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– Ayúdeme, ayúdeme, necesito denunciar un… perdón, perdón -la voz de una mujer al otro lado del teléfono me está pidiendo que me tranquilice. Estoy llorando tanto que no entiende lo que digo-. Necesito denunciar un secuestro. -Tengo que repetirlo dos veces. La infelicidad de tres personas resuena en toda la casa-. Mi hija recién nacida, Florence. Sí. Mi nombre es Alice Fancourt.

Capítulo 4

3/10/03, 12.10 horas

– Explícamelo otra vez -dijo Charlie-. ¿Estás sugiriendo que David Fancourt asesinó a Laura Cryer?

– ¡Es pura puta lógica! Cualquiera con un poco de cerebro pensaría lo mismo, ahora que Alice y la cría han desaparecido. Y hay algo extraño en él. Lo pienso desde que lo conocí -Simon intentaba ponerle palabras a su desconfianza-. Detrás de esos ojos no hay una persona real. Lo miré y no vi más que un vacío. ¿Recuerdas aquella canción de Billy Idol, Eyes without a face?

– A lo mejor hoy estoy lenta -repuso Charlie, consciente de que Simon nunca sería tan estúpido como para hacerlo-, pero juraría que yo dirigí el equipo que trabajó en ese caso, y también juraría que cogimos al que lo hizo.

– Ya sé todo eso -replicó Simon distraídamente.

Él todavía llevaba uniforme por aquel entonces. Charlie era la experta. Sin embargo, no podía silenciar la voz de su cabeza que le estaba gritando el nombre de Alice en la oscuridad. Y por debajo, la misma pregunta, una y otra vez: ¿habría ella huido sin decírselo? ¿Sabría ella que su desaparición le preocuparía a él tanto personal como profesionalmente? En realidad él no había dicho nada. No había dicho o hecho casi nada.

Los padres de Simon eran las únicas dos personas en el mundo cuyo comportamiento podía predecir con precisión absoluta: su té a las seis en punto, los domingos por la mañana en la iglesia, directos a la cama después del telediario de las diez en punto. En efecto, había crecido en un entorno estable. Y la mayor parte de la gente considera que la estabilidad equivale a la felicidad.

Detrás de Simon, un acneico policía jugaba con la máquina de Pokey. De vez en cuando silbaba ¡Sssííí! y chocaba contra el respaldo de la silla de Simon. El videojuego del bandido de un solo brazo, la única atracción de la cantina. Simon la odiaba, la había elevado a símbolo de una sociedad salvaje. Desaprobaba todo aquello que percibía como perteneciente a esa categoría: el ruido y los pitidos del entretenimiento electrónico. Si alguna vez tuviese niños -algo improbable, sí, pero no imposible-, prohibiría todos los juegos de ordenador en casa. Haría que sus hijos leyesen a los clásicos, como hizo él de niño. La letra de otra canción de los años ochenta, esta vez The Smiths, le vino a la mente: «Hay algo más en la vida que libros, sabes, pero no mucho más».

Morrissey tenía razón. El deporte era insustancial y la vida social, demasiado estresante. A Simon le encantaba la cuidadosa, deliberada naturaleza de los libros. Ellos daban forma a las cosas, te entrenaban a buscar un patrón. Como la segunda esposa de un hombre que desaparece después de que su primera mujer ha sido asesinada. Cuando un autor se tomaba el tiempo y las molestias de elegir cuidadosamente las palabras precisas y disponerlas en el orden correcto, entonces se daba la posibilidad de que se estableciese una comunicación auténtica: el escritor reflexivo contactaba con el lector reflexivo. Todo lo contrario de lo que sucedía cuando dos personas abrían la boca y sencillamente vomitaban sus pensamientos incoherentes y a medio formular. Habla por ti, habría dicho Charlie.

– Supongo que ha sido la encantadora Alice quien ha alimentado esas sospechas sobre Fancourt en tu cabeza. ¿Qué ha pasado entre tú y ella, Simon? En cuanto esto se convierta oficialmente en un caso de personas desaparecidas, tendrás que contármelo, así que ¿por qué no empezamos ya?

Simon sacudió la cabeza. Cuando llegase el momento, se lo contaría, ni un segundo antes. Por el momento no se había abierto ningún archivo para el caso. No quería herir a Charlie, y menos todavía admitir cómo la había cagado. «Espero no tener que recordarte los problemas que tendrías si te has estado viendo con Alice Fancourt en tu tiempo libre. Te convertirías en un sospechoso, maldito idiota.» ¿Cómo iba a suponer que Alice y el bebé desaparecerían?

– Háblame sobre Laura Cryer -dijo. Escuchar lo distraería; mientras que hablar sería en cualquier caso un desafío.

– ¿Qué, no quieres antes un té con leche? Tenemos una montaña de trabajo que hacer. Y no has respondido a mi pregunta.

– ¿Trabajo? -La miró escandalizado-. ¿Te refieres a todo el papeleo que he tenido la poca consideración de provocar al encontrar las pruebas que necesitábamos para asegurarnos las condenas en dos casos fundamentales?

Sintió la fiereza de su propia mirada, que empuñaba como un taladro. Entonces Charlie apartó la mirada. A veces, cuando menos se lo esperaba Simon, ella se echaba atrás.

– Esto tendrá que ser rápido -replicó ella con voz ronca-. Darryl Beer, uno de los muchos malditos azotes de nuestra preciosa y verde tierra, asesinó a Laura Cryer. Se declaró culpable y está encerrado. Final de la historia.

– Qué rápido -asintió Simon-. Conozco a Beer. Lo he detenido un par de veces. Sólo otra escoria procedente de Winstanley Estate, las calles están más limpias sin él. Cuando conoces a personajes como Beer, empiezas a recurrir a los mismos tópicos que antes te repelían en boca de los demás polis y que te juraste nunca utilizar.

– Todos nosotros lo hemos arrestado al menos un par de veces. En cualquier caso, querías la historia, así que aquí la tienes: Diciembre de 2000. No puedo recordar la fecha exacta, pero era una noche de viernes. Laura Cryer salió tarde del trabajo; era investigadora científica y trabajaba en el parque científico de Rawndesley para una compañía llamada BioDiverse. Se dirigió directamente del laboratorio a casa de su suegra, Vivienne Fancourt, donde estaba su hijo Felix. Aparcó justo detrás de la verja de entrada, en ese trozo pavimentado, ¿recuerdas? -Simon asintió. Se había impuesto la obligación de permanecer quieto y sentado mientras Charlie lo ponía al tanto. Creía poder hacerlo.

– Cuando volvió al coche diez minutos más tarde, Beer intentó atracarla. La apuñaló con un cuchillo de cocina, un solo tajo limpio, y la dejó desangrarse hasta morir. Se escapó con su bolso de Gucci, excepto la correa, que encontramos junto a su cuerpo. Cortada por el mismo cuchillo. Vivienne Fancourt halló el cuerpo a la mañana siguiente. En cualquier caso, tuvimos suerte con el adn. Beer dejó tantos pelos en la escena del crimen que podríamos haber hecho una peluca con ellos. Hicimos el perfil de ADN y encontramos una coincidencia. Darryl Beer, dé un paso al frente. -Charlie sonrió, recordando la satisfacción que había sentido en aquel entonces-. Nos pusimos muy contentos de encarcelar a esa inútil escoria yonqui.

Entonces vio el ceño fruncido de Simon.

– ¡Oh, vamos! Durante las dos semanas anteriores a la muerte de Cryer, Vivienne Fancourt había telefoneado a comisaría en dos ocasiones para denunciar que un hombre joven estaba merodeando cerca de su propiedad. Nos daba una descripción que era clavada a Darryl Beer: pelo teñido y peinado en coleta, los tatuajes… Se le interrogó por aquel entonces y él lo negó todo. Decía que era su palabra contra la de Vivienne Fancourt, el muy mierdecilla arrogante.

– ¿Qué estaba haciendo allí? -preguntó Simon-. Los Olmos está en mitad de la nada. No hay cerca ningún bar o gasolinera abierta toda la noche.

– ¿Cómo voy a saberlo? -Charlie se encogió de hombros.

– No estoy diciendo que deberías saberlo. Estoy diciendo que lo que debería preocuparte es que no lo sabes.

A Simon le asombraba siempre la falta de curiosidad que manifestaban los demás detectives. Demasiado a menudo había aspectos de los casos sobre los que Charlie y los demás parecían satisfechos con decir «supongo que eso quedará como un interrogante abierto». Simon no. El siempre tenía que saberlo todo. No saber lo hacía sentirse inútil, y eso hacía que arremetiera contra todo.