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– ¡Raymond! -gritó uno de ellos-. Sólo queremos charlar un rato. No pasa nada.

– ¡No me porté mal con Ragnhild! -gritó.

– Lo sabemos. No venimos por eso. Sólo necesitamos que nos ayudes un poco.

Vaciló aún un buen rato y por fin abrió.

– ¿Podemos entrar? -preguntó el más alto-. Tenemos que preguntarte algo.

– Sí, sí, es que no estaba seguro de lo que queríais. No voy a abrir a cualquiera.

– Tienes razón -dijo Sejer mirándolo con curiosidad-. Pero cuando es la policía puedes abrir. No hay peligro.

– Vamos a sentarnos en la sala.

Fue delante y señaló el sofá, que tenía una curiosa pinta de haber sido hecho en casa. Sobre el asiento había una vieja manta. Se sentaron y estudiaron la habitación, una sala bastante pequeña, cuadrada, con sofá, mesa y dos sillones. En las paredes colgaban fotos de animales, y una de una mujer algo mayor con un niño sobre las rodillas. Seguramente era su madre. El niño tenía rasgos claramente mongólicos y la edad de la mujer debió de ser determinante para el destino de Raymond. Desde donde estaban sentados no se veía ningún televisor por ninguna parte, y tampoco teléfono. Sejer no recordaba haber visto ninguna sala de estar sin televisor desde hacía muchos años.

– ¿Está tu padre? -preguntó, mirando la camiseta de Raymond. Era blanca y llevaba el siguiente texto: yo soy el que decido.

– Está en la cama. Ya no se levanta, no puede andar.

– ¿Y tú eres el que lo cuidas?

– Bueno, hago la comida y arreglo las cosas, ya sabes.

– Tiene mucha suerte tu padre contigo.

Una amplia sonrisa, de esas tan extraordinariamente encantadoras que caracterizan a las personas con síndrome de Down, se dibujó en el rostro de Raymond. Un niño inocente en un cuerpo enorme. Tenía las manos fuertes y anchas, los dedos excepcionalmente cortos, y los hombros grandes y cuadrados.

– Fuiste bueno con Ragnhild ayer y la acompañaste a casa -dijo Sejer prudentemente-. Así no tuvo que ir sola. Muy bien hecho por tu parte.

– No es muy mayor, ¿sabes? -dijo Raymond dándoselas de adulto.

– No lo es, por eso estuvo bien que la acompañaras. Y también la ayudaste con el cochecito. Pero cuando llegó a casa contó algo, y eso es sobre lo que te queremos preguntar, Raymond. Quiero decir, sobre lo que visteis en la orilla de la laguna de la Serpiente.

Raymond lo miró preocupado, levantando el labio inferior.

– Visteis a una chica, ¿verdad?

– Yo no lo hice -dijo de repente.

– No creemos que tú lo hicieras. No venimos por eso. A ver, te preguntaré otra cosa. Veo que llevas reloj.

– Sí, tengo un reloj -contestó, enseñándoles el reloj de pulsera-. Es el viejo de papá.

– ¿Lo miras con frecuencia?

– No, casi nunca.

– ¿Por qué no?

– Cuando estoy en el trabajo, el jefe se ocupa del tiempo. Y aquí en casa lo hace papá.

– ¿Por qué no estás hoy en el trabajo?

– Libro una semana y trabajo otra.

– ¿Puedes decirme exactamente qué hora es ahora?

Raymond miró el reloj.

– Son las… un poco más de las once y diez.

– Correcto. ¿Pero no lo miras a menudo?

– Sólo cuando tengo que hacerlo.

Sejer hizo un gesto afirmativo y lanzó una mirada a Skarre, que estaba anotando aplicadamente.

– ¿Lo miraste cuando acompañaste a Ragnhild a casa? O, por ejemplo, ¿cuando estuvisteis junto a la laguna de la Serpiente?

– No.

– ¿Tienes idea de qué hora sería?

– Creo que estás haciendo preguntas muy difíciles -dijo Raymond, cansado ya de tanto pensar.

– No es fácil acordarse de todo, tienes razón -objetó Sejer-. Enseguida acabo con las preguntas. ¿Viste alguna otra cosa allí arriba aparte de la chica?

– No. ¿Está enferma? -preguntó suspicazmente.

– Está muerta, Raymond.

– ¡Qué pronto!

– Sí, a nosotros también nos lo parece. ¿Viste algún coche o algo así pasar por aquí a lo largo del día? Subiendo o bajando. ¿O a gente andando? Mientras estaba Ragnhild aquí, por ejemplo.

– Por aquí vienen muchos de excursión. Pero ayer no. Sólo los que viven aquí. El camino acaba en la colina.

– ¿No viste a nadie?

Reflexionó durante mucho tiempo.

– Sí, sí. A uno. Justo cuando nos marchamos. Pasó por aquí pitando. Como un coche de carreras.

– ¿Justo cuando os marchasteis?

– Sí.

– ¿Subiendo o bajando?

– Bajando.

Pasó pitando, pensó Sejer. ¿Qué puede significar eso para alguien que no pasa de segunda?

– ¿Conocías el coche? ¿Era de alguien de por aquí?

– No van tan deprisa.

Sejer hizo un cálculo en la cabeza.

– Ragnhild llegó a casa un poco antes de las dos; entonces puede haber sido un poco antes de la una y media. ¿Tanto tiempo tardasteis en ir de aquí a la laguna?

– No.

– ¿Iba muy deprisa, dices?

– Levantando polvo. Bueno, es que todo está muy seco, claro.

– ¿Qué coche era?

En ese momento contuvo la respiración. Un dato del coche habría sido un buen punto de partida. Un coche cerca del lugar del crimen, a gran velocidad, a una hora significativa.

– Un coche completamente normal -dijo Raymond contento.

– ¿Un coche normal? -preguntó Sejer pacientemente-. ¿Qué quieres decir con eso?

– No un camión ni una furgoneta ni nada así. Un coche normal.

– ¿Qué coche tiene tu padre?

– Un Hiace -contestó orgulloso.

– ¿Ves el coche de policía allí fuera? ¿Puedes ver qué coche es?

– ¿Ése? Lo acabas de decir. Es un coche de policía.

Daba vueltas en el sillón y de repente se puso triste.

– Y el color, Raymond. ¿Viste el color?

Se esforzó de nuevo, pero movió resignadamente la cabeza.

– Había mucho polvo. Imposible ver el color -murmuró.

– Pero tal vez puedas decirnos si era oscuro o claro.

Sejer seguía insistiendo y Skarre no paraba de escribir. Ese tono cálido de su jefe le sorprendía; normalmente era más escueto.

– Quizá algo entre medias. Marrón, gris o verde. Un color sucio. Había mucho polvo. Podéis preguntárselo a Ragnhild, ella también lo vio.

– Ya se lo hemos preguntado. Ella también dice que el coche tal vez fuera gris o verde. Pero ha sido incapaz de decir si era un coche nuevo y bonito, o feo y viejo.

– Viejo y feo no -dijo Raymond con decisión-. Mejor algo entre medias.

– Exactamente, entiendo.

– Llevaba algo en el techo -dijo de repente.

– ¿Ah sí? ¿Qué era?

– Una caja larga. Plana y negra.

– Tal vez un cofre portaesquís -sugirió Skarre.

Raymond vaciló.

– Sí, a lo mejor un cofre portaesquís.

Skarre sonrió mientras anotaba, encantado con los esfuerzos de Raymond.

– Muy bien observado, Raymond. ¿Has tomado nota, Skarre? ¿De modo que tu padre está en la cama?