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A la larga, descubrió una forma de satisfacer ambos deseos, utilizando a chicas como Rebecca Maugham-Flint.

Había conocido a Rebecca en Ascot. Solía ligar con chicas ricas en las carreras de caballos. El aire libre y las multitudes le posibilitaban fluctuar entre dos grupos de jóvenes espectadoras, de tal forma que todos le creían miembro de uno u otro grupo. Rebecca era una chica alta de gran nariz, espantosamente vestida con un vestido de lana de volantes y un sombrero de Robin Hood, con pluma incluida. Ninguno de los jóvenes que la rodeaban le prestaban atención, y se sintió patéticamente agradecida a Harry por hablar con ella.

Harry procuró no cultivar su amistad de inmediato, pues era mejor aparentar desinterés. Sin embargo, cuando se topó con ella un mes después en una galería de arte, ella le saludó como a un viejo amigo y le presentó a su madre.

Se suponía que muchachas como Rebecca no acudían a cines y restaurantes acompañadas de chicos sin carabina, por supuesto; sólo lo hacían las dependientas y las obreras. Por eso, siempre contaban a sus padres que salían en grupo; para dar mayor verosimilitud a la mentira, solían iniciar la velada en alguna fiesta, tras lo cual podían marcharse discretamente en pareja, lo cual le iba de perlas a Harry; como no «cortejaba» de manera oficial a Rebecca, sus padres no consideraban necesario investigar sus antecedentes, y nunca cuestionaron las vagas mentiras que Harry les contaba sobre una casa de campo en Yorkshire, un internado privado de Escocia, una madre inválida que vivía en el sur de Francia y un próximo destino en las Reales Fuerzas Aéreas.

Había descubierto que las mentiras vagas eran habituales en la sociedad de clase alta. Las decían jóvenes que no deseaban admitir su desesperada pobreza, o el alcoholismo sin remedio de sus padres, o su pertenencia a familias desacreditadas por algún escándalo. Nadie se molestaba en dejar como un trapo a un individuo hasta que mostraba serias inclinaciones por una joven de buena familia.

Harry había salido con Rebecca durante tres semanas de esta forma indefinida. Le había invitado a pasar un fin de semana en una mansión de Kent, donde había jugado al cricket y robado dinero a los invitados, que no habían querido denunciar el hurto por temor a ofender a sus anfitriones. También le había llevado a varios bailes, en los que Harry había robado carteras y vaciado bolsos. Además, durante las visitas a casa de la joven había robado pequeñas sumas de dinero, algunos cubiertos de plata y tres interesantes broches victorianos que su madre aún no había echado en falta.

En su opinión, no se comportaba de una manera inmoral. La gente a la que robaba no se merecía su riqueza. La mayoría no había trabajado ni un solo día en su vida. Los pocos que tenían un empleo utilizaban los contactos de sus privilegiados colegios para obtener sinecuras muy bien pagadas. Eran diplomáticos, presidentes de empresas, jueces o parlamentarios conservadores. Robarles era lo mismo que matar nazis: no un crimen, sino un servicio público.

Llevaba haciéndolo dos años, y sabía que no podría continuar indefinidamente. El mundo de la sociedad británica de clase alta era extenso pero limitado, y alguien le iba a descubrir un día. La guerra había llegado justo en el momento en que se sentía dispuesto a buscar una forma de vida diferente.

Sin embargo, no iba a enrolarse en el ejército como soldado raso. La comida mala, la ropa impresentable, los malos tratos y la disciplina militar no eran para él, y el color caqui no contribuía a mejorar su aspecto. No obstante, el azul de la Fuerza Aérea hacía juego con sus ojos, y no le costaba nada imaginarse como piloto. Por lo tanto, iba a ser oficial de la RAF. Aún no había pensado cómo, pero lo conseguiría: era un tipo con suerte.

Entretanto, decidió utilizar a Rebecca para introducirse en otra casa rica antes de dejarla.

Comenzaron la velada en la recepción celebrada en la mansión de Belgravia de sir Simon Monkford, un acaudalado editor.

Harry pasó un rato con la honorable Lydia Moss, la obesa hija de un conde escocés. Torpe y solitaria, era el tipo de muchacha más vulnerable a sus encantos, y la sedujo durante unos veinte minutos, más o menos, por pura costumbre. Después, habló con Rebecca durante unos minutos para enternecerla. Luego consideró que había llegado el momento de efectuar su movimiento de apertura.

Se excusó y salió de la sala. La fiesta se celebraba en el enorme salón doble de la primera planta. Mientras cruzaba el rellano y subía la escalera sintió la excitante descarga de adrenalina que siempre se producía cuando estaba a punto de acometer un trabajo. Saber que iba a robar a sus anfitriones, así como el riesgo de ser sorprendido con las manos en la masa y desenmascarado, le llenaba de temor y excitación.

Llegó a la siguiente planta y siguió el pasillo hasta la parte delantera de la casa. Pensó que la puerta más alejada conducía al dormitorio principal. La abrió y contempló una espaciosa alcoba, con cortinas floreadas y una colcha rosa. Estaba a punto de entrar cuando se abrió otra puerta y una voz desafiante gritó:

– ¿Oiga!

Harry se volvió, tenso y alarmado.Vio a un hombre de su misma edad internarse en el pasillo y mirarle con curiosidad.

Como siempre, las palabras precisan acudían a sus labios siempre que las necesitaba.

– Ah, ¿está ahí?

– ¿Cómo?

– ¿No es eso el lavabo?

El rostro del joven se tranquilizó.

– Ah, entiendo. Lo que usted busca es la puerta verde que hay al otro extremo del pasillo.

– Muchas gracias.

– De nada.

Harry caminó por el pasillo.

– Una casa encantadora -comentó.

– Ya lo creo.

El hombre bajó la escalera y desapareció.

Harry se permitió el lujo de una sonrisa complacida. La gente era muy crédula.

Volvió sobre sus pasos y entró en el dormitorio rosa. Como de costumbre, había un conjunto de habitaciones. El color indicaba que ésta era la habitación de lady Monkford. Una rápida inspección reveló un pequeño vestidor a un lado, también decorado en rosa, una alcoba contigua más pequeña, con butacas de cuero verde y papel pintado a rayas, y un vestidor de caballeros al lado. Las parejas de clase alta solían dormir separadas, según había aprendido Harry. Aún no había decidido si porque iban menos calientes que la clase obrera, o porque se sentían obligados a utilizar las numerosas habitaciones de sus inmensas casas.

El vestidor de sir Simon estaba amueblado con un pesado armario de caoba y una cómoda a juego. Harry abrió el cajón superior de la cómoda. Dentro de un pequeño joyero de piel había un surtido de botones, atiesadores de cuello y gemelos, tirados de cualquier manera. La mayoría eran vulgares, pero el ojo educado de Harry localizó un elegante par de gemelos incrustados de rubíes. Los guardó en su bolsillo. Junto al joyero había una cartera de piel que contenía cincuenta libras en billetes de cinco. Harry cogió veinte libras, muy complacido. Qué fácil, pensó. A cualquiera que trabajara en una sucia fábrica le costaría dos meses ganar veinte libras.

Nunca lo robaba todo. Coger unos pocos objetos creaba la duda. La gente pensaba que había extraviado las joyas o calculado mal la cantidad que llevaba en la cartera, y no se decidía a denunciar el robo.

Cerró el cajón y se dirigió al dormitorio de lady Monkford. Se sintió tentado de marcharse con el útil botín recogido, pero decidió arriesgarse unos minutos más. Lady Monkford tendría zafiros. A Harry le encantaban los zafiros.

Hacía una noche espléndida, y la ventana estaba abierta de par en par. Harry se asomó y vio un pequeño balcón con una balaustrada de hierro forjado. Entró a toda prisa en el vestidor y se sentó ante el tocador. Abrió todos los cajones y descubrió varios joyeros y azafates. Los registró velozmente, atento al menor ruido de una puerta que se abriera.

Lady Monkford no tenía buen gusto. Era una hermosa mujer que había sorprendido a Harry por su inutilidad, y ella, o su marido, escogía joyas ostentosas, tirando a baratas. Sus perlas eran inadecuadas, los broches grandes y feos, los pendientes chabacanos y los brazaletes chillones. Se sintió decepcionado.

Sopesaba la posibilidad de llevarse un colgante casi atractivo cuando oyó que la puerta del dormitorio se abría.

Se le hizo un nudo en el estómago y aguardó, petrificado, pensando a toda velocidad.

La única puerta del vestidor daba al dormitorio. Había una pequeña ventana, pero estaba cerrada, y era probable que no pudiera abrirla con la rapidez o el silencio suficientes. Se preguntó si tendría tiempo de esconderse en el armario ropero.

Desde donde estaba no veía la puerta del dormitorio. Oyó que volvía a cerrarse, una tos femenina a continuación y pasos ligeros sobre la alfombra. Se inclinó hacia el espejo y descubrió que de esta forma podía ver el dormitorio. Lady Monkford había entrado y se encaminaba al vestidor. Ni siquiera tenía tiempo de cerrar los cajones.

Su respiración se aceleró. Estaba paralizado de miedo, pero ya había pasado por situaciones parecidas. Se tomó un momento de calma, obligándose a respirar con más lentitud y serenando sus pensamientos. Después, se puso en acción.

Se levantó y entró como una exhalación en el dormitorio.

– ¡Caramba! -exclamó.

Lady Monkford se detuvo en el centro del dormitorio. Se llevó una mano a la boca y emitió un leve chillido.

La brisa que penetraba por la ventana abierta agitó una cortina floreada. Harry tuvo una inspiración.

– ¡Caramba! -repitió, en tono de estupor-. Acabo de ver a alguien saltando por la ventana.

La mujer recobró la voz.

– ¿A qué demonios se refiere? ¿Qué está haciendo en mi dormitorio?

Harry, ciñéndose a su papel, corrió hacia la ventana y miró al exterior.

– ¡Ha desaparecido! -anunció.

– ¡Haga el favor de explicarse!

Harry contuvo el aliento, como si tratara de ordenar sus pensamientos. Lady Monkford, una nerviosa mujer de unos cuarenta años, ataviada con un vestido verde, parecía bastante fácil de manejar. Le dedicó una sonrisa radiante, asumiendo la personalidad de un colegial enérgico, demasiado crecido para su edad y que jugaba al rugby (un tipo con el que ella debía estar familiarizada), y empezó a engatusarla.