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– Necesito saber qué clase de chica era. Cuéntenmelo como mejor puedan.

¿Qué pregunta es ésa?, pensó en el mismo instante, ¿qué podían contestar? La mejor de todas, claro, la más guapa, lo más querido para nosotros. Annie era Annie.

Empezaron a llorar. La madre con un doloroso gemido desde la profundidad de la garganta, el padre sin sonido, sin lágrimas. Sejer reconoció en él los rasgos de la hija. Una cara ancha, con la frente alta. No era muy alto, pero sí fuerte y robusto. Skarre escondió el bolígrafo en la mano; tenía la mirada clavada en el bloc.

– Empecemos desde el principio. Me duele tener que molestarles, pero el tiempo es muy valioso para nosotros. ¿A qué hora salió de casa?

La madre contestó sin levantar la vista:

– A las doce y media.

– ¿A dónde iba?

– A casa de Anette. Una amiga del colegio. Estaban haciendo un trabajo en común, eran tres. Tenían el día libre para trabajar juntas.

– ¿No llegó a casa de su amiga?

– Llamamos para preguntar por ella anoche a las once. Anette ya se había acostado. Sólo había acudido la otra chica. No podía creérmelo…

Escondió la cara entre las manos. El día entero había pasado sin que ellos supieran nada.

– ¿Y por qué no llamaron sus amigas aquí para preguntar por ella?

– Pensaron que no le apetecía ir -dijo llorosa-. Que había cambiado de idea. Si piensan así, no conocían bien a Annie. Se tomaba muy en serio todo lo del colegio. Todo se lo tomaba en serio.

– ¿Iba a ir a pie?

– Sí, son cuatro kilómetros andando; su bicicleta estaba averiada, pues suele usarla mucho. No hay autobús.

– ¿Dónde vive Anette?

– En Horgen. Sus padres tienen una granja y una tienda de ultramarinos.

Sejer asintió con la cabeza, mientras oía el bolígrafo de Skarre raspar el papel del bloc.

– ¿Tenía novio?

– Halvor Muntz.

– ¿Desde hace mucho tiempo?

– Aproximadamente dos años. Él es mayor que ella. Han roto algunas veces, pero ahora todo iba bien, según tenía entendido.

Era como si a Ada Holland le sobraran las manos: se buscaban, abriéndose y cerrándose. Era casi tan alta como su marido, grande y angulosa, con un rubicundo tono de piel.

– ¿Saben ustedes si mantenían relaciones sexuales? -preguntó.

La madre le miró escandalizada.

– Sólo tiene quince años.

– Recuerde que yo no la conocía -dijo Sejer con aire de pedir perdón.

– Nada de eso -replicó la madre con firmeza.

– Supongo que no sabemos mucho sobre ese tema -intentó por fin decir el padre-. Halvor tiene dieciocho años. No es una chiquilla.

– Yo lo sé -interrumpió ella.

– No creo que te lo contara todo.

– ¡Lo habría sabido!

– ¡Pero no se te da muy bien hablar de esas cosas!

El ambiente estaba tenso. Sejer sacó sus propias conclusiones y vio en el bloc de Skarre que él estaba haciendo lo mismo.

– Si iba a hacer un trabajo del colegio, puede que llevara mochila.

– Una mochila marrón de cuero. ¿Dónde está?

– No la hemos encontrado.

Lo que significa que tenemos que bucear para buscarla, pensó Sejer.

– ¿Tomaba alguna medicina?

– En absoluto. No padecía de nada.

– ¿Qué clase de chica era? ¿Abierta? ¿Habladora?

– Antes -contestó el marido con aire sombrío.

– ¿Y últimamente? -preguntó Sejer mirándolo.

– Cosas de la edad -intervino la madre-. Estaba en una edad difícil.

– ¿Quiere usted decir que había cambiado? -Sejer volvió a dirigirse al padre para excluir a la madre. No lo logró.

– Todas las chicas cambian a esa edad. Están a punto de hacerse adultas. Con Sølvi ocurrió lo mismo. Sølvi es su hermana -añadió.

El marido no contestó. Seguía entumecido.

– ¿De manera que no era una chica abierta y alegre?

– Era silenciosa y modesta -dijo la madre con orgullo-. Escrupulosa y justa. Llevaba una vida ordenada.

– ¿Pero antes era más alegre?

– Se hacen notar más cuando son niños.

– Quiero decir -prosiguió Sejer-, ¿cuándo cambió más o menos?

– En la época normal. A los catorce años más o menos. La pubertad -explicó.

Sejer asintió, y miró de nuevo al padre.

– ¿Ese cambio no tendría otras causas?

– ¿De qué clase? -preguntó la madre.

Sejer suspiró ligeramente y se reclinó hacia atrás.

– Sólo intento averiguar por qué murió.

La madre empezó a temblar con tanta vehemencia que apenas entendieron lo que decía.

– ¿Por qué murió? Tuvo que ser un…

No fue capaz de pronunciar la palabra.

– No lo sabemos.

– ¿Pero la habían…? -de nuevo hubo una pausa.

– No sabemos, señora Holland. Aún no. Esas cosas tardan. Pero los que se están ocupando de Annie saben lo que tienen que hacer.

Miró la habitación, ordenada y limpia. Era azul y blanca, como la ropa de Annie. Ramos de flores secas por encima de las puertas, cortinas de encaje, figuritas decorativas en la pared, fotografías, tapetes de encaje. Todo conjuntado, ordenado y decente. Sejer se levantó. Se acercó a una gran fotografía en la pared.

– Se la hicieron este invierno.

La madre lo siguió. Descolgó la fotografía con cuidado y la miró. Se sorprendía cada vez que volvía a ver una cara que sólo había visto sin vida y sin brillo. La misma persona y sin embargo distinta. Annie tenía una cara ancha, con boca grande y grandes ojos grises. Cejas pobladas y oscuras. Sonreía reservadamente. En la parte de abajo de la foto se veía el cuello de la camisa y un trocito del medallón. Bonita, pensó.

– ¿Hacía deporte?

– Antes -dijo el padre en voz baja.

– Jugaba a balonmano -añadió la madre con tristeza-, pero luego lo dejó. Ahora corría mucho. Decenas de kilómetros a la semana.

– ¿Decenas de kilómetros? ¿Por qué dejó el balonmano?

– Cada vez le ponían más deberes en el colegio. Así son los chicos, prueban las cosas y luego las dejan. También estuvo un tiempo en la banda de música del colegio, tocaba el cornetín. Luego también lo dejó.

– ¿Era buena en balonmano?

Sejer volvió a colgar la fotografía en su sitio.

– Muy buena -dijo el padre en voz baja-. Era portera. No debería haberlo dejado.

– Creo que le resultaba aburrido ser portera -dijo la madre-. Creo que lo dejó por eso.

– No lo sabemos con seguridad -contestó el marido-. Nunca nos lo explicó.

Sejer volvió a sentarse.

– De manera que ustedes reaccionaron a su decisión. ¿Les pareció… incomprensible?

– Sí.

– ¿Iba bien en el colegio?

– Mejor que la mayoría. No es mi intención presumir -añadió el padre-, es la verdad.

– Ese trabajo escolar que las chicas estaban haciendo, ¿de qué trataba?

– De la escritora Sigrid Undset. Tenían que entregarlo para San Juan.

– ¿Puedo ver su habitación?

La madre se levantó y salió con pasos cortos y titubeantes. El marido se quedó sentado en el brazo, inmóvil.

La habitación era minúscula, pero había sido su nido para ella sola. Apenas había sitio para una cama, una mesa y una silla. Sejer miró por la ventana y vio justo enfrente, al otro lado del camino, la terraza del vecino. La casa pintada de naranja. Debajo de la ventana se veían restos de una vieja gavilla que había proporcionado comida a los pájaros. Buscó ídolos por las paredes, pero no encontró ninguno. Sin embargo, la habitación estaba llena de copas, diplomas, medallas, y un par de fotos de la propia Annie: una foto vestida de portera, junto con el resto del equipo, y otra haciendo surfing con muy buen estilo. En la pared que había sobre la cama había varias fotos de niños pequeños; una de ella con un coche de niño, y otra de un chico. Sejer señaló con el dedo.