Juan sobrevivió a tres autones. Duró diez mil años. Y mantuvo sus intentonas durante casi dos mil. Wil movió la cabeza mientras repasaba los informes. Si alguien hubiera sabido que Chanson estaba en Penetración y Perversión, éste se hubiera convertido inmediatamente en un sospechoso sólo basándose en conceptos de personalidad. Wil había conocido únicamente a un especialista de este tipo, y se había convertido en el fantasma residente de su compañía. Juan había sido paciente y enrevesado de una manera inhumana, pero al mismo tiempo estaba terriblemente asustado. Se pasó tanto tiempo en conexión profunda, que las paranoicas necesidades de defensa invadieron su percepción del mundo cotidiano. Wil sólo podía comprender haciendo un esfuerzo de imaginación el terrible manicomio en que se había convertido Penetración y Perversión a finales del siglo veintidós. Juan hizo siete intentos para pervertir al autón. En uno de ellos dedicó mil doscientos años a cuidadosas observaciones, controlando los tiempos cuando se producían fallos en algunos subsistemas, maniobrando para que el autón estuviera en una posición que le permitiera apoderarse de su control y conseguir un transporte hasta los recursos que tenía en el espacio próximo.
Pero Chanson jamás tuvo la menor posibilidad de lograrlo. Yelén había introducido cambios en los sistemas principales del autón, y Juan no tenía ningún elemento del software, que había robado a USAF. Inc, y le faltaba la ayuda de procesadores. Su labia y dos mil años de esfuerzos fueron incapaces de liberarle.
A medida que los siglos iban transcurriendo y dados sus continuos fracasos con el autón, Juan dedicó cada vez más tiempo a intentar comunicarse con Yelén y los otros tecno-max que ocasionalmente observaban su tiempo real. Llevaba un diario muchas más extenso que el de Marta, pintó inacabables letreros en los pedregales que estaban al norte de su territorio de residencia. Pero nada de esto resultaba tan interesante como el diario de Marta. Juan sólo podía hablar de su gran mensaje sobre la amenaza que había visto en las estrellas. Se ocupaba incansablemente de la evidencia, pero después de los primeros siglos había perdido todo contacto con la realidad.
Después de quinientos años, su diario se volvió irregular, luego pasó a ser unos resúmenes decenales, y por fin una carta inacabable. Durante tres mil años, Juan vivió sin una meta aparente, trasladándose de una cueva a otra. No llevaba ropa ni trabajaba. El autón le protegía de los animales de presa locales. Cuando no cazaba o cosechaba algo, el autón le llevaba comida. Si el clima de los Estrechos del Este no hubiese sido tan benévolo, habría muerto forzosamente. Pero a Wil le parecía que sólo un milagro habría hecho que aquel hombre sobreviviera. A lo largo de todo aquel tiempo había conservado la motivación para seguir viviendo. Della había estado en lo cierto. W. W. Brierson no habría durado ni la décima parte: después de unos pocos siglos se habría convertido en un cobarde suicida.
Juan fue a la deriva durante tres mil años… y. luego su inmortal alma paranoica encontró una nueva causa. No estaba demasiado claro de que se trataba. No llevaba ninguna clase de diario; sus conversaciones con el autón se limitaban a unas sencillas órdenes y a unos susurros incoherentes. Yelén pensaba que Juan se veía a sí mismo, en cierto modo, como el creador de la realidad. Se fue a vivir junto al mar. Construyó unos pesados cestos que utilizó para arrastrar millones de cargas de barro tierra adentro. Las playas dragadas se convirtieron en un laberinto de canales. Iba disponiendo el barro en un montón rectangular que iba creciendo continuamente al paso del tiempo. Aquello recordaba a Wil las pirámides de tierra que los indios americanos habían construido en Illinois, en cuya construcción habían empleado el trabajo de centenares de personas durante décadas. La de Juan era el producto del trabajo de un solo hombre durante milenios. Si el clima no hubiese sido tan excepcionalmente seco y moderado, no hubiera podido adelantarse a la erosión ordinaria.
El nuevo proyecto de Juan iba más allá de un simple monumento. Aparentemente, trataba de crear una raza inteligente. Había convencido al autón para que extendiera los suministros de víveres a los muchos bancos de peces que había en el laberinto de canales que había construido en la costa. Relativamente pronto, hubo miles de monos pescadores que vivían cerca de su templo/pirámide. Mediante una perversión de los programas de protección, empleó el autón como un instrumento de fuerza: los mejores peces iban destinados a los pescadores que se comportaban correctamente. El efecto era pequeño, pero a lo largo de siglos, los monos pescadores de la Punta Este adquirieron un aspecto distinto. La mayoría eran como el «W. W. Brierson» que había ayudado a Marta. Llevaban piedras hasta la base de la pirámide. Y se pasaban horas enteras mirándola desde abajo.
El esfuerzo de cuatro mil años no fue suficiente para conceder la inteligencia a los pescadores. El informe de Yelén mostraba alguna utilización de herramientas. Hacia el final, construyeron un cercado de piedras alrededor de la base de la pirámide. Pero jamás llegaron a ser la clase de porteadores de cestos que Chanson intentaba conseguir. Era Juan quien continuaba arrastrando interminables cargas de barro hasta su templo, reparaba los desperfectos causados por la erosión, y seguía añadiendo pisos cada vez más altos en la plataforma superior. En su mejor momento, el templo cubría un rectángulo de doscientos por cien metros, y la plataforma superior estaba a treinta metros sobre el nivel del suelo. Sus torres se elevaban, altas y esbeltas, más parecidas a construcciones de las termitas o del coral que a la arquitectura humana. Durante aquellos cuatro mil años, el programa diario de Juan fue inmutable. Trabajaba para conseguir la nueva raza. Trasladaba barro. Todas las tardes subía andando por las complicadas escaleras de espiral hasta que llegaba a estar de pie sobre la plataforma más alta, vigilando a los esclavos del templo que estaban reunidos en la llanura que tenía delante.
Wil hojeó el informe de Yelén. Había filmaciones de Juan tomadas a lo largo de aquellos siglos. Su cara era inexpresiva excepto al final del día, momento en el que siempre se reía tres veces. Cada uno de sus movimientos estaba preestablecido, como un reflejo. Juan se había con— vertido en un insecto, cuya colmena se extendía a lo largo del tiempo en vez de hacerlo a lo largo del espacio.
Juan había encontrado la paz. Hubiera podido durar hasta siempre, si el mundo hubiera mantenido la misma estabilidad. Pero el clima de los Estrechos del Este entró en un período de humedad y tempestades. El autón estaba programado para ofrecer una protección mínima. Durante los primeros milenios aquello había bastado. Pero aún entonces, Juan conservó su inflexibilidad. No quería retirarse hacia las cuevas de las tierras altas; incluso no quería bajar del templo durante las tempestades. Había prohibido al autón que se le acercara durante sus oraciones nocturnas.
Desde luego, Yelén tenía filmaciones del fin de Juan. El autón se había alejado a cuatro kilómetros del templo; Juan hacía mucho tiempo que había eliminado todos los chivatos remotos. La lluvia, arrastrada por el viento, impedía y distorsionaba la visión del autón. Aquella era la última de una serie de tempestades que estaban destruyendo la pirámide más aprisa de lo que Juan podía arreglarla. Sus torres y paredes eran como los castillos de arena de un niño que se funden al crecer la marea del océano. Juan no se daba cuenta. Se mantenía en pie sobre la inclinada plataforma de su templo y contemplaba la tempestad. Wil vio como la borrosa imagen alzaba los brazos, tal como Juan hacía al final de todos los días, un momento antes de soltar sus extrañas carcajadas. Empezaron a caer rayos por todas partes, convirtiendo la oscuridad de la tempestad en una iluminación actínica azul, que permitió una visión de los esclavos de Juan congregados a miles debajo de él. Los rayos viajaron por el templo derrumbado, destruyendo lo que quedaba de sus torres… y fulminando a Juan que todavía estaba en pie, con los brazos hacia lo alto, dirigiendo la función.