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– Fue Annie -dijo Sejer.

Johnas abrió los ojos de par en par.

– Lo encontramos entre sus cosas. ¿Es éste?

Se metió la mano en el bolsillo y sacó el pájaro. A Johnas le temblaban las manos cuando lo cogió.

– Creo que sí. Se parece al que yo compré. Pero, ¿por qué…?

– No lo sabemos. Pensamos que a lo mejor usted nos podía sacar de dudas.

– ¿Yo? Dios mío, no tengo ni idea. No lo entiendo. ¿Por qué demonios iba a robarlo Annie? No era precisamente una ladrona. No la Annie que yo conocí.

– Por eso tuvo que haber un motivo. Algo que no tiene que ver con robos. ¿Ella estaba enfadada con usted por alguna razón?

Johnas seguía mirando el pájaro, pasmado.

Esto no lo sabía, se dijo Sejer mirando de reojo a Skarre, que con su mirada azul seguía cada gesto del otro.

– ¿Sus padres saben que ella lo tenía? -quiso saber por fin Johnas.

– Pensamos que no.

– ¿Y no sería Sølvi? Sølvi, al fin y al cabo, es algo especial. Exactamente como una urraca, picoteando todo lo que brilla.

– No fue Sølvi.

Sejer cogió la copa por el pie y bebió un trago de mosto. Sabía a vino insípido.-Bueno, supongo que tendría sus secretos, todos los tenemos -dijo Johnas con una sonrisa-. Era bastante misteriosa, sobre todo cuando se hizo mayor.

– ¿Le afectó muchísimo lo de Eskil?

– No pudo volver a visitarnos después de aquello. Yo lo entiendo, a mí me resultó imposible relacionarme con la gente durante mucho tiempo. Luego se marcharon Astrid y Magne, y ocurrieron tantas cosas a la vez… Un capítulo indescriptible -murmuró, palideciendo con sólo recordarlo.

– Pero de algo hablarían, ¿no?

– Sólo nos saludábamos cuando nos encontrábamos por la calle. Eramos casi vecinos.

– ¿Ella se mostraba esquiva en esas ocasiones?

– Estaba de alguna manera incómoda. Era difícil para todos.

– Y además -añadió Sejer, como si se acordara por casualidad-, tuvo usted una bronca con Eskil justo antes de que muriera. Eso le dolería aún más.

– ¡Mantenga a Eskil fuera de esto! -gritó Johnas con amargura.

– ¿Conoce usted a Raymond Låke?

– ¿Ese idiota que vive cerca de la colina?

– He preguntado si le conoce.

– Todo el mundo sabe quién es Raymond.

– Se pretende que conteste sí o no a esta pregunta.

– No lo conozco.

– ¿Pero sabe dónde vive?

– Sí, lo sé. En una especie de choza. Al parecer le basta, porque va por ahí con pinta de ser feliz como un idiota.

– ¿Feliz como un idiota? -Sejer se levantó y empujó la copa hacia un lado-. Creo que los idiotas dependen tanto de la buena voluntad de la gente como los demás para sentirse felices. Y no olvide nunca lo que voy a decirle: aunque él no sea capaz de interpretar el mundo que le rodea de la misma manera que usted, no le falla en absoluto la vista.

Johnas se puso rígido. No los acompañó hasta la puerta. Al bajar la escalera, Sejer notó la lente de la cámara como un rayo en la nuca.

Luego fueron a buscar a Kollberg al piso y lo dejaron acomodarse en el asiento de atrás. El perro pasaba demasiado tiempo solo, por eso se ponía tan imposible, pensó Sejer. Le dio un trozo de pescado seco.

– Aquí huele fatal, ¿no?

Skarre hizo un gesto afirmativo.

– Luego tendrás que darle una pastilla de regaliz fuerte.

Se dirigieron a Lundeby, salieron en la rotonda y aparcaron junto a los buzones. Sejer se metió por la calle entre las dos filas de casa, plenamente consciente de que desde las veintiuna casas podían verlo. Todo el mundo pensaría que se dirigía a casa de los Holland, pero se detuvo al final de la calle y echó una mirada hacia atrás, hacia la casa de Johnas. Tenía aspecto de estar medio abandonada, con las cortinas echadas en varias ventanas. Volvió lentamente al principio de la calle.

– El autobús escolar sale todas las mañanas de la rotonda a las siete y diez -dijo por fin-. Todos los chicos de Krystallen que van al colegio o al instituto lo cogen. Eso significa que salen de casa alrededor de las siete.

Soplaba un suave viento, pero no se levantaba ni un pelo de la cabeza de Sejer.

– Magne Johnas acababa de marcharse cuando Eskil se atragantó con la comida.

Skarre esperaba. Una cita bíblica sobre la paciencia le pasó velozmente por la cabeza.

– Y Annie salió de casa un poco más tarde que los demás. Holland se acordaba de que se habían dormido ese día. Annie pasaría por delante de la casa de Johnas tal vez mientras Eskil estaba desayunando.

– Sí. ¿Y qué?

Skarre estudió la casa de Johnas.

– Las ventanas del salón y de los dormitorios son las únicas que dan a la calle. Ellos estaban en la cocina.

– Sí, lo sé, lo sé -contestó Sejer irritado. Continuaron andando, se acercaron a la casa intentando imaginarse ese día, el siete de noviembre, a las siete de la mañana. A esa hora, en noviembre es de noche, pensó Sejer.

– ¿Pudo Annie haber pasado por casa de Johnas?

– No lo sé.

Se detuvieron y miraron un instante la casa, esta vez de cerca. La ventana de la cocina se encontraba en la pared lateral, que daba al vecino.

– ¿Quién vive en la casa roja? -preguntó Skarre.

– Irmak, con su mujer y sus hijos. ¿No hay por allí un sendero entre las casas?

Skarre echó un vistazo.

– Sí. Y por ahí viene alguien.

Un chico apareció de repente entre las dos casas. Andaba cabizbajo y aún no se había percatado de la presencia de los dos hombres en el camino.

– Thorbjørn Haugen. El que participó en la búsqueda de Ragnhild.

Sejer se quedó esperando al chico, que subía la cuesta deprisa. Llevaba una mochila negra colgada del hombro, y en la frente el mismo pañuelo estampado que la última vez. Lo observaron detenidamente en el momento en que pasó por delante de la casa de Johnas. Thorbjørn era alto, y llegaba hasta la mitad de la ventana de la cocina.

– ¿Siempre coges el atajo? -preguntó Sejer.

– Sí -contestó Thorbjørn deteniéndose-. Este sendero lleva directamente al camino de Gneis.

– ¿Suelen coger todos este camino?

– Pues sí, nos ahorramos casi cinco minutos.

Sejer dio unos pasos por el sendero y se detuvo delante de la ventana. Era más alto que Thorbjørn y podía mirar por ella sin ningún problema. Ya no se veía ninguna silla infantil, sólo dos sillas normales, y sobre la mesa había una taza de café y un cenicero. Por lo demás, la casa daba la impresión de estar deshabitada. El siete de noviembre, pensó, mucha oscuridad fuera y luz en el interior. Los que pasaban por delante podían mirar hacia dentro, pero los de dentro no veían hacia fuera.

– A Johnas no le gusta mucho que pasemos por aquí -dijo Thorbjørn de repente-. Dice que está harto de todo ese ir y venir por delante de su casa. Pero ahora se está mudando.

– ¿De modo que todos los chicos cogen este atajo cuando van al autocar escolar?

– Todos los que van al instituto.

Sejer hizo un gesto a Thorbjørn para que prosiguiera su camino y se volvió hacia Skarre.

– Acabo de acordarme de algo que dijo Holland cuando hablamos con él en la comisaría: el día en que murió Eskil, Annie volvió antes del colegio porque se encontraba mal. Se fue derecha a la cama. Holland tuvo que ir a su habitación a decirle lo del accidente.

– ¿Cómo de mal -interrogó Skarre-, si ella nunca estaba enferma?

– «Indispuesta».

– Crees que ella pudo ver algo, ¿verdad? ¿A través de la ventana?

– No lo sé. Tal vez.

– ¿Pero por qué no dijo nada?

– Quizá no se atrevió. O tal vez no entendía muy bien lo que había visto. Tal vez se lo confesara a Halvor. Siempre tengo la sensación de que él sabe más de lo que dice.

– Konrad -dijo Skarre en voz baja-. Él lo habría dicho, ¿no?

– No estoy tan seguro. Es un tipo raro. Vamos a hablar con él.