– No le escuches -dijo en voz baja-. ¿Por qué no vas a ser feliz? No es malo.
Diana miró con temor a Mervyn, asustada de ofenderle aún más. Quizá la iba a repudiar. Sería sumamente humillante que la rechazara delante de Mark (y mientras la horrible Lulu Bell estuviera cerca). Era capaz: solía obrar así. Ojalá no la hubiera seguido. Significaba que debería tomar una decisión sin más tardanza. Si hubiera contado con más tiempo, Diana habría curado su orgullo herido. Esto era demasiado precipitado. Diana levantó la jarra y la acercó a sus labios, pero la dejó sobre la mesa sin tocarla.
– No me apetece -dijo.
– Supuse que querrías una taza de té -dijo Mark.
Eso era justo lo que ella deseaba.
– Sí, me encantaría.
Mark se aproximó a la barra y pidió el té.
Mervyn nunca lo habría hecho; según su forma de pensar, eran las mujeres quienes pedían el té. Dedicó a Mark una mirada de despreció.
– ¿Ese es mi fallo? -preguntó a Diana, irritado-. No irte a buscar el té, ¿verdad? Además de traer el dinero a casa, quieres que haga de criada.
Le trajeron el bocadillo, pero no comió.
Diana no supo qué contestarle.
– No hace falta que armes una trifulca.
– ¿No? ¿Qué mejor momento que ahora? Te largas con este patán, sin despedirte, dejándome una estúpida nota…
Sacó un trozo de papel del bolsillo de la chaqueta y Diana reconoció su carta. Enrojeció, humillada. Había derramado lágrimas sobre aquella nota; ¿cómo podía exhibirla en un bar? Se apartó de él, resentida.
Trajeron el té y Mark cogió la tetera.
– ¿Desea que un patán le sirva una taza de té? -preguntó a Mervyn.
Los dos irlandeses del rincón estallaron en carcajadas, pero Mervyn no alteró la expresión y calló.
Diana empezó a sentirse irritada con él.
– Puede que sea una necia, Mervyn, pero tengo derecho a ser feliz.
Él apuntó un dedo acusador en dirección a su mujer.
– Hiciste un juramento cuando te casaste conmigo y no tienes derecho a dejarme.
La frustración alimentó el furor de Diana. Mervyn era inflexible, y explicarle algo era como hablar con una piedra. ¿Por qué no podía ser razonable? ¿Por qué estaba siempre tan seguro de que él tenía razón y los demás se equivocaban?
De pronto, se dio cuenta de que conocía muy bien esta sensación. La había experimentado una vez a la semana, como mínimo, durante cinco años. En las últimas horas, a causa del pánico que la había invadido en el avión, había olvidado lo horrible que era, la desdicha que le producía. Ahora, todo aquello se reproducía de nuevo, como el horror de una pesadilla recordada.
– Ella puede hacer lo que le plazca, Mervyn -dijo Mark-.
No puedes obligarla a nada. Es una mujer adulta. Si quiere volver contigo a casa, lo hará; si quiere ir a Estados Unidos y casarse conmigo, también lo hará.
Mervyn descargó un puñetazo sobre la mesa.
– ¡No va a casarse con usted, porque ya está casada conmigo!
– Puede obtener el divorcio.
– ¿Alegando qué?
– En Nevada no hace falta alegar nada.
Mervyn dirigió su mirada encolerizada a Diana.
– No te irás a Nevada. Volverás a Manchester conmigo. Diana miró a Mark. Él sonrió.
– No has de obedecer a nadie -dijo Mark-. Haz lo que quieras.
– Ponte la chaqueta -ordenó Mervyn.
Mervyn, con su manera desatinada, había devuelto a Diana el sentido común. Ahora comprendía que su miedo a volar y su angustia acerca de vivir en Estados Unidos eran preocupaciones nimias comparada con la pregunta más importante de todas: ¿con quién quería vivir? Amaba a Mark, y Mark la amaba a ella, y todas las demás consideraciones eran marginales. Una tremenda sensación de alivio se derramó sobre ella cuando tomó la decisión y la anunció a los dos hombres que la querían. Contuvo la respiración.
– Lo siento, Mervyn -dijo. Me voy con Mark.
12
Nancy Lenehan se permitió un minuto de júbilo cuando miró desde el Tiger Moth de Mervyn Lovesey y vio el clipper de la Pan American flotando majestuosamente en las aguas serenas del estuario del Shannon.
Las probabilidades estaban en su contra, pero había atrapado a su hermano y malogrado su plan, al menos en parte. Hay que levantarse muy temprano para ganarle la partida a Nancy Lenehan, pensó, en un raro momento de autoalabanza.
Peter iba a llevarse el susto de su vida cuando la viera.
Mientras el pequeño aeroplano amarillo volaba en círculos y Mervyn buscaba un sitio para aterrizar, Nancy empezó a sentirse tensa al pensar en el inminente enfrentamiento con su hermano. Aún le costaba creer que la hubiera engañado y traicionado sin el menor escrúpulo. ¿Cómo pudo hacerlo? Cuando eran niños, se bañaban juntos. Ella le había puesto rodilleras, explicado cómo se hacían los niños, y siempre le había dado un trozo de su chicle. Ella había guardado sus secretos, pero le había revelado los suyos. Cuando se hicieron mayores, Nancy alimentó el ego de su hermano, procurando no avergonzarle nunca por ser mucho más inteligente que él, a pesar de que era una mujer.
Siempre había cuidado de él. Y cuando papá murió, permitió que Peter se convirtiera en presidente de la empresa. Esto le había costado muy caro. No sólo había reprimido sus ambiciones para dejarle paso; al mismo tiempo, había frustrado un incipiente romance, porque Nat Ridgeway, el brazo derecho de papá, había renunciado cuando Peter se hizo cargo del negocio. Ya nunca sabría en qué habría desembocado aquel romance, porque Nat Ridgeway se había casado.
Su amigo y abogado, Patrick MacBride, la había aconsejado que no cediera a Peter la presidencia, pero ella había hecho caso omiso de su consejo, actuando contra sus propios intereses, porque sabía lo herido que se sentiría Peter cuando la gente pensara que no daba la talla de su padre. Cuando recordaba todo cuanto había hecho por él, y pensaba a continuación en los engaños y mentiras de Peter, le daban ganas de llorar de rabia y resentimiento.
Estaba desesperadamente impaciente por encontrarle, plantarse frente a él y mirarle a los ojos. Quería saber cómo reaccionaría y qué le diría.
También se encontraba ansiosa por presentar batalla. Alcanzar a Peter sólo era el primer paso. Tenía que subir al avión de entrada, pero si iba lleno tendría que convencer a alguien para que le vendiera su billete, utilizar sus encantos para persuadir al capitán, o incluso emplear el soborno. Luego, cuando llegara a Boston, debería convencer a los accionistas menores, a su tía Tilly y a Danny Riley, el viejo abogado de su padre, de que se negaran a vender sus acciones a Nat Ridgeway. Estaba segura de poder conseguirlo, pero Peter no se rendiría sin presentar batalla, y Nat Ridgeway era un oponente formidable.
Mervyn posó el avión en el terreno de una granja cercana a la aldea. En una sorprendente demostración de buenos modales, ayudó a Nancy a bajar a tierra. Cuando pisó por segunda vez suelo irlandés, Nancy pensó en su padre, quien, si bien no paraba de hablar del viejo país, jamás lo había visitado. Lástima. Le habría gustado saber que sus hijos habían pasado por Irlanda, pero saber que su hijo había arruinado la empresa a la que había dedicado toda su vida le habría partido el corazón. Mejor que no estuviera vivo para verlo.
Mervyn aseguró el aparato con una cuerda. Nancy se alegró de dejarlo atrás. Aunque era bonito, casi la había matado. Aún se estremecía cada vez que recordaba el descenso hacia el acantilado. No tenía la intención de meterse en un avión pequeño nunca más.
Caminaron a buen paso hacia el pueblo, siguiendo a una carreta tirada por caballos que iba cargada de patatas. Nancy percibió que Mervyn experimentaba una mezcla de triunfo y temor. Como a ella, le habían engañado y traicionado, y no había querido resignarse. Y, al igual que ella, su mayor satisfacción provenía de frustrar las expectativas de aquellos que habían conspirado contra él. A los dos todavía les esperaba el auténtico reto.
Una única calle atravesaba Foynes. Hacia la mitad se encontraron con un grupo de personas bien vestidas que sólo podían ser pasajeros del clipper: daba la impresión de que pasearan por el set que no les correspondía de un estudio cinematográfico.
– Estoy buscando a la señora Diana Lovesey -dijo Mervyn, acercándose a ellos-. Creo que viaja a bordo del clipper.
– ¡Ya lo creo! -exclamó una mujer, que Nancy reconoció como la estrella de cine Lulu Bell. El tono de su voz sugería que la señora Lovesey no le caía bien. Nancy volvió a preguntarse cómo sería la mujer de Mervyn.
– La señora Lovesey y su… ¿acompañante?, entraron en un bar que hay siguiendo la calle -explicó Lulu Bell.
– ¿Puede indicarme dónde está el despacho de billetes? -preguntó Nancy.
– ¡Si alguna vez me dan el papel de guía de turismo, no necesitaré ensayar! -dijo Lulu, y los pasajeros rieron-El edificio de las líneas aéreas está al final de la calle, pasada la estación de tren y frente al puerto.
Nancy le dio las gracias y continuó andando. Mervyn ya se había adelantado, y tuvo que correr para alcanzarle. Sin embargo, se detuvo de repente cuando divisó a dos hombres que subían por la calle, enzarzados en una animada conversación. Nancy les miró con curiosidad, preguntándose por qué se había parado Mervyn. Uno era un petimetre de cabello plateado, que vestía un traje negro y un chaleco color gris gaviota, un pasajero del clipper, sin duda. El otro era un espantajo alto y flaco, con el cabello tan corto que parecía calvo y la expresión de alguien que acaba de despertar de una pesadilla. Mervyn se dirigió hacia el espantajo.
– Usted es el profesor Hartmann, ¿verdad? -dijo.
La reacción del hombre fue de absoluto sobresalto. Retrocedió un paso y alzó las manos, como si pensara que le iba a atacar.
– No pasa nada, Carl -dijo su compañero.
– Me sentiría muy honrado de estrechar su mano, señor -dijo Mervyn.
Hartmann bajó los brazos, aunque todavía parecía a la defensiva. Se dieron la mano.
El comportamiento de Mervyn sorprendió a Nancy. Había pensado que Mervyn Lovesey no aceptaba la superioridad de nadie en el mundo, pero ahora actuaba como un colegial que le pidiera el autógrafo a una estrella de béisbol.