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Seguía preocupado por la treta que emplearía para que el avión descendiera. Podía fingir una avería en el motor, pero el clipper era capaz de volar con sólo tres motores, y tenía un ayudante, Mickey Finn, al que no engañaría durante mucho tiempo. Se devanó los sesos, pero no encontró la solución.

Conspirar contra el capitán Baker y los demás le hacía sentirse como un canalla de la peor especie. Traicionaba a gente que confiaba en él. Pero no le quedaba otra elección.

De repente, otro peligro acudió a su mente. Cabía la posibilidad de que Tom Luther no cumpliera su promesa. ¿Y por qué iba a hacerlo? ¡Era un delincuente! Aunque Eddie consiguiera que el avión amarara, igual no recuperaba a Carol-Ann.

Jack, el navegante, entró con más partes meteorológicos, y dirigió a Eddie una mirada extraña. Eddie se dio cuenta de que nadie le hablaba desde que había entrado en la habitación. Parecían evadirle; ¿habían notado su gran preocupación? Se esforzó por comportarse con normalidad.

– Intenta no perderte este viaje, Jack -dijo, repitiendo una vieja broma. No era buen actor y el chiste parecía forzado en él, pero todos rieron y el ambiente se distendió.

El capitán Baker echó un vistazo a los nuevos partes meteorológicos.

– La tempestad está empeorando -comentó.

Jack asintió con la cabeza.

– Se va a convertir en lo que Eddie llamaría un bocinazo. Siempre se burlaban de él por su dialecto de Nueva Inglaterra.

– O un pringue -respondió, fingiendo una sonrisa.

– La rodearé -dijo Baker.

Entre Baker y Johnny Dott idearon un plan de vuelo hasta Botwood (Terranova), ciñéndose al borde de la tempestad y esquivando los vientos de cara, más fuertes. Cuando terminaron, Eddie se sentó, cogió las predicciones meteorológicas y realizó sus cálculos.

Se confeccionaban previsiones sobre la dirección y la fuerza del viento a trescientos, mil doscientos, dos mil cuatrocientos y tres mil seiscientos metros de altura para cada parte del viaje. Conociendo la velocidad de crucero del avión y la fuerza del viento, Eddie podía calcular la velocidad respecto a tierra. Eso le proporcionaba el tiempo de vuelo en cada parte a la altitud más favorable. Después, utilizaba unas tablas para averiguar el consumo de combustible en aquel período de tiempo, teniendo en cuenta la carga útil del clipper. Calculaba la necesidad de combustible paso a paso en una gráfica, que la tripulación llamaba la curva Howgozit. Sumaba el total y añadía un margen de seguridad.

Después de terminar sus cálculos, comprobó consternado que la cantidad de combustible necesario para llegar a Terranova era superior a la que el clipper podía cargar.

Se quedó inmóvil unos instantes.

La diferencia era terriblemente pequeña: unos kilos de carga útil de más, unos litros de combustible de menos. Y Carol-Ann esperándole en alguna parte, muerta de miedo.

Debería decirle al capitán Baker que era preciso aplazar el despegue hasta que el tiempo mejorase, a menos que desease volar a través de la tormenta.

Sin embargo, la diferencia era ínfima.

¿Sería capaz de mentir?

En cualquier caso, existía un margen de seguridad. Si las cosas iban mal, el avión siempre podría atravesar la tormenta, en lugar de rodearla.

Odiaba la sola idea de engañar a su capitán. Siempre había sido consciente de que las vidas de los pasajeros dependían de él, y se sentía orgulloso de su meticulosa precisión.

Por otra parte, su decisión no era irrevocable. Durante todo el viaje, hora tras hora, debía comparar el consumo de combustible real con la proyección de la curva Howgozit. Si consumían más de lo previsto, bastaba con volver atrás.

Si descubrían su engaño, significaría el fin de su carrera, pero ¿qué importaba eso, cuando las vidas de su mujer y de su futuro hijo se encontraban en peligro?

Repasó sus cálculos de nuevo, pero esta vez, al consultar las tablas, cometió dos errores a posta, consignando el consumo de combustible para la carga útil inferior en la siguiente columna de cifras. Ahora, el resultado se mantenía dentro del margen de seguridad necesario.

Sin embargo, sus vacilaciones no desaparecían. Nunca le había resultado fácil mentir, y ni siquiera lo lograba en esta terrible situación.

Por fin, el capitán Baker perdió la paciencia y miró por encima del hombro a Eddie.

– Suéltalo ya, Ed… ¿Nos vamos o nos quedamos?

Eddie le enseñó los resultados amañados que había escrito y bajó la vista, sin atreverse a mirar cara a cara a su capitán. Carraspeó, presa de los nervios, esforzándose por hablar con el tono más firme y seguro.

– Por muy poco, capitán…, pero nos vamos…

TERCERA PARTE. De Foynes a mitad del Atlántico

11

Diana Lovesey pisó el muelle de Foynes y se sintió patéticamente agradecida por notar suelo firme bajo los pies.

Estaba triste, pero serena. Había tomado una decisión: no volvería al clipper, no volaría a Estados Unidos y no se casaría con Mark Alder.

Sus rodillas temblaban, y por un momento temió que iba a caerse, pero la sensación desapareció y caminó hacia el puesto de aduanas.

Enlazó su brazo con el de Mark. Se lo diría en cuanto estuvieran solos. Le rompería el corazón, pensó con una punzada de pena; la quería muchísimo. Sin embargo, era demasiado tarde para pensar en eso.

La mayoría de los pasajeros ya habían desembarcado. Las excepciones era la extraña pareja sentada cerca de Diana, el apuesto Frank Gordon y el calvo Ollis Field; se habían quedado a bordo. Lulu Bell no había parado de hablar con Mark. Diana no le hacía caso. Ya no estaba enfadada con Lulu. La mujer era entrometida e insoportable, pero había conseguido que Diana comprendiera la verdad de su situación.

Pasaron por la aduana y salieron del muelle. Se encontraban en el extremo oeste de un pueblo compuesto de una sola calle. Un rebaño de vacas cruzaba la calle, y tuvieron que esperar a que los animales se alejaran.

Diana oyó un comentario de la princesa Lavinia.

– ¿Por qué nos han traído a este villorrio?

– La acompañaré al edificio de la terminal, princesa -dijo Davy, el mozo. Señaló un edificio de grandes dimensiones, que recordaba una posada antigua, con las paredes cubiertas de enredaderas-. Hay un bar muy confortable, llamado la «Taberna de la señora Walsh», donde sirven un whisky irlandés excelente.

Cuando las vacas terminaron de pasar, varios pasajeros siguieron a Davy hasta la «Taberna de la señora Walsh».

– Vamos a dar un paseo por el pueblo -dijo Diana a Mark.

Quería estar a solas con él lo antes posible. É1 sonrió, accediendo a su propuesta. Sin embargo, otros pasajeros tuvieron la misma idea, entre ellos Lulu, y una pequeña multitud se puso a recorrer la calle principal de Foynes.

Había una estación de tren, una oficina de correos y una iglesia, seguidas de dos hileras de casas, construidas con piedra gris; los techos eran de pizarra. Algunas casas tenían tienda en la fachada. Vieron varios carritos tirados por ponys en la calle, pero un solo vehículo motorizado. Los habitantes del pueblo, vestidos con prendas de tweed o hechas en casa, miraban con ojos desorbitados a los visitantes, ataviados con sedas y pieles, y Diana experimentó la sensación de que estaba desfilando en una procesión. Foynes aún no se había acostumbrado a ser un lugar de paso donde se detenía la élite rica y privilegiada del mundo.

Ansiaba que el grupo se dispersara, pero nadie se alejaba un milímetro, como exploradores temerosos de extraviarse. Empezó a sentirse atrapada. El tiempo pasaba.

– Entremos ahí -dijo, cuando pasaron junto a otro bar.

– Qué gran idea -replicó al instante Lulu-. En Foynes no hay nada que ver.

Diana estaba hasta el gorro de Lulu.

– Me gustaría hablar con Mark a solas -dijo, malhumorada.

Mark se mostró turbado.

– ¡Cariño! -protestó.

– No te preocupes -contestó Lulu de inmediato-. Seguiremos paseando y dejaremos solos a los amantes. Ya encontraremos otro bar, si es que no conozco mal Irlanda.

Habló en tono alegre, pero sus ojos no sonreían.

– Lo siento, Lulu -dijo Mark.

– No tienes por qué -contestó la actriz con jovialidad. Diana no quería que Mark se disculpara en su nombre.

Giró sobre sus talones y entró en el edificio, obligándole a seguirla.

El local era oscuro y frío. Había una barra alta, con botellas y barricas detrás. La sala, que tenía el suelo de tablas, albergaba unas pocas mesas y sillas de madera. Dos ancianos sentados en un rincón miraron a Diana. Llevaba una chaquetilla de seda rojo-anaranjada sobre el vestido de lunares. Se sintió como una princesa en una casa de empeños.

Una mujer menuda cubierta con un delantal apareció detrás del mostrador.

– Un coñac, por favor -pidió Diana. Quería armarse de valor. Se sentó a una mesa.

Mark entró…, probablemente después de haber presentado sus excusas a Lulu, pensó Diana con amargura. Tomó asiento a su lado.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Mark.

– Estoy harta de Lulu.

– ¿Por qué fuiste tan grosera?

– No fui grosera. Sólo dije que quería hablar contigo a solas.

– ¿No se te ocurrió una manera más diplomática de decirlo?

– Creo que esa mujer es inmune a las indirectas.