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– Estoy seguro -dijo Hartmann, sonriendo por primera vez Viajaremos juntos durante cuatro mil ochocientos kilómetros.

Margaret entró en el vagón restaurante y se sentó con su familia. Mamá y papá estaban sentados a un lado de la mesa, y los tres hijos se apretujaban en la otra, con Percy entre Margaret y Elizabeth. Margaret miró de reojo a Elizabeth. ¿Cuándo soltaría la bomba?

El camarero sirvió agua y papá ordenó una botella de vino del Rin. Elizabeth guardaba silencio y miraba por la ventanilla. Margaret esperaba, intrigada.

– ¿Qué os pasa, niñas? -preguntó mamá, notando la tensión.

Margaret no dijo nada.

– Tengo algo importante que deciros -habló por fin Elizabeth.

El camarero vino con una crema de champiñones y Elizabeth aguardó a que les sirviera. Su madre pidió una ensalada.

– ¿Qué es, querida? -preguntó, cuando el camarero se hubo marchado.

Margaret contuvo el aliento.

– He decidido no ir a Estados Unidos -dijo Elizabeth.

– ¿De qué demonios hablas? -estalló su padre-. Claro que irás… ¡Ya estamos en camino!

– No, no volaré con vosotros -insistió Elizabeth con calma. Margaret la observó con atención. Elizabeth hablaba sin alzar la voz, pero su largo rostro, no muy atractivo, estaba pálido de tensión. Margaret se sintió solidaria con ella, pese a todo.

– No digas tonterías, Elizabeth. Papá te ha comprado el billete -dijo su madre.

– A lo mejor nos devuelven el importe -intervino Percy.

– Cállate, idiota -le conminó su padre.

– Si intentáis obligarme -prosiguió Elizabeth-, me negaré a subir al avión. No creo que la compañía aérea os permita llevarme a bordo chillando y pataleando.

Elizabeth había sido muy lista, pensó Margaret. Había sorprendido a papá en un momento vulnerable. No podía subirla a bordo por la fuerza, y no podía quedarse en tierra para buscar una solución al problema porque las autoridades le detendrían por fascista.

Pero su padre aún no estaba derrotado. Había comprendido la gravedad de la situación. Bajó su cuchara.

– ¿Qué piensas hacer si te quedas aquí? -preguntó con sarcasmo-. ¿Alistarte en el ejército, como pretendía la retrasada mental de tu hermana?

Margaret enrojeció de ira ante el insulto, pero se mordió la lengua y no dijo nada, esperando que Elizabeth le aplastara.

– Iré a Alemania -dijo Elizabeth.

Su padre enmudeció por un momento.

– Querida, ¿no crees que estás llevando las cosas demasiado lejos? -tanteó su madre.

Percy habló, imitando perfectamente a su padre.

– Este es el resultado de permitir a las chicas hablar de política -dijo en tono pomposo-. La culpa es de Marie Stopes…

– Cierra el pico, Percy -dijo Margaret, hundiéndole los dedos entre las costillas.

Se quedaron en silencio hasta que el camarero se llevó la sopa intacta. Lo ha hecho, pensó Margaret; ha tenido las agallas de decirlo. ¿Se saldrá con la suya?

Margaret observó que su padre estaba desconcertado. Le había resultado fácil mofarse de Margaret por querer quedarse a luchar contra los fascistas, pero era más difícil escarnecer a Elizabeth, porque estaba de su parte.

Sin embargo, una pequeña duda moral nunca le preocupaba durante mucho rato.

– Te lo prohíbo absolutamente -dijo, en cuanto el camarero se alejó, en tono concluyente, como dando por finalizada la discusión.

Margaret miró a Elizabeth. ¿Cuál sería su reacción? Su padre ni siquiera se dignaba discutir con ella.

– Temo que no me lo puedes prohibir, querido papá -respondió Elizabeth, con sorprendente suavidad-Tengo veintiún años y puedo hacer lo que me dé la gana.

– Mientras dependas de mí, no.

– En ese caso, me las tendré que arreglar sin tu apoyo. Cuento con un pequeño capital.

Papá bebió un veloz trago de vino.

– No lo permitiré y punto.

Parecía una amenaza vana. Margaret empezó a creer que Elizabeth iba a lograrlo. No sabía si sentirse contenta por la previsible derrota de papá, o enfurecida porque Elizabeth iba a unirse a los nazis.

Les sirvieron lenguado de Dover. Sólo Percy comió. Elizabeth estaba pálida de miedo, pero fruncía la boca con determinación. Margaret no tuvo otro remedio que admirar su fuerza de voluntad, aunque despreciaba su propósito.

– Si no vas a venir a Estados Unidos, ¿por qué has subido al tren? -preguntó Percy.

– He encargado pasaje en un barco que zarpa de Southampton.

– No puedes ir en barco a Alemania desde este país -dijo su padre, triunfante.

Margaret se sintió consternada. Claro que no. ¿Se habría equivocado Elizabeth? ¿Fracasaría todo su plan por este simple detalle?

Elizabeth no se inmutó.

– El barco va a Lisboa -explicó con calma-. He enviado un giro postal a un banco de allí y reservado hotel.

– ¡Maldita trampa! -gritó su padre. Un hombre de la mesa vecina les miró.

Elizabeth continuó como si no le hubiera oído.

– Una vez en Lisboa, encontraré un barco que me lleve a Alemania.

– ¿Y después? -preguntó su madre.

– Tengo amigos en Berlín, mamá. Ya lo sabes.

Su madre suspiró.

– Sí, querida.

Parecía muy triste. Margaret comprendió que había aceptado la inevitabilidad de la situación.

– Yo también tengo amigos en Berlín -gritó su padre.

Varias personas de las mesas contiguas levantaron la vista.

– Baja la voz, querido -dijo mamá-. Te oímos muy bien.

– Tengo amigos en Berlín que te enviarán de vuelta en cuanto llegues -siguió su padre, en voz más queda.

Margaret se llevó la mano a la boca. Su padre podía conseguir que los alemanes expulsaran a Elizabeth, por supuesto; el gobierno podía hacer cualquier cosa en un país fascista. ¿Terminaría la huida de Elizabeth ante un despreciable burócrata, que examinaría su pasaporte, menearía la cabeza y le denegaría el permiso de entrada?

– No lo harán -replicó Elizabeth.

– Ya lo veremos -dijo papá, con escasa seguridad, en opinión de Margaret.

– Me recibirán con los brazos abiertos, papá -afirmó Elizabeth, y la nota de cansancio en su voz dotó de más convencimiento a sus palabras-. Convocarán una rueda de prensa para anunciar al mundo que he escapado de Inglaterra para unirme a su causa, al igual que los miserables periódicos ingleses publicaron la deserción de judíos alemanes importantes.

– Espero que no descubran lo de la abuela Fishbein -declaró Percy.

Elizabeth se había preparado contra los ataques de su padre, pero el cruel humor de Percy atravesó sus defensas.

– ¡Cierra el pico! ¡Eres un chico horrible! -gritó, y se puso a llorar.

El camarero se llevó de nuevo sus platos intactos. El siguiente consistía en costillas de cordero con guarnición de verduras. El camarero sirvió vino. Mamá tomó un sorbo, señal de que estaba afligida.

Papá empezó a comer, atacando la carne con el cuchillo y el tenedor y masticando con furia. Margaret estudió su rostro colérico, y se quedó sorprendida al detectar una huella de perplejidad tras la máscara de rabia. Pocas veces se le veía agitado; su arrogancia solía sortear todas las crisis. Mientras examinaba su expresión, comprendió que todo el mundo de su padre se estaba viniendo abajo. Esta guerra era el fin de sus esperanzas. Había querido que los ingleses abrazaran el fascismo bajo su liderazgo, pero en lugar de ello habían declarado la guerra al fascismo y le exiliaban.

La verdad era que le habían rechazado a mediados de los años treinta, pero hasta ahora había hecho la vista gorda, fingiendo que un día acudirían a él cuando fuera necesario. Supuso que por esa razón estaba tan irritado: vivía una mentira. Su celo de cruzado había degenerado en una manía obsesiva, su confianza en fanfarronadas, y al fracasar en su intento de convertirse en el dictador de Inglaterra sólo le había quedado la opción de tiranizar a sus hijos. Ahora, sin embargo, ya no podía ignorar la verdad. Abandonaba su país y, como comprendió Margaret de repente, nunca le permitirían regresar.

Y para colmo, en el momento en que sus esperanzas políticas se reducían a la nada, sus hijos también se rebelaban. Percy fingía ser judío, Margaret había intentado escapar, y Elizabeth, el único seguidor que le quedaba, le estaba desafiando.

Margaret pensaba que agradecería la aparición de una brecha en su armadura, pero se sentía incómoda. El firme despotismo de papá había sido una constante en su vida, y el hecho de que pudiera desmoronarse la desconcertaba. Se sintió repentinamente insegura, como una nación oprimida que encarase la perspectiva de una revolución.

Intentó comer algo, pero apenas podía tragar. Mamá jugueteó con un tomate durante unos momentos, y luego dejó caer su tenedor.

– ¿Hay algún chico de Berlín que te guste, Elizabeth? -preguntó de súbito.

– No -contestó Elizabeth.

Margaret le creyó, pero la pregunta de mamá, en cualquier caso, había sido muy perspicaz. Margaret sabía que Alemania no sólo atraía a Elizabeth desde un punto de vista ideológico. Había algo en los altos y rubios soldados, en sus uniformes inmaculados y botas centelleantes, que estremecía profundamente a Elizabeth. Mientras la sociedad londinense consideraba a Elizabeth una chica más bien fea y vulgar, procedente de una familia excéntrica, en Berlín era algo especiaclass="underline" una aristócrata inglesa, la hija de un pionero del fascismo, una extranjera que admiraba a la Alemania nazi. Su deserción nada más estallar la guerra le granjearía una gran popularidad; la agasajarían como a una celebridad. Se enamoraría de algún oficial joven, o de un relevante miembro del partido, se casarían y tendrían hijos rubios que hablarían alemán.

– Lo que vas a hacer es muy peligroso, querida -dijo mamá-. Papá y yo estamos preocupados por tu seguridad.

Margaret se preguntó si a papá le preocupaba en realidad la seguridad de Elizabeth. A madre sí, seguro, pero lo que más irritaba a papá era la desobediencia. Tal vez, oculto bajo su furia, existía un vestigio de ternura. No siempre había sido intratable. Margaret recordaba momentos cariñosos, incluso divertidos, tiempo atrás. El recuerdo la entristeció hasta límites insospechados.