compañeros que habían sufrido un colapso nervioso. A pesar de toda la publicidad que se había dado a casos como el de Incidente de Kansas, la mayor parte de la violencia que había en su tiempo correspondía a asuntos domésticos: la gente se salía de quicio por presiones laborales o familiares.