– Es lo más raro que he visto en mi vida -dijo-. Estaba en el pasillo, cuando un tipo de aspecto extraño se asomó a la puerta de esta habitación. Me vio y volvió a entrar. Yo sabía que era el dormitorio de usted, porque había entrado un rato antes, mientras buscaba el baño. Me pregunté cuáles eran las intenciones de aquel individuo… No parecía un criado, ni tampoco un invitado, desde luego. Decidí entrar y preguntárselo. Cuando abrí la puerta, saltó por la ventana. -A continuación, explicó por qué estaban abiertos los cajones del tocador-. He echado un vistazo a su vestidor, y tengo la sospecha de que iba detrás de sus joyas.
Muy brillante, se felicitó. Debería dedicarme a la radio. La mujer se llevó una mano a la frente.
– Esto es horrible -dijo con voz débil.
– Será mejor que se siente -indicó Harry, solícito. La ayudó a acomodarse en una pequeña silla rosa.
– ¡Imagínese! -exclamó lady Monkford-. ¡Si usted no le hubiera ahuyentado, me habría sorprendido en mi propia habitación! -Aferró su mano y la estrechó con fuerza-. Temo que voy a desmayarme. Le estoy muy agradecida.
Harry reprimió una sonrisa. Se había vuelto a salir con la suya.
Harry reflexionó. No podía permitir que la mujer armara demasiado follón. Lo mejor sería que no le contara el incidente a nadie.
– Escuche, no le cuente a Rebecca lo que ha ocurrido -dijo, como primer paso-. Es muy nerviosa, y un suceso como éste podría deprimirla durante semanas.
– A mí también -dijo lady Monkford-. ¡Semanas!
Estaba demasiado preocupada para pensar que la musculosa y enérgica Rebecca no encajaba en el tipo de persona que sufría de los nervios.
– Tendrá que llamar a la policía y todo eso, pero la fiesta se estropeará -prosiguió Harry.
– Oh, querido… Eso sería horrible. ¿Cree que debemos llamarla?
– Bueno… -Harry disimuló sus satisfacción-. Depende de lo que haya robado ese bribón. ¿Por qué no lo comprueba?
– Oh, sí, sería lo mejor.
Harry apretó su mano para darle ánimos y la ayudó a incorporarse. Entraron en el vestidor. Lady Monkford tragó saliva al ver todos los cajones abiertos. Harry la sostuvo hasta depositarla en la silla. La mujer se sentó y examinó sus joyas.
– Creo que no se ha llevado gran cosa -dijo al cabo de un momento.
– Es posible que yo le sorprendiera antes de empezar -insinuó Harry.
Lady Monkford continuó inspeccionando los collares, brazaletes y broches.
– Creo que usted tiene razón -dijo-. Menos mal que estaba aquí.
– Si no ha perdido nada, no vale la pena que se lo cuente a nadie.
– Excepto a sir Simon, claro.
– Claro -corroboró Harry, si bien deseaba todo lo contrario-. Dígaselo cuando haya terminado la fiesta. Al menos, no estropeará la velada.
– Una idea estupenda.
Todo marchaba a las mil maravillas. Harry experimentó un inmenso alivio. Decidió desaparecer cuanto antes.
– Será mejor que baje dijo-. Usted, entretanto, se irá tranquilizando. -Se inclinó y la besó en la mejilla. Sorprendida, la mujer enrojeció-. Creo que es usted terriblemente valiente -susurró Harry en su oído antes de marcharse.
Las mujeres adultas son todavía más fáciles de manejar que sus hijas, pensó. Al desembocar en el pasillo desierto, se vio en un espejo. Se detuvo para ajustarse el lazo de la corbata y sonrió con aire triunfante a su reflejo.
– Eres un demonio, Harold -murmuró.
La fiesta estaba llegando a su fin. Cuando Harry volvió a entrar en el salón, Rebecca le recibió con hostilidad.
– ¿Dónde has estado? -preguntó.
– Hablando con nuestra anfitriona. Lo siento. ¿Nos vamos?
Salió de la mansión con los gemelos y veinte libras de su anfitrión en el bolsillo.
Detuvieron un taxi en la plaza Belgravia y se dirigieron a un restaurante de Piccadilly. Harry adoraba los buenos restaurantes; las servilletas bien dobladas, las ropas resplandecientes, los menús en francés y los camareros deferentes le procuraban una inmensa sensación de bienestar. Su padre nunca había entrado en uno de ellos. Su madre sí, cuando iba a hacer la limpieza. Pidió una botella de champán, consultó la carta con suma atención y eligió un vino de reserva bueno, aunque no difícil de encontrar, de precio asequible.
Cuando empezó a llevar a las chicas a los restaurantes cometía algunas equivocaciones, pero aprendió a marchas forzadas. Un truco práctico era dejar la carta sin abrir y decir «Me apetece lenguado. ¿Tienen?». El camarero abría la carta y señalaba el lugar donde ponía Sole meunière, Les goujons de sole aves sauce tartare y Sole grillée. Después, al verle vacilar, añadía: «Los goujons están muy buenos, señor». Harry no tardó en aprender el francés de todos los platos básicos. También reparó en que los clientes habituales de esos restaurantes solían preguntar al camarero cuál era el plato del día: no todos los ingleses ricos sabían francés. Desde aquel momento, tomó la costumbre de solicitar la traducción de cada plato siempre que acudía a un buen restaurante; ahora, sabía descifrar una carta mucho mejor que la mayoría de los jóvenes ricos de su edad. El vino tampoco representaba ningún problema. A los sommeliers les encantaba que les pidieran la opinión, y no esperaban que un joven estuviera tan familiarizado con todos los châteaux, cosechas y añadas. El truco, tanto en los restaurantes como en la vida, era aparentar desenvoltura, sobre todo cuando se carecía de ella.
El champán elegido era bueno, pero no acababa de sentirse a gusto consigo mismo aquella noche, y supuso que el problema residía en Rebecca. No paraba de pensar en lo agradable que sería traer a una chica hermosa a un lugar como éste. Siempre salía con chicas carentes de atractivo: chicas feas, chicas gordas, chicas cubiertas de granos, chicas idiotas. Era sencillo relacionarse con ellas y, en cuanto se entusiasmaban con él, lo aceptaban tal como era, negándose a dudar de él por temor a perderle. Como estrategia para introducirse en casa de los ricos eran inmejorables. La pega es que se pasaba la vida con chicas que no le gustaban. Algún día, a lo mejor…
Rebecca estaba de mal humor esta noche. Algo la tenía descontenta. Quizá, después de salir con Harry durante tres semanas, se estaba preguntando por qué no había intentado «propasarse», lo que ella traducía por tocarle las tetas. La verdad residía en que Harry era incapaz de fingir deseo hacia ella. Podía fascinarla, galantearla, hacerla reír, despertar amor en ella, pero no podía desearla. En una penosa ocasión, se había encontrado en un pajar con una muchacha flacucha y deprimida dispuesta a perder la virginidad, y había intentado forzarse a sí mismo, pero su cuerpo se había negado a cooperar, y todavía se estremecía de desagrado al pensar en ello.
La mayoría de sus experiencias sexuales habían tenido como objeto muchachas de su clase, pero ninguna de aquellas relaciones había durado mucho. Sólo recordaba una relación amorosa satisfactoria. A la edad de dieciocho años había sido seducido con total premeditación en Bond Street por una mujer mayor, la aburrida esposa de un abogado muy ocupado, y habían sido amantes durante dos años. Ella le había enseñado muchas cosas: sobre hacer el amor, asignatura que le enseñaba con entusiasmo, sobre las costumbres de la clase alta, que él asimilaba subrepticiamente, y sobre poesía, que leían y discutían juntos en la cama. Harry le había tomado mucho cariño. La mujer concluyó instantánea y brutalmente su relación cuando el marido supo que ella tenía un amante (aunque Harry nunca supo cómo). Desde entonces, Harry les había visto a los dos varias veces. La mujer siempre aparentaba mirarle como si no existiera. Harry consideró cruel esta conducta. Ella había significado mucho para él, y se había sentido querido por su amante. ¿Era obstinada o despiadada? Jamás lo sabría.
El, champán y la buena comida no mejoró el humor de Harry, ni tampoco el de Rebecca. Empezó a sentirse inquieto. Había pensado en no volver a verla después de esta noche, pero de repente no pudo soportar la idea de pasar con ella ni el resto de la velada. Le desagradó incluso la perspectiva de gastarse en ella el dinero de la cena. Contempló su rostro huraño, desprovisto de maquillaje y encogido bajo un estúpido sombrerito con pluma, y empezó a odiarla.
Después de terminar los postres, pidió café y fue al lavabo. El guardarropa estaba junto al lavabo de caballeros, cerca de la salida, y no se veía desde la mesa. Un impulso irresistible se apoderó de Harry. Cogió el sombrero, dio una propina a la encargada del guardarropa y salió del restaurante.
Hacía una noche muy agradable, sumida en la impenetrable oscuridad del apagón general, pero Harry conocía bien el West End, y podía guiarse por los semáforos, sin contar con el tenue resplandor de las luces laterales de los vehículos. Se sintió como un colegial recién salido del colegio. Se había desembarazado de Rebecca, ahorrado siete u ocho libras y concedido una noche libre, todo a la vez.
El gobierno había cerrado los teatros, cines y salas de baile «hasta que se haya juzgado la amplitud del ataque alemán contra Inglaterra», según decían. Sin embargo, los clubs nocturnos siempre funcionaban en los límites de la ley, y había muchos abiertos, si se sabía dónde buscar. Harry se instaló confortablemente al cabo de poco rato en un sótano del Soho, bebiendo whisky y escuchando una banda de jazz norteamericana de primera fila, mientras sopesaba la idea de gastarle una broma a la cigarrera.
Seguía pensando en ello cuando el hermano de Rebecca entró en el local.
A la mañana siguiente estaba sentado en una celda situada bajo el palacio de justicia, deprimido y compungido, esperando que le llevaran ante los magistrados. Tenía graves problemas.
Largarse del restaurante de aquella manera había sido una completa estupidez. Rebecca no era de las que se tragaban el orgullo y pagaba la cuenta sin armar alboroto. Montó un número, el dueño llamó a la policía, la familia se vio mezclada… El tipo de escándalo que Harry siempre procuraba evitar. Aun así, habría salido incólume, de no ser por la increíble mala suerte de toparse con el hermano de Rebecca dos horas más tarde.