Выбрать главу

– ¿Su novio?

La madre asintió con la cabeza.

– ¿Trabajó Annie con niños? -preguntó señalando una foto de Annie con un niño rubio sobre las rodillas. Parecía orgullosa y contenta. Era como si levantara al niño hacia la cámara, casi como un trofeo.

– Cuidaba de los niños que iban naciendo en esta calle.

– ¿De manera que le gustaban los niños?

La madre volvió a asentir.

– ¿Llevaba diario, señora Holland?

– Creo que no. Lo he estado buscando -admitió-. Lo he estado buscando toda la noche.

– ¿No ha encontrado nada?

Negó con la cabeza. Llegaba un murmullo desde el cuarto de estar.

– Necesitamos algunos nombres -dijo Sejer por fin-. De gente con la que tendremos que hablar.

Volvió a mirar las fotos de la pared y estudió el traje de portera de Annie; era negro, con un emblema verde sobre el pecho.

– Parece un dragón o algo por el estilo.

– Es un monstruo marino -explicó la madre con serenidad.

– ¿Por qué un monstruo marino?

– Porque se supone que hay uno en este fiordo. No es más que una leyenda, una historia de otros tiempos. Si estás remando y oyes un rumor detrás de la barca, es el monstruo que emerge de las profundidades. Nunca debes volverte, sino seguir remando con cuidado. Si haces como si no pasara nada y le dejas en paz, todo irá bien, pero si te vuelves y lo miras a los ojos, te llevará consigo a las profundidades, a la gran oscuridad. La leyenda dice que tiene los ojos rojos.

– Volvamos al cuarto de estar.

Skarre seguía escribiendo. El marido seguía sentado en el brazo del sofá. Daba la impresión de estar a punto de caerse.

– ¿Y su hermana?

– Vuelve en avión este mediodía. Está en Trondheim, tengo una hermana allí.

La señora Holland se dejó caer de nuevo en el sofá y se inclinó hacia su marido. Sejer se acercó a la ventana y al asomarse se encontró con una cara en la ventana de la cocina de la casa de al lado.

– Aquí viven ustedes muy cerca los unos de los otros -dijo-. ¿Se conocen bien todos los vecinos?

– Bastante bien. Todo el mundo habla con todo el mundo.

– ¿Y todo el mundo conocía a Annie?

Asintió.

– Iremos de casa en casa. No quiero que ustedes se sientan molestos por ello.

– No tenemos nada de qué avergonzarnos.

– ¿Podrían proporcionarnos algunas fotos?

El padre se levantó y se acercó al estante que había debajo del televisor.

– Tenemos un vídeo del verano pasado -dijo-. Estábamos en la cabaña, en Kragerød.

– No necesitan un vídeo -dijo la madre reposadamente-. Sólo una foto.

– Me gustaría verlo.

Sejer cogió el vídeo y dio las gracias.

– ¿Varias decenas de kilómetros a la semana? -preguntó-. ¿Corría sola?

– Nadie podía ir a su paso -contestó el padre llanamente.

– De modo que dedicaba mucho tiempo a correr a pesar de los deberes. Decenas de kilómetros a la semana. Entonces no fueron realmente los deberes la causa de que dejara el balonmano…

– Podía correr cuando quería -replicó la madre-. A veces corría antes de desayunar. Pero cuando tenían partido tenía que estar a una hora determinada, no podía decidir por su cuenta. Creo que no le gustaba sentirse atada. Annie era muy independiente.

– ¿Por dónde corría?

– Por todas partes y a cualquier hora. Por la carretera principal, por el bosque…

– ¿Incluso hasta la laguna de la Serpiente?

– Sí.

– ¿Era inquieta?

– Era muy tranquila y sosegada -contestó la madre en voz baja.

Sejer volvió a acercarse a la ventana y vio a una mujer que cruzaba la carretera a toda prisa. Llevaba un niño con chupete en los brazos.

– ¿Le interesaban otras cosas aparte de correr?

– Cine, música, libros y cosas así. Y los niños pequeños -añadió el padre.

– Sobre todo cuando era más joven.

Sejer pidió a los padres que hicieran una lista de todas las personas cercanas a Annie: Amigos, vecinos, profesores, familia, novios…, si es que había tenido más. Cuando la lista estuvo por fin terminada contenía cuarenta y dos nombres, acompañados de sus respectivas direcciones más o menos completas.

– ¿Van a hablar con toda la gente de la lista? -preguntó la madre.

– Sí, lo haremos. Y esto es sólo el principio. Pensaremos en ustedes -concluyó.

– Tenemos que pasar por casa de ese Thorbjørn Haugen. El que salió a buscar a Ragnhild ayer. Tiene que acordarse de alguna hora en concreto.

El coche pasó lentamente por los garajes. Skarre repasó sus notas.

– Pregunté al padre de Annie por lo del balonmano mientras la madre y tú estabais en la habitación de la chica -explicó.

– ¿Y?

– Dijo que Annie prometía mucho. El equipo había tenido una temporada llena de éxitos, incluso estuvieron de gira por Finlandia. El padre nunca entendió por qué la chica lo dejó. Incluso llegó a preguntarse si había sucedido algo.

– Tal vez deberíamos tratar de encontrar al entrenador o entrenadora. Podría haber algo por ese lado.

– Es entrenador -contestó Skarre-. Estuvo llamando durante semanas para hacerla recapacitar. El equipo atravesó grandes dificultades cuando ella lo dejó. Nadie era capaz de sustituirla.

– Llamaremos desde la comisaría para pedirles el nombre.

– Se llama Knut Jensvoll y vive en Gneidveien, 8. Muy cerca de aquí.

– Muchas gracias -dijo Sejer, frunciendo el entrecejo-. Estoy pensando -añadió- que tal vez Annie fuera asesinada mientras nosotros estábamos en Granittveien, a un par de minutos de distancia, ocupándonos de Ragnhild. Llama al Anatómico Forense, pregunta por Snorrason y métele un poco de prisa para que nos entregue el informe lo antes posible.

Skarre cogió el teléfono móvil.

– El número está grabado en el cuatro.

Tecleó el cuatro, esperó y preguntó por Snorrason, esperó de nuevo y comenzó a murmurar.

– ¿Qué ha dicho?

– Que tienen las cámaras llenas. Que todas las muertes son trágicas sea cual sea la causa, y que hay unas cuantas personas a la espera de poder enterrar a sus seres queridos, pero que comprende la gravedad del asunto, y que si quieres puedes ir dentro de tres días y obtener un informe oral preliminar. Para el escrito tendrás que esperar más tiempo.

– Bueno -murmuró Sejer-. No está mal, tratándose de Snorrason.

Raymond untaba mantequilla en pan tostado. Con la lengua fuera, estaba profundamente concentrado en no romperlo. Tenía ya cuatro rebanadas de pan, una encima de otra, con mantequilla y azúcar entre cada una; su récord eran seis.

La cocina era pequeña y bastante acogedora, pero estaba muy desordenada después de todo ese trabajo con la comida. Había una rebanada preparada para el padre, pan blanco sin corteza untado de grasa de tocino de la sartén. Luego, al acabar de comer, fregaría los platos, y al final, como siempre, barrería el suelo de la cocina. Ya había vaciado el orinal del padre y había llenado de agua el jarrón de la habitación. No se veía el sol, todo estaba gris y el paisaje de fuera era triste y llano. El café ya había hervido tres veces, tal y como debía ser. Añadió una quinta rebanada, se sentía contento. Estaba a punto de echar el café en la taza de su padre cuando oyó pararse un coche delante de la puerta. Para su gran asombro vio que se trataba de un coche de policía. Se puso tenso, se alejó de la ventana y se metió corriendo en un rincón de la sala. Tal vez venían a buscarlo para meterlo en la cárcel. Y entonces, ¿quién se ocuparía de su padre?

Fuera se oían puertas de coche y un gran murmullo de voces. No estaba seguro de haber hecho algo malo, pero no siempre resultaba fácil saberlo, pensó. Por si acaso, permaneció inmóvil mientras llamaban a la puerta. No dejaban de llamar, llamaban una y otra vez mientras decían su nombre. Tal vez su padre los oyera. Empezó a toser muy fuerte, con el fin de ahogar el ruido. Al cabo de un rato el timbre dejó de sonar. Seguía inmóvil en el rincón de la sala, junto a la chimenea, cuando descubrió una cara en la ventana. Un hombre alto, de pelo canoso, saludando con los brazos levantados. Quiere hacerme salir, pensó Raymond, diciendo enérgicamente que no con la cabeza. Se agarró a la chimenea y se metió aún más adentro en el rincón. El hombre de fuera parecía buena persona, pero no era seguro que lo fuera. Esas cosas las había descubierto Raymond hacía mucho tiempo, no era tonto. Al cabo de mucho rato no aguantó más y salió corriendo hacia la cocina, pero también allí había una cara. Tenía el pelo rizado y llevaba uniforme. Raymond se sentía como un gato encerrado en un saco. No había salido con el coche en todo el día, seguía sin arrancar, así que no podía tener nada que ver con el coche. Será por lo de la laguna, pensó desesperado mientras se balanceaba. Al cabo de un rato fue hasta la entrada y se puso a mirar preocupado la llave que salía de la cerradura.