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En ese momento sonó su busca, se acercó al coche y marcó el número por la ventanilla. Holthemann contestó.

– Axel Bjørk se ha pegado un tiro en la sien con un viejo revólver Enfield.

Sejer tuvo que apoyarse en el coche. Esa información le supo a medicina amarga, dejando tras de sí una desagradable sequedad en la boca.

– ¿Habéis encontrado alguna carta?

– No sobre el cuerpo. Están buscando en su casa. Pero es evidente que el tío tenía mala conciencia por algo; ¿tú qué crees?

– No lo sé. Pueden haber sido muchas cosas. Tenía problemas.

– Era imprevisible y estaba alcoholizado. Y guardaba mucho rencor a Ada Holland, un rencor tan afilado como el diente de un tiburón -dijo Holthemann.

– Ante todo era infeliz.

– El odio y la desesperación pueden parecerse un poco. La gente exhibe lo que más le conviene.

– Creo que te equivocas. Se había dado por vencido. Por eso habrá puesto fin a todo.

– Tal vez hubiera querido llevarse consigo a Ada.

Sejer hizo un gesto negativo y miró la casa de los Holland.

– No lo habría hecho por Sølvi y Eddie.

– ¿Quieres un homicida o no?

– Sólo quiero al verdadero -Sejer acabó la conversación y miró a Skarre-. Axel Bjørk ha muerto. Me pregunto qué pensará ahora Ada Holland. Tal vez lo mismo que Halvor cuando murió su padre: que «está bien».

Halvor se levantó de un salto. La silla cayó al suelo, y él se giró hacia la ventana. Miró el patio vacío y permaneció así un buen rato. Por el rabillo del ojo vio la silla tirada y la foto de Annie sobre la mesilla de noche. Así que era eso, Annie había visto todo eso. Volvió a sentarse delante de la pantalla y leyó el texto de nuevo, del principio al fin. Allí estaba también su propia historia, la que le había confesado en el más absoluto de los secretos. El padre rabioso, el tiro en la leñera, el trece de diciembre. No tenía nada que ver con ese asunto, respiró hondo, marcó el párrafo y lo borró del documento para siempre. Luego metió un dísquete y copió en él el texto. A continuación salió silenciosamente de la habitación y atravesó la cocina.

– ¿Qué pasa, Halvor? -gritó su abuela al verlo pasar y ponerse una chaqueta vaquera-. ¿Vas a salir?

Halvor no contestó. Oyó la voz de su abuela, pero las palabras no penetraron en él.

– ¿A dónde vas? ¿Vas al cine?

El muchacho comenzó a abrocharse la chaqueta mientras se preguntaba si la moto arrancaría. Si no, tendría que coger el autobús, y entonces tardaría una hora en llegar a su destino. No disponía de una hora, tenía que llegar rápidamente.

– ¿Cuándo volverás Halvor? ¿Vendrás a cenar?

Se detuvo y la miró, como si de repente descubriera que su abuela estaba allí, delante de él.

– ¿Cena?

– ¿A dónde vas, Halvor? ¡Ya casi es de noche!

– Voy a ver a un tío.

– ¿Pero a quién? Estás muy pálido. Puede que tengas anemia. ¿Cuándo fuiste al médico por última vez? ¿A que ni te acuerdas? ¿Cómo has dicho que se llama?

– No lo he dicho. Se llama Johnas.

Su voz sonaba extrañamente resuelta. La puerta se cerró de golpe, y cuando la abuela miró por la ventana lo vio agachado sobre la moto, ajustando tuercas con furiosos movimientos.

La cámara de la planta baja estaba mal colocada. Se dio cuenta en ese momento, al mirar la parte izquierda de la pantalla. La lente recibía la imagen a contraluz, lo que reducía a los visitantes a una vaga silueta, casi como fantasmas. Le gustaba ver quiénes eran los clientes antes de bajar a recibirlos. Desde la planta de arriba, donde había mejor luz, podía distinguir caras y ropa, y sí se trataba de clientes fijos podía prepararse antes de abandonar el despacho, adoptar aquella postura a la que cada uno tenía derecho. Volvió a mirar la pantalla que cubría la planta baja. Había sólo una persona. Parecía un hombre, o tal vez un joven, con cazadora. Seguramente era alguien sin importancia, pero él lo recibiría, correctamente, dispuesto a prestar su mejor servicio, como siempre, para conservar la buena reputación de la galería, que ya era inmejorable. Además, no se podía saber a simple vista si la gente tenía dinero o no, ya no. El tío podría estar forrado. Bajó lentamente la escalera. Sus pasos apenas eran audibles, andaba con un paso ligero y deslizante, lo suyo no era dar saltitos como si trabajara en una tienda de juguetes. Eso era una galería y allí se hablaba en voz baja. No había ni etiquetas con precios ni caja registradora. Por regla general enviaba la factura, rara vez la gente pagaba con VISA o con otra tarjeta. Ya estaba casi abajo, le quedaban dos escalones cuando se detuvo en seco.

– Buenas tardes -murmuró.

El joven estaba de espaldas, pero en ese momento se volvió y lo miró con curiosidad. En su mirada había una mezcla de desconfianza y extrañeza. No decía nada, sólo miraba, como si quisiera descubrir algo en sus rasgos, un secreto tal vez, o la solución de un enigma. Johnas lo reconoció. Por un instante pensó en confesárselo.

– ¿Puedo ayudarte?

Halvor no contestó. Seguía escrutando la cara del otro. Sabía que Johnas lo había reconocido, lo había visto muchas veces, había estado en su casa con Annie, se habían encontrado en el sendero. En ese momento se había puesto una armadura y todo lo suave y oscuro del hombre había desaparecido, la franela, el terciopelo y los rizos morenos se habían endurecido formando una dura coraza.

– Sin duda -contestó Halvor y dio dos pasos hacia el otro, que seguía en la escalera con una mano sobre la barandilla-. ¿Vendes alfombras?

Johnas miró a su alrededor.

– Así es, sí.

– Deseo comprar una.

– ¡Ah sí! -dijo sonriente-, eso supuse. ¿Buscas algo en especial?

No ha venido a por alfombras, pensó Johnas. Además no tiene dinero. Tal vez haya venido por mera curiosidad, por capricho. Seguro que no tiene idea de lo que cuestan las alfombras. Ya lo irá averiguando, ya lo creo que sí.

– ¿Grande o pequeña? -preguntó al bajar el último escalón. Le sacaba más de una cabeza al chico, que era delgaducho como las astillas para encender el fuego.

– Quiero una alfombra que cubra tanto que ninguna pata de silla quede fuera. Resulta muy pesado a la hora de fregar el suelo.

Johnas asintió.

– Sube conmigo. Las alfombras más grandes están arriba.

Empezó a subir la escalera, seguido por Halvor. No se le ocurrió hacerse preguntas sobre la situación, se sentía impulsado como por fuerzas insospechadas, era como deslizarse sobre raíles dentro de una oscura montaña.

Johnas encendió las seis arañas, adquiridas en una fábrica de vidrio en Venecia. Colgaban de las vigas cubiertas de brea y lanzaban una cálida, aunque intensa luz a la espaciosa habitación.

– ¿Has pensado en algún color en especial?

Halvor se detuvo en la parte de arriba de la escalera y miró hacia el interior.

– Pero si son todas rojas -dijo en voz baja.

Johnas sonrió con indulgencia.

– No pretendo ser arrogante -dijo amablemente-. Pero, ¿tienes idea de lo que cuestan?

Halvor lo miró con los ojos entornados. Algo de antaño le vino a la mente, algo que no había sentido en mucho tiempo.

– Bueno, supongo que no tengo pinta de ser extraordinariamente rico -replicó-. ¿Quieres un extracto de mi cuenta?

Johnas vaciló.

– Tienes que perdonarme, pero aquí entra mucha gente que luego se ve en una situación muy comprometida. Sólo quise ahorrarte el mal trago.

– Muy considerado por tu parte -dijo Halvor tranquilamente.Continuó hacia el interior, pasando por delante del comerciante, rumbo a una gran alfombra extendida en la pared. Se puso a juguetear con los flecos. Reconoció en las figuras a hombres, caballos y armas.

– Dos metros y medio por tres -le indicó Johnas en voz baja-. Una buena elección, en cierto modo. El dibujo describe una guerra entre dos pueblos nómadas. Pesa muchísimo.